domingo, 4 de septiembre de 2022

Gonzalo Díaz-Letelier - La Constitución de 2022 (parte 2). El partido del orden: entre el fundamentalismo y la fake politics.


LA CONSTITUCIÓN DE 2022 (PARTE 2).

EL PARTIDO DEL ORDEN: ENTRE EL FUNDAMENTALISMO Y LA FAKE POLITICS.

 

Gonzalo Díaz-Letelier

University of California Riverside

 
 

Fotografía de un falso lienzo de la Brigada Chacón a un costado del GAM (en Santiago de Chile), que asocial al "Apruebo" al "fin de la propiedad privada" y el "derecho a rebelarse y saquear". Fotografía: Gonzalo Díaz-Letelier, julio de 2022.

 

2.- EL PARTIDO DEL ORDEN: ENTRE EL FUNDAMENTALISMO Y LA FAKE POLITICS.

La reacción al evento se crispa entre clases políticas profesionales, sectas policiales y militares caídas de la gracia de Dios, conservadores organicistas, neofascismos más o menos esotéricos,[1] empresarios y fundamentalistas neoliberales –aunque entre ellos a veces se den cachetadas de payaso o salgan de noche de cuchillos largos. La reacción se expresa en las exhortaciones y reprimendas dominicales de los patriarcas del partido del orden, esos adultos a cargo que ahora vuelven a la escena pública –entendida como espacio doméstico patriarcal– a pegarnos palmadas en el poto por nuestra infantil insensatez. De ese partido del orden hacen parte los militantes del “partido columnista”[2] (donde figuran en las últimas décadas, sobre todo desde el decanato decimonónico del periodismo golpista que es el diario El Mercurio, prohombres que van desde José Joaquín Brunner hasta Carlos Peña), columnistas que hacen pasar por “opinión pública” lo que no es más que opinión publicada–, además de una miríada de pajes seculares, “analistas de la plaza” y bots. La tesis instalada mediáticamente es que la revuelta de 2019 no tuvo un carácter antineoliberal, sino que más bien manifestó un reclamo de la masa por mayor inclusión en el chorreo de bonanza neoliberal –“el pueblo no quiere derechos sociales, sino más consumo”–, y, por supuesto, que tuvo lugar como un estallido de violencia anómica y delincuencial que hay que “condenar” y reprimir sin reservas. La narrativa política de este discurso establecía así (pretendiendo expresar el “sentido común”) un clivaje entre paz y violencia, o entre orden y desorden –es decir, estabilidad versus inestabilidad, unidad versus desintegración, “Libertad” versus “comunismo” (sic).[3] La represión policial del “estallido” dio paso al castigo económico colectivo y al terrorismo mediático algoritmado: si la política clásica se performaba vía liturgia, ésta devino en las últimas décadas “comunicación política” como construcción de espectáculo con fines políticos y administración de “conflictos entre stakeholders” mediante el regadío de dinero, generando un ecosistema en el que se denomina “pluralismo” a una situación en que la derecha controla todos los mass media, se considera “opinión pública” a la defensa de los intereses del empresariado y se llama “amistad cívica” al lobby y la corrupción. 

              Uno de los fenómenos más llamativos es el delirante y contradictorio vaivén de las derechas contemporáneas entre el fundamentalismo y la fake politics. Desde hace unos años ya teníamos noticia del “método Bannon” (por referencia a Steve Bannon, bank investor y ejecutivo mediático que fue estratega político de la presidencia de Trump en Estados Unidos), método que, mediante uso de bases de datos privados y algoritmos, vía Cambridge Analytics, condicionó favorablemente el resultado de la campaña de Trump –así como también ocurrió con las de Mauricio Macri en Argentina, Jair Bolsonaro en Brasil y el Brexit en el Reino Unido. En Chile este fenómeno se ha venido incrementando paulatinamente hasta alcanzar cotas inusitadas desde la última elección presidencial (Boric / Kast, diciembre de 2021) hasta estas vísperas del plebiscito constitucional de salida del 4 de septiembre de 2022. La táctica consiste en inseminar una catarata de falsedades en el debate público, al hilo de una asonada discursiva que promueve el racismo, el clasismo y el machismo. El mismo otrora candidato presidencial José Antonio Kast defendió a uno de los influencers que posteriormente se convirtió en diputado de su Partido Republicano, Johannes Kaiser, de quien alabó su capacidad de “marcar la pauta en temas de opinión pública”, antes de que el influencer cayera en el ostracismo por sus “excesos” (cuestionando en su podcast el derecho a voto de las mujeres devenidas feministas, tratando de violadores a los inmigrantes negros y sugeriendo que Pinochet no había llevado a cabo de manera suficiente el exterminio de los agentes del “cáncer marxista” de la Unidad Popular tras el golpe de 1973). Digo que se trata de un fenómeno de vaivén delirante y contradictorio porque se trata de una derecha que paradójicamente defiende verdades últimas y esenciales, al mismo tiempo que renuncia a la deuda más elemental que constituye el lazo social: decir la verdad. Si desde el 2006 los estudiantes chilenos, en una suerte de posición filosófica post-kantiana, se plantearon en términos de que la “realidad” no estaba dada así sin más, sino que era una construcción social –es decir, que no tenemos acceso a las cosas en sí, sino a representaciones de las cosas que se construyen o simbolizan socialmente– y que, por tanto, las cosas pueden ser distintas y la realidad social se puede transformar; si eso fue de ese modo, digo, frente a ello el gobierno de Sebastián Piñera se caracterizó por una posición de realismo ingenuo: “las cosas son como son”. Desde tal posición de idiotismo (personalismo y mentira política ligada a la denegación),[4] que proyecta su propio subjetivismo como objetividad, Piñera solía expresar su perplejidad ante la asonada de la imaginación popular que, para él, no era más que un torrente de violencia irracional. No podía entender por qué no se apreciaba su “obra” si ésta iba en la dirección de la racionalidad inherente a la dinámica de las cosas y a la propia “naturaleza humana”, de manera que su gobierno, en un gesto penoso, patético y violento, no podía entender por qué no lo entendían. Piñera, figura radical del idiotismo de la derecha chilena, no podía entender que las cosas se pudieran entender de otra manera, y no podía ver en ello sino la destrucción del mundo –anomia y acosmia, inmundicia y desolación. Piñera y Kast, así como Trump, dan muestra de este idiotismo, llamando a “dejar de lado las ideologías” para afrontar desde el “sentido común” los “problemas reales”, sin reparar en que tal “sentido común” y la manera en la que se percibe lo que son los “problemas reales” son precisamente lo que constituye el corazón de la ideología como articulación pretemática de la práctica social y política habitual en función de la conservación de la facticidad. Hay que atravesar esa fantasía para interrumpir el fascismo, dirían por ahí.

              Sin embargo, lejos de ello, junto con el devenir cibernético de la manipulación discursiva ha proliferado en el arsenal táctico de la derecha la mentira política ligada al subjetivismo y la denegación –todo sea por preservar los privilegios políticos, económicos, sociales y culturales de una clase dominante y su partido del orden mediante sus brazos mediáticos (monopolios periodísticos que pautean y enmarcan el debate público con sus frames; una serie de think tanks de derecha como Libertad y Desarrollo, Fundación Jaime Guzmán y los tentáculos de Cato Institute, vinculados a máquinas de terrorismo mediático como ATLAS Network –donde colaboran personajes como Mario Vargas Llosa, Teresa Marinovic, Sergio Melnick, José Antonio Kast y Rojo Edwards–, o neofascistas como Alexis López, quien desde una lectura caricaturesca de Deleuze y el “deconstruccionismo” (sic) ha exportado un “análisis” de la revuelta acéfala chilena como “revolución molecular disipada” a Colombia, como asesor del uribismo). Desde ahí se ha ido configurando un conjunto bien irrigado de ecosistemas digitales de desinformación y ejércitos de bots que tienen como rendimiento la inundación de la escena pública con fake news: que de aprobarse el nuevo texto constitucional nos van a expropiar desde las casas y los fondos de pensiones hasta el cepillo de dientes; que vamos a ser gobernados por comunistas totalitarios, inmigrantes tercermundistas, indígenas retrógrados, homosexuales salidos de la corte de Calígula, ecologistas objetores del progreso y feministas amazonas insurrectas y funadoras que quieren acabar con la masculinidad chilensis y que, por si fuera poco, podrán abortar “horas antes de parir” (legalización del infanticidio); que el avance del supuesto proceso democrático no sería más que un gigantesco fraude electoral (con voto de chavistas venezolanos, inmigrantes haitianos e izquierdistas muertos en el padrón electoral); que las manifestaciones multitudinarias del “apruebo” son montajes mediáticos; que el Estado nos va a quitar el agua para dársela a los indios; que se va a borrar la jerarquía entre el alma humana y la vida animal; que los “blancos” van a ser ciudadanos de segunda clase; que los cristianos van a tener que esconderse en catacumbas de la persecución nihilista de los postmarxistas; que vamos a perder nuestra “soberanía” al ser incorporados bajo la égida de un gobierno mundial orquestado por la ONU y todo tipo de siniestras camarillas terrícolas y extraterrestres; y un largo etc. Mención especial merece el discurso sobre el devenir “Chilezuela”, que prolifera tanto entre inmigrantes venezolanos como entre los chilenos. Se trata de un discurso que un sector de los inmigrantes venezolanos de derecha esgrimen a partir de la mala experiencia que tuvieron con el proceso constituyente del chavismo y que tiene un eco en el discurso de la derecha chilena –reproducido a través de los medios e inseminado en la población–, pero que no resiste análisis y constituye una grosera equivalenciación de procesos cualitativamente diferentes: se trata de una traducción mecánica y grosera de eventos que son intraducibles entre sí.

Quizás lo más alarmante, sin embargo y más allá de la escena chilena en particular, sea la redirección de las energías populares a la turbulencia administrada de la guerra –en una nueva versión de la doctrina del shock: de la crisis al miedo y, en virtud del miedo, la promoción de la aceptación de medidas contra los trabajadores (“economía de guerra”) y de una derechización ideológica generalizada. Esto no sólo sobrecodifica geopolíticamente toda la escena (redistribuyendo las preocupaciones, energías y tensiones), sino que también es una asonada reaccionaria del imaginario viril contra la potencia transformadora del feminismo, asonada que logra reinstalar una política de las pasiones tristes en orden a la fascistización de las poblaciones –en el miedo a mayor mal se incita la predisposición a la protección de “esta vida” en sus actuales condiciones– y desoculta, en un horizonte más amplio, la ruina autoinmunitaria de la gubernamentalidad liberal clásica (modernista, ideal de autonomía de la sociedad civil) y el devenir regla de las nuevas formas de gubernamentalidad neoliberal autoritaria (cibernética y militarizada --desde los algoritmos e interfaces mediáticas hasta los tanques y los drones).



[1] Véase Oporto, Lucy, «He aquí el lugar donde debes armarte de fortaleza. Ensayos y crónica filosófica», Editorial Katankura, Santiago, 12022.

[2] La expresión “militantes del Partido columnista” es de Marcos Ortiz, director de Ojo del Medio –observatorio de medios chilenos. Cfr. Ortiz, Marcos, “Los 7 mandamientos del Partido Columnista”, en sitio electrónico Interferencia, 17 de marzo de 2022; y en entrevista en podcast La Base # 73, junio de 2022, enlace:

https://www.youtube.com/watch?v=Bdri6mazEyw  

Véase también Karmy, Rodrigo, “Pinochetismo cyborg”, en sitio electrónico Lobo suelto, 24 de noviembre de 2021, donde Karmy caracteriza al columnismo reaccionario de El Mercurio como el “cogito del partido del orden”.

[3] Karmy, “Pinochetismo cyborg”.

[4] Véase Villalobos-Ruminott, “Imperialidad y verdad. Primera parte: mentir en política”, en sitio electrónico Infrapolitical Deconstruction, 31 de octubre de 2021.  


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