martes, 15 de septiembre de 2020

Gonzalo Díaz Letelier - Anarqueologías errantes, Borges disjunto y el perro yagán.

 

* Texto leído el 11 de septiembre de 2020, durante el lanzamiento en Chile del libro de Erin Graff Zivin (University of Southern California), «Anarchaeologies. Reading as Misreading» (Ed. Fordham, New York, 2020), organizado por Policrits (red de colaboración en pensamiento crítico entre el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid y el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de California Riverside), el Programa de Teoría Crítica de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación y el Departamento de Lenguas Romances y Literatura de la Universidad de Michigan. 


Gonzalo Díaz Letelier

Anarqueologías errantes, Borges disjunto y el perro yagán.


Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de lugares distintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber inmovilidad (ocupación de un mismo lugar en momentos distintos).

(Borges)[1]

 

En su libro «Anarchaeologies» (Fordham, New York, 2020), Erin Graff Zivin plantea la cuestión de la lectura. Esto es, dicho al modo de la larga usanza greco-latina: légein, legere, “leer”, término que parece venir trazado como reverberancia sónico-imaginal de la vieja intuición sensible de recoger, tomar y reunir, recolectar, tramar o tejer. Pero en el caso de Graff de una particularísima manera, como una forma de leer, de recolectar distintas obras y diversos registros, de exponerlos entre sí en clave deconstructiva, como una suerte de idealidad en permanente siniestro –para usar una expresión de Willy Thayer–, configurando así la cuestión de una lectura errante y desobrante, puesta en juego con otros rigores, en la materialidad plástica del texto abierto a las interferencias del uso común. Como en el spinoziano clivaje no dialéctico entre natura naturans y natura naturata, se trata del texto y su lectura como un tejido que se deshace infinitamente al tejerse, más allá del narcicismo de toda conceptualidad auto-reflexiva. Entran en juego aquí rigores no necesariamente consuetudinarios. Al modo de una crítica inmanente, Graff Zivin señala cómo en el mismo acto de leer y comprender entran en juego preconceptos éticos y políticos, esquemas articuladores de la experiencia, la práctica y la producción, tales como soberanía, voluntad, decisión, identificación, reconocimiento, etc., avanzando, precisamente en el paso atrás de este señalamiento, una estrategia de lectura para la potencia de un “latinoamericanismo anarqueológico”, advertido, en su sustracción, de las limitaciones representacionales determinadas por las trazas de las políticas de lectura y reconocimiento, tramadas en la clave de una larga tradición de imaginación política, con sus múltiples imaginarios relativos a la excepcionalidad de la nación, el pueblo, el espíritu, la fictive ethnicity y otras formas categoriales similares de principialidad, identitarismo y consecuente articulación productivista de “la vida” en sentido arqueo-teleológico.

 

Graff Zivin, en una aproximación crítica a los modos de producción de sujeto, mundo e historia en América Latina, ha explorado esta cuestión en torno al contraste lógico entre dos genealogías del pensamiento político latinoamericano. Por una parte señala la tradición de la razón imperial hispana, con su “lógica inquisitorial”, arqueológica, principial e identitaria, cercana a una tendencia filológica conservadora que se dedica a excavar hacia “lo originario”. Por otra parte, Graff Zivin señala el registro marrano –según la fórmula de Alberto Moreiras–, que remite a una serie de prácticas críticas anarqueológicas de la principialidad metafísica y del identitarismo como metafísica de la presencia, entre las que se podría incluir al subalternismo, la deconstrucción, la infrapolítica y la posthegemonía, entre otras prácticas críticas habidas y por haber, por supuesto. Se trata de prácticas que lo que hacen es abrir la potencia de la reflexión ética y política –y lo hacen precisamente a partir de la puesta en abismo de nuestra facticidad ético-política principial, identitaria y productivistamente informada.[2]       

            En este contexto lee Graff Zivin la cuestión de la lectura, a partir de la desarticulación de la “intencionalidad” capturada por estructuras imperiales e inquisitoriales de adaequatio intellectus ad rem, en un registro post-fenomenológico de la errancia o anarquía de la noesis (intentio) y del noema (intentum), y claro está, tanto en la escritura como en la lectura. ¿Qué significa en la lectura o en la escritura, o en la política o en el arte, comenzar algo? La expresión “comenzar algo” en latín se dice incipit aliquid, donde resuena la raíz alius, que nombra algo otro, algo-indeterminado. Y de ahí incipit aliquō, esto es, comenzar hacia alguna parte, ir no se sabe a dónde, desde un no-centro de la acción. La ausencia del sujeto soberano –de aquel sujeto que se expresa en la vanguardia programática de la acción como voluntad de diseño– señala aquí la experiencia del abismo de lo social sobre el que descansa toda gramática, de la intertextualidad que teje la textura de cada uso del lenguaje, y de la potencia no capturada de tal uso. Un uso no capturado ni por la ficción del autor ni por la función de su gramática pura. Aquí evocamos a Nietzsche: “mientras sigamos creyendo en la gramática, no nos libraremos de Dios”. O quizás en palabras de Sergio Villalobos-Ruminott, se trataría de pensar un “materialismo aleatorio sin Dios ni referencia”.[3] La anarquía de la noesis –que es en cierto modo una ateología– implica la anarquía del noema. Escribe Jacques Derrida:

 

El significado del significado es implicación infinita, la referencia indefinida del significante al significado (…). Su fuerza es una cierta equivocación infinita y pura que no da respiro al sentido significado, no le da descanso (…), siempre significa de nuevo y difiere.[4]

 

Permítaseme una interferencia productiva. Edward Said ha puesto esta cuestión en relación con la pregunta por el comienzo, en los siguientes términos. Considerando la “equivalencia entre temporalidad y significancia” (Heidegger, Merleau-Ponty), esto es, que la disposición hermenéutica de la vida implica una esquematicidad del tiempo, la gramática de la discursividad que orienta el comportamiento práctico y declarativo implica una “noción formal de comienzo”:

 

Profundamente temporal en sus manifestaciones, el lenguaje sin embargo provee espacio y tiempo utópicos, las funciones extra-cronológicas y extra-posicionales sobre las cuales su determinismo sistemático no parece inmediatamente tomar suelo firme. Entonces, “el comienzo”, perteneciendo tanto al mito como a la lógica, concebido como un lugar en el tiempo, y tratado como una raíz y como algo objetivo, permanece como una especie de don en el lenguaje.[5]

 

Hay una metafísica del comienzo que lo sitúa como un trascendental, como una excepción fundante, dinástica y secuencial.[6] Los efectos de soberanía y gobierno de la vida sobre la vida de esta fantasmática del sujeto moderno se expresan tanto en el “ego imperial” de Descartes[7] como en el “ego funcionario de la humanidad” de Husserl.[8] Tal metafísica, señala Said, a propósito de unos versos de Wordsworth,[9] pone en juego a un sujeto productivo, determinado en su intención, pero que a su vez conjura su infancia en el devenir común de lo animal. La sujeción del animal, la captura de la infancia, se pondría en obra precisamente en la objetivación de la propia vida en el tiempo, como imperialidad subjetiva sobre el acontecimiento:

 

Esta secuencia [el continuum comienzo-medio-fin], como sea, parece estar “ahí”, a una distancia de mí, mientras mi propia situación problemática es “aquí” y “ahora”. (…). Es mi urgencia presente, el aquí y ahora, lo que me habilitará para establecer la secuencia comienzo-medio-fin y transformarlo desde su condición de objeto distante –localizado “ahí”– en el sujeto de mi razonamiento. Así concebidos y caracterizados, tiempo y espacio rendirán una secuencia autorizada por un deseo de significancia. Nietzsche plantea que la principal facultad humana es la habilidad para percibir la forma (Gestalt); tiempo y espacio, agrega, no son sino las cosas medidas de acuerdo a un ritmo. Incluso un dialéctico como Lukacs escribe que “en la medida en que la consciencia no es aquí conocimiento de un objeto opuesto (ahí), el acto de ser consciente se convierte en la forma objetiva de su objeto”.[10]

 

El libro de Graff Zivin aborda estas cuestiones desde su exposición a otras lecturas –que también sitúan la problemática del comienzo soberano excepcional y la voluntad de diseño frente a la potencia común desobrante, o de la ortodoxia autorizada versus la errancia, la herejía y el paganismo. La parte IV del libro, dedicada a las estéticas y políticas del error, me parece clave en esta dirección, especialmente el pasaje en que se remite a «Blindness and Insight», libro publicado por Paul de Man en 1971,[11] donde trata del “error” como misunderstanding y como unintentional insight, como desviación aleatoria en la exposición más allá de toda conceptualidad auto-reflexiva. En esta parte del libro Graff Zivin también sostiene la necesidad de llevar adelante la reflexión sobre la tensión entre el concepto literario de “error” y el decisionismo soberano en política, que sólo puede ser vanguardista desde su ortodoxia –ya al comienzo de esta parte del libro Graff Zivin había puesto en relación, aludiendo a Jacques Rancière, el “malentendido literario” (malentendu littéraire) con el dissensus o “desacuerdo político” (mésentente politique). Se trataría de pensar la diferencia, el desacuerdo, no como “ruptura” decisionista y vanguardia programática, sino como “errancia” o no-decisión: una “política sin futuro”, si se entiende el futuro aquí en sentido prescriptivo. Ya no se trata del sujeto trascendental y de su idealidad como substancia de la filosofía de la historia –como lo quisiera el sueño de una fenomenología del logos hermeneutikós originario–, sino de una suerte de rendimiento interpretativo que está sustraído de toda apofánsis, de toda declaración, en cuanto potencia anárquica y común, desfondando toda metafísica del sujeto y de la presencia. Se trataría así de una democracia que se hace en común al fragor del terror del acontecimiento, abandonando la vieja virtud de la obediencia a un texto soberano.   

 

*   *   *

 

Consideremos la siguiente escena. Jorge Luis Borges, en el incipit de su "Historia de la eternidad"  (editio princeps 1936), y luego en su prólogo a la misma obra, añadido en 1953. Borges lector heterocrónico de Borges, un Borges lector de un Platón leyendo a otro Borges lector de otro Platón. Borges disjunto. Vaya un pasaje de Borges de 1936:

 

En aquel pasaje de la Enéadas que quiere interrogar y definir la naturaleza del tiempo, se afirma que es indispensable conocer previamente la eternidad, que –según todos saben– es el modelo y arquetipo de aquél. Esa advertencia liminar, tanto más grave si la creemos sincera, parece aniquilar toda esperanza de entendernos con el hombre que la escribió. El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza. Leemos en el Timeo de Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad; y ello es apenas un acorde que a ninguno distrae de la convicción de que la eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo. Esa imagen, esa burda palabra enriquecida por los desacuerdos humanos, es lo que me propongo historiar.[12]

 

Borges comienza el libro situando la cuestión de la “eternidad” platónica, en lo que va desde el discurso del «Timeo» de Platón hasta el libro V de las «Enéadas» de Plotino y más acá en la tradición teológica cristiana católico-romana, que implica la noción de un Demiourgós (dios-productor) como “inteligencia ordenadora”. Un dios que es “acto puro” de creatio ex nihilo en transitivo –pues es un dios “trascendente”–, mientras nosotros, mortales, transitamos incesantemente “de la potencia al acto” –y lo hacemos, dicho sea, en un movimiento teleológicamente orientado, ya sea desde la perfección de la idea eterna articuladora de los viejos regímenes teológico-políticos o desde la axiomática algorítmica de los nuevos sistemas automatizados de gobernanza en curso. Al situar así las cosas, Borges evoca de paso algunas de sus interferencias, desde el escritor Miguel de Unamuno ("Nocturno el río de las horas fluye / desde su manantial que es el mañana eterno...") hasta el filósofo matemático Alfred North Whitehead (los objetos eternos que constituyen el "reino de la posibilidad" e ingresan en el tiempo). La cosa, así, se dibuja así: el tiempo transcurre bajo la égida de la eternidad de una inteligencia ordenadora que hace del mundo un régimen de producción y deuda, un museo de formas principiales e idénticas a sí mismas, estáticas y paradigmáticas, respecto de las que se mide al singular en falta. Respecto de ello el saber sería revelación o intuición categorial, texto sagrado o soberano, ex-posición o sacar a la luz, vocación arqueológica por lo originario que domina el movimiento –problema central de toda la metafísica occidental como matriz teológica y pastoral de pensamiento. Pero... aparece el Borges del “prólogo” de 1953:

 

Poco diré de la singular "historia de la eternidad" que da el nombre a estas páginas. En el principio hablo de la filosofía platónica; en un trabajo que aspiraba al rigor ontológico, más razonable hubiera sido partir de los hexámetros de Parménides ("no ha sido nunca ni será, porque ahora es"). No sé cómo pude comparar a "inmóviles piezas de museo" las formas de Platón, y cómo no sentí, leyendo a Escoto Erígena y a Schopenhauer, que éstas son vivas, poderosas y orgánicas. Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de lugares distintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber inmovilidad (ocupación de un mismo lugar en momentos distintos).[13] 

 

El Borges de 1953 lee severamente al Borges de 1936 como poco razonable, haciendo comparaciones simplonas y pobre de sensibilidad para con el no-lugar que da lugar, la misteriosa khôra del Platón del «Timeo». Se trata de un Borges que se ve expuesto a una “mala” lectura por demasiado correcta, digamos: por estar regida ya siempre, de antemano, por el doblez metafórico del lenguaje sedimentado, anquilosado como tradición patriarcal y escolástica. Archivo, patrimonio o mercancía, pensamiento fósil, en el discurso canónico de la teología platónico-cristiana y su preservación universitaria. Asentado en su relación principial e identitaria con la idealidad, y asimismo sedimentado en los esquemas articuladores de la experiencia del tiempo que son correlativos a esa relación de la vida imaginante con las formas ideales que pueblan la comunidad y su pliegue en el “alma” de las “personas” –para decirlo nietzscheanamente. Al Borges de 1936 se le escaparía leer la anarquía del noema que hace a la dinámica del acontecimiento de la physis de la que habla Platón. Para años más tarde aparecer lejos del monólogo platónico narcisista más escolástico, que no es el de Borges de 1953, releyendo, pareciera que otra vez por primera vez, a Platón.

 

La lectura correcta: un poder de lectura correcta (adaequatio, “pura” mímesis), una suerte de platonismo sin khôra que Borges señalaba ser el agostamiento de su, digamos, “mala” lectura juvenil de Platón. En la queja del Borges de 1953 hay un malum, pero no una negación lógico-categorial, no es un malum cristiano de corte platónico-agustiniano: no es “defecto”, no es “falta”. Se parece más a la positividad de un lastre y a una opresión. Es lo que uno podría sentir respecto de todo arielismo y neo-arielismo posible, como la carga de su corrección paradigmática y pastoral. Más que de una disputa por la corrección del concepto, se trata de una querella por la físico-química del concepto, por su tecnología de vida. Contra el neo-arielismo, digamos que el problema no es la filología, sino su uso. ¿De qué Platón habla Borges? ¿A qué Borges nos referimos? No se trata de disolver todo en nada, sino de atender a la proliferación de singularidad que aporta la lectura disjunta, no totalizante ni cristalizada en enunciados viriles, sin espíritu de autorización y sistema.

 

Me parece que el texto de Borges permite pensar, más que una disputa acerca del tiempo y la eternidad entre los términos del platonismo cristiano y los de Nietzsche, una querella en el sentido que apunta Graff Zivin –que fue de algún modo también la querella de Nietzsche con la filología universitaria alemana en su minuto. La querella entre la lectura “correcta” que captura la potencia del pensamiento –la “fatigada esperanza” de la que habla Borges, alucino–, y la lectura errante que la pone en juego potenciándola con otros rigores y aperturas. Una buena lectura no es necesariamente la correcta, así como una mala lectura no es necesariamente la errada. Si es que no tenemos como esquema regulativo la continuidad de la máquina soberana y sus usos consagrados, sino que jugamos y luchamos en medio del experimento en común de la potencia de pensar y relacionarnos. 

 

*   *   *

 

Un día me encontré en una conversación, en un juego, con una amiga antropóloga y algunos de sus amigos, bromeando a propósito de una fotografía de su compañero perro llamado Nube: un poodle, con lentes, frente a un libro. En algún momento me limité a bromear fingiendo una hipótesis: los perros como Nube “no hablan porque no quieren trabajar” –una hipótesis que alguna vez le escuché a un amigo sociólogo. En eso estábamos cuando alguien remitió en la conversación al perro yagán.

 

Ocurre que el perro yagán era un cánido del fin del mundo, hoy extinto. Vivía entre los Yaganes y los Selknam, todos habitantes de la Isla Grande de Tierra del Fuego, en el extremo austral del continente americano y las tierras emergidas circundantes –sus dispersiones geográficas, las de humanos y perros, coincidían. Las imágenes del perro yagán que aquí comparto son del Bulletin of the Museum of Comparative Zoology at Harvard College (1863).

 


 

A diferencia de otros perros que derivan del encuentro del humano con el lobo (Canis lupus), el perro yagán derivaría más bien del encuentro entre el humano y el zorro austral americano (Lycalopex culpaeus). Ese “encuentro”, claro está, figura en el libreto historiográfico humano como un agenciamiento de “domesticación”.

 

El relato de la filiación se anduvo desarmando en 2009, descolocado por un nuevo misterio, cuando un estudio de ADN realizado por un equipo científico dirigido por Graham Slater, de la Universidad de California en Los Ángeles, detectó que el pariente vivo más cercano al perro yagán es en realidad el aguará guazú (Chrysocyon brachyurus, abajo en la imagen), un cánido autóctono de las regiones de espesuras y pastizales del Chaco boreal paraguayo, del Chaco argentino, de la llanura beniana de Bolivia en donde es conocido como borochi, de las pampas del Heath en Perú, así como en la cuenca de los ríos Paraguay y Paraná, en Sudamérica. El estudio confirmó, ahora en otro registro y deriva de lectura, que ambas especies se separaron hace alrededor de 6,7 millones de años atrás. Y los cánidos sólo lograron expandirse por América del Sur hace unos 3 millones de años.

 


 

            Curiosamente, una de las pocas menciones que se conservan del perro yagán se halla en una conferencia del ingeniero rumano, nacionalizado argentino, Julius Popper. Se trata de una conferencia del 5 de marzo de 1887, en el Instituto Geográfico Militar Argentino. Popper fue un personaje tristemente célebre en el extremo sur americano: ilustrado, formado en París, viajero y políglota, fue una mezcla de ingeniero, científico y “cazador de indios”. Popper se autointerpretaba como un científico de corte “darwinista”, por lo que su matanza de “salvajes”, como les llamaba, no sería sino el corolario lógico del principio de exclusión competitiva. Una vez concluida la “Conquista del Desierto” –es decir, la consolidación militar de la soberanía del Estado de Argentina sobre el territorio mapuche, operación análoga a la “Pacificación de la Araucanía” en Chile–, estancieros, buscadores de oro y particulares avanzaron sobre Tierra del Fuego. La fiebre del oro y la proliferación de la industria ganadera desencadenaron una brutal campaña de exterminio contra la población indígena: fueron aniquilados o desplazados de las tierras que habitaban, las cuales fueron apropiadas por los estancieros y colonos. Con licencia científica para matar, su racismo lo habilitó para emprender una limpieza étnica: los indios “no podían” entender el sentido de los cercos y cazaban el “ganado”, para comer, no entendiendo la propiedad privada. Popper participó de buena fe en el genocidio, en nombre de la razón, de la civilización, de “lo humano” –todo documento de cultura es un documento de barbarie, decía Walter Benjamin. El álbum fotográfico de la expedición de caza de indios de 1887 –que se encuentra en el Museo del Fin del Mundo, en Ushuaia– fue un obsequio de Popper para el presidente argentino Miguel Juárez Celman. La cosa es que Popper, en su conferencia de ese mismo año en el Instituto Geográfico Militar, junto con describir el modo de vida de los Selknam, nómadas, cazadores y recolectores, hace allí algunas breves consideraciones del perro yagán: ante todo le extraña a Popper que el perro no sirva para la caza y la defensa territorial del grupo de indios... y que en lugar de ello parezca tener otro tipo de vínculo con ellos:  

 

Para cerrar el rápido croquis de la fauna fueguina solo me queda por mencionar el perro que, con orejas paradas y gruesa cola, tiene cierto parecido con el zorro aunque su color es a veces enteramente blanco. / Acostumbrado a apreciar en la raza canina su proverbial adhesión hacia el hombre, me causó estrañeza la circunstancia, observada repetidas veces, de que el perro fueguino carece absolutamente de esas calidades. Nunca los vi, por grande que fuera su número, tomar una actitud agresiva o bien defender a sus amos cuando éstos se hallaban en peligro. He averiguado además que no sirven para la caza del guanaco, pues en distintas ocasiones los vi disparar a gran carrera delante de un guanaco perseguido por nuestra perrada, que se componía esclusivamente de la raza Canis graius (el Grey Hound de los ingleses). Recuerdo también haber encontrado cierto día un guanaco herido de tres flechazos, que los onas abandonaron al vernos llegar, y el cual no presentaba ninguna mordedura de perro ni rastro de haber sido ofendido por estos. / ¿Qué servicio prestan entonces las numerosas perradas a los indios? Una casualidad vino a contestar esta pregunta. Estando una tarde en la playa de la Bahía Lomas, recogimos cuatro criaturas de seis a ocho años de edad y las llevamos, no obstante las enérgicas protestas —bien justificadas por otra parte— del mayor de los muchachos, hacia un alojamiento indio abandonado una hora antes. Al hacerles entrar en uno de los toldos asumieron luego una apariencia somnolienta, acurrucándose los cuatro en un solo punto. A poco más noté que los perros entraban uno a uno en el toldo, colocándose en grupo alrededor de los pequeños onas, para asumir la forma de una especie de envoltura, que bien pronto apenas dejó entrever la cabeza de los chicos: se encontraban éstos completamente rodeados de perros de todo tamaño. / Me arriesgo, pues, mientras no obtenga mejores datos, a emitir la opinión de que los perros fueguinos solo sirven para completar el abrigo defectuoso del indio, o mas bien, como mueble calorífero del ona.[14]

 

En el monólogo narcisista de la civilización, Popper hace la “lectura correcta”, en sentido colonial y humanista, claro, de lo que sea el perro yagán. No puede leer otra relación perro-humano que no sea la instrumental, pues tal otra lectura no encajaría en la temporalidad de su subjetividad y la gramática de su obra. “¿Qué servicio prestan entonces –pregunta Popper– las numerosas perradas a los indios?” Incluso cuando descubre que no es que el perro yagán no sirva para nada, lo reduce categorialmente a la función de “mueble calorífero”. Mezcla de perro y zorro, el misterioso perro yagán compartía con los Yaganes y los Selknam la continuidad sensible de los cuerpos, el calor en medio de uno de los climas australes más implacables del planeta. El perro yagán no “trabajaba” ni la marca del territorio “soberano” de un grupo humano, ni la caza de otros animales con sus “amos”. Sólo compartía la vida con los humanos y sus crías, como calor y cuidado mutuo. Simbiosis de una ecología singular, perros-zorros y humanos del archipiélago austral finalmente compartieron, también, la deriva a la extinción con la llegada de la “civilización” y su máquina de guerra.



[1] Borges, Jorge Luis, «Historia de la eternidad», Editorial Emecé, Buenos Aires, 11953, p. 9.   

[2] Graff Zivin, Erin, «Anarchaeologies. Reading as Misreading», Fordham University Press, New York, 12020, p. 31 y ss. Ver también Graff, «Beyond Inquisitional Logic, or, Toward an An-archaeological Latin Americanism», en The New Centennial Review, vol. 14-1 (2014), Michigan State University Press, pp. 195-212; y Graff, «El pensar-marrano; o hacia un latinoamericanismo anarqueológico», en Castro, Rodrigo (ed.), «Poshegemonía: el final de un paradigma de la filosofía política en América Latina», Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 12015, p. 207 y ss.

[3] Villalobos-Ruminott, Sergio, «Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina», Editorial La Cebra, Buenos Aires, 12013, p. 156, y una variación sobre esta cuestión en p. 168 y ss.

[4] Derrida, Jacques, «Speech and Phenomena, and other Essays on Husserl’s Theory of Signs», traducción del francés al inglés por David Allison, Northwestern University Press, Evanstone, 11973, p. 58.

[5] Said, Edward, «Beginnings. Intention and method», Basic Books Publishers, New York, 11975, p. 43.

[6] Ibídem, p. 33.

[7] Said, sobre el sujeto soberano, fundante y fundamento: “La conciencia, ya sea como pura universalidad, irremontable generalidad, o actualidad eterna, tiene el carácter de un ego imperial; en esta perspectiva, el argumento cogito ergo sum era para Valéry ‘como un clarín tocado por Descartes para invocar los poderes de su ego’. / El punto de partida es la acción reflexiva de la mente atendiendo a sí misma, dejándose efectuar (o soñar) una construcción de un mundo cuya semilla implica totalmente su resultado” (Said, opus cit., p. 48). 

[8] Said, sobre el sujeto funcionario y su profesión infinita de aclarar los marcos hermenéuticos para el gobierno de la vida: “Husserl merece especial atención, dado que la excesiva pureza de su proyecto filosófico completo hace de él, pienso, el epítome de la mente moderna en busca de comienzos absolutos; él ha sido bien llamado el perpetuo Anfänger (comenzador)” (Said, opus cit., p. 48). 

[9] Ibídem, p. 45.

[10] Ibídem, p. 42.

[11] Graff Zivin, «Anarchaeologies», p. 121 y ss. Ver también «Del marranismo: Derrida avec Montaigne», ensayo presentado en el III Seminario Crítico-Político Transnacional en la Real Academia Conquense de Artes y Letras en Cuenca, España, en julio de 2016, y se publicará en Graff Zivin, Erin; Lezra, Jacques; Moreiras, Alberto y Villacañas, José Luis (eds.), «Pensamiento y terror social: El archivo hispano», por Escolar y Mayo Editores, Madrid.

[12] Borges, Jorge Luis, «Historia de la eternidad», Editorial Emecé, Buenos Aires, 11953, p. 11.

[13] Borges, opus cit., p. 9.

[14] Popper, Julius, «Atlanta, proyecto para la fundación de un pueblo marítimo en Tierra del Fuego y otros escritos», Editorial Eudeba, Buenos Aires, 12003.


Kate Jenckes - Presentación del libro “Anarchaeologies” (Fordham, 2020) de Erin Graff Zivin.

 


* Texto leído el 11 de septiembre de 2020, durante el lanzamiento en Chile del libro de Erin Graff Zivin (University of Southern California), «Anarchaeologies. Reading as Misreading» (Ed. Fordham, New York, 2020), organizado por Policrits (red de colaboración en pensamiento crítico entre el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid y el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de California Riverside), el Programa de Teoría Crítica de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación y el Departamento de Lenguas Romances y Literatura de la Universidad de Michigan. 


Kate Jenckes

(University of Michigan)

 

Presentación del libro «Anarchaeologies. Reading as Misreading»

(Fordham, New York, 2020) de Erin Graff Zivin.


Si no me equivoco, «Anarchaeologies» comenzó como una exploración de la relación entre los conceptos de Rancière del malentendu littéraire y el mésentente politique. Aunque el foco sobre Rancière disminuyó, este par de términos todavía constituye un punto de partida para el libro, especialmente en la manera en que la raíz compartida del entendre indica cuál es quizás la preocupación central del libro, esto es, la naturaleza y los efectos de las estructuras del conocimiento: la idea de que las formas en que pensamos, las formas en que pensamos que sabemos cosas, incluidos los modos de percepción y representación, inevitablemente informan las creencias y la praxis políticas. La anarqueología quizás puede entenderse como una transliteración de malentendu y mésentente, en el sentido en que el término describe la disrupción radical de los fundamentos (arché) o de las pretensiones de autoridad fundamental de la percepción, el conocimiento y la representación; de modo tal que el entendimiento y el acuerdo se transforman necesariamente en malentendido y desacuerdo. Erin comparte con Rancière la creencia de que la percepción estética (“lectura”) ejemplifica el malentendido o la naturaleza anarqueológica de la comprensión de manera más general, lo que nos obliga a cuestionar nuestros supuestos más básicas acerca del mundo tal como lo conocemos. Esto incluye la estructura del sujeto clásico, que fundamenta y se fundamenta en modos de percepción y representación, que son usados para recordar y fijar (tendre, sostener) las arremolinadas arenas de la experiencia histórica, asegurar los límites de la identidad colectiva y construir narrativas ancestrales de sacrificio y redención. Como nos recuerda Erin, la universidad moderna fue fundada precisamente para reforzar la integridad de tales estructuras, aunque también cargaba –y sigue cargando– en su interior las semillas anárquicas de la imposibilidad de tal tarea. La universidad es una estructura metonímica que guarda el terreno del fundamento del entendimiento, pero también la anarquía o falta de fundamento de dicho terreno. La literatura puede verse como el resultado impropio de esa estructura, que tardíamente buscó legitimarla mediante el establecimiento de la disciplina de la crítica literaria. Pero la institucionalización de la literatura también reprodujo sus semillas anárquicas, que continúan condicionando la literatura y su recepción o “lectura”, como archivización disciplinar, por una parte, o como atención indisciplinar a los amplios efectos de su herencia anárquica, por otra.

     Mi descripción del libro de Erin tiene la intención de enfatizar el hecho de que “leer” –la lectura y la lectura errada de su subtítulo– no es sólo leer, y que la literatura y otros objetos estéticos alrededor de los cuales se organiza su libro no son sólo literatura y arte. En el campo de los estudios latinoamericanos, al menos tal como se practica en los Estados Unidos, el enfoque en la literatura tiende a ser descartado como elitista, o simplemente insignificante en relación a las categorías teórico-políticas y/o las urgencias de la realidad actual. Este libro ofrece una potente contestación a tal descarte, no como una defensa de la Literatura –con L mayúscula–, sino como una reafirmación, con nuevas inflexiones y un corpus descentrado y descentrante, de que la lectura y la escritura son capaces de desestabilizar estructuras de conocimiento y poder. Las consecuencias de esto se extienden mucho más allá del espacio de la universidad, pero también constituyen la condición de posibilidad de lo que Erin llama, siguiendo a Derrida, responsabilidad universitaria, un imperativo de cuestionar los fundamentos del conocimiento y la legitimidad desde dentro de la institución que ejemplifica la autoridad de la ley y el conocimiento.

    Al considerar las disciplinas académicas como estructuras que perpetúan dicha autoridad, Erin vincula la responsabilidad universitaria con lo que ella llama formas de pensamiento indisciplinarias. Siempre he pensado –y esto va más allá del libro de Erin– que el sentido académico de la disciplina debería ser disociado del sentido correctivo y castigador del término. La historia de cómo se han planteado las preguntas sobre un tema es más compleja, más anárquica, potencialmente, de lo que sugiere la asociación homofónica. Lo que generalmente pasa por interdisciplinariedad a menudo pasa por alto la singularidad del objeto de estudio y la herencia de cómo se ha abordado esa singularidad. Para la gente que trabaja en las humanidades, el reclamo casi obligatorio de interdisciplinariedad funciona básicamente como un desmentido: trabajo en literatura, pero no sólo en literatura. La interdisciplinariedad usualmente indica un alejamiento de la literatura y otras investigaciones basadas en las humanidades (un amigo mío describió una vez la interdisciplinariedad como una subyugación de otras disciplinas a la Historia), pero Erin se mueve en la otra dirección, argumentando que la literatura y el arte pueden ayudarnos a ver algo fundamental sobre la naturaleza de las disciplinas. Esto se debe a que lo que ella llama lectura –en la que el entender es siempre también un malentendido, en la que la literatura siempre se compromete con sus fines e imposibilidad, incluso antes de que la “muerte de la literatura” fuera declarada– desestabiliza los fundamentos del conocimiento y demanda que confrontemos las cosas “incondicionalmente”, para usar la frase de Derrida. Esto no es para restar importancia al cultivo de territorios de conocimiento o saber-cómo técnico, que hoy domina la mayoría de las áreas de la educación superior. Como observa Erin, el conocimiento es una herramienta importante y necesaria para combatir el racismo sistémico, el sexismo, la xenofobia, la destrucción ecológica, etc. –como se hace evidente por los ataques conservadores y el escepticismo general hacia la educación superior. Pero la insistencia de Erin en una indisciplinariedad incondicional se refiere a la importancia fundamental de interrogar los fundamentos del conocimiento, que es la singularidad no-territorial de las humanidades, parafraseando a Christopher Fynsk.

    Erin recrea una especie de indisciplinariedad en su libro a través de una proliferación de conceptos, que guarda un gran parecido con su descripción de un “racimo conceptual” y la “performance retórica de repetición diferencial” (de términos y conceptos) en la obra de Paul de Man (128). Lectura, lectura errada, ilegibilidad, ceguera, error, marrano, violencia, ética, alegoría, anarqueología, indisciplinariedad, deconstrucción: estos términos aparecen y reaparecen a lo largo del texto, trazando senderos errantes, un poco como las flechas o “errahs” –ese es mi mejor acento neoyorquino– que atraviesan el cuerpo de San Sebastián en el extenso juego de palabras que aparece en la Parte IV. Los diferentes términos se desestabilizan entre sí, enfatizando el aspecto performativo y la finitud fundamental de cualquier concepto e invitándonos a pensar la inestabilidad de la terminología sin jerarquía ni autoridad de origen. Sus diferentes inflexiones corresponden a diferentes contextos y marcos, tanto académicos como políticos.

    La “ética violenta”, aunque se presenta como una fórmula abordada en una de las secciones del libro, no es un mero término entre muchos, sino que se puede decir que describe la dirección general del proyecto. Erin hace un recuento de una serie de reacciones a la noción de ética que reproducen una jerarquía entre la política y la ética, y que sustentan una creencia tácita en la confiabilidad de la representación, descartando cualquier atención directa a ella por irrelevante o apolítica. Estas reacciones incluyen la traducción identitaria de Enrique Dussel del “Otro” levinasiano a pueblos exterminados en las Américas; la caracterización de Bruno Bosteels de la crítica contemporánea como regida por un “consenso autoritario de la dignidad de lo ético”, en la que él contrasta la subjetivización política con una interpretación de la ética como victimización; y las interpretaciones de la carta «No matarás» de Oscar del Barco como desautorización de la acción política. Erin subraya que la ética no se reduce al reconocimiento de la victimización y no se opone a la política, sino que se refiere a la naturaleza incompleta o coja (César Aira) de todo concepto y toda oposición. Esto incluye la estructura del sujeto y la naturaleza de la representación, que se ve interrumpida por una alteridad que no puede ser propiamente nombrada o explicada, o cuya impropiedad espectral desestabiliza y excede todo posible nombre o explicación, volcando cualquier lógica de memorialización que pretenda contenerla. Lejos de comprender la ética como un sustituto compensatorio, fácil y azucarado, de la política, Erin enfatiza que la ética atiende a una dimensión anárquica y, por lo tanto, violenta del pensamiento y la percepción, incluidos los componentes conceptuales y prácticos de la praxis política. Ella rastrea esta violencia de la ética, o de la relación ético-política, a través de una serie de textos fascinantes, incluyendo las frenéticas gesticulaciones de César Aira hacia la naturaleza no íntegra de la soberanía, incluida la soberanía de la representación; las representaciones fracturadas de Albertina Carri de la herencia de la subjetividad revolucionaria; los resonantes interrogatorios de Leonard Cohen sobre la lógica del sacrificio, que puede decirse que motiva tanto la política como una continuación de la guerra, como la distinción amigo-enemigo que subyace a la noción de paz; y la invocación de la Internacional Errorista a una errancia radical, aporética e innombrable, en el corazón de la solidaridad (todos somos terroristas).

    Erin contrasta estos gestos anárquicos, indisciplinarios, con la díscola naturaleza de la verdad en la era de Trump: una visión orwelliana de la distinción entre lo verdadero y lo falso que descansa enteramente sobre el fundamento del poder soberano, resistiendo incluso las formas de conocimiento más empíricas y arqueológicas. Un poder que adopta un comportamiento anárquico bajo la violenta divisibilidad de su mando autárquico. En un análisis final, Erin lee «1984» de Orwell como un texto que “afirma la belleza en sus ruinas, la posibilidad de la escritura en su extinción, la imaginación en su destrucción, el hacer el amor en su desaparición”. No estoy segura acerca del hacer el amor (¿puede estar allí en alguna parte…?), pero sostengo que el libro de Erin afirma de manera similar la posibilidad y de hecho la necesidad de leer, escribir y pensar como actos anárquicos de supervivencia y resistencia en medio de la catástrofe en curso de nuestros tiempos.

 

* Traducción del inglés al español por Gonzalo Díaz Letelier.