domingo, 23 de febrero de 2020

Gonzalo Díaz Letelier - Fuentes historicistas de la transición 2.0: Alberto Edwards (primera parte).





FUENTES HISTORICISTAS DE LA TRANSICIÓN 2.0: ALBERTO EDWARDS (PARTE 1).
 (23 de Febrero de 2020).  

En archivos desordenados, en recortes de periódicos de diversas lenguas, libros, fotografías y manuscritos, conservo desde la noche del 11 de septiembre del año 1973 hasta hoy los recuerdos omnipresentes que Pinochet ha ido marcando en la vida de los chilenos y otras gentes del mundo. / Ninguno de estos días y estas noches deja de imprimir en nuestras vidas su imagen y sus hechos. No conozco ningún chileno que no haya tenido sueños y pesadillas en que aparece su figura; o que no haya tenido la fantasía de sentirlo sentado sobre su cabeza, con los testículos colgando. / Muchos han dicho en el país Chile y en el exilio: “Hay que reconocer que todos tenemos un pequeño pinochet adentro”.     

(Armando Uribe)[1] 

Los muertos de ayer viven nuevamente, las multitudes expanden sus territorios, los Hawker Hunters se deshacen en las nubes mientras las Iglesias y sus pastores arden por los siglos de los siglos.

(Rodrigo Karmy) [2]

Si Pinochet inauguró con su política excepcionalista –en lo político-militar y en lo político-jurídico– una determinada economía, hoy, en medio de una revuelta destituyente, Piñera trata de “solucionar” la “crisis” solo, con la mera administración de esa economía. Es decir, con policía en sentido estricto y en sentido amplio. Sin política, o mejor dicho, con una política subsumida en la excepcionalidad de la economía. La revuelta no estalló el 18 de octubre. Ha venido estallando sin cesar. No sólo en sus hitos concentracionarios, como la insurrectio de los pingüinos en 2006 o las grandes manifestaciones de estudiantes y trabajadores en 2011 cuestionando explícitamente el “modelo” neoliberal. La revuelta ha venido estallando de un modo permanente, en la explosión de la imaginación que politizó en sentido anárquico la vida cotidiana y llegó a irrumpir con la potencia de las revueltas feministas del 2019, que puso en entredicho –en la intersección entre diversos marcadores biopolíticos– las estructuras y tecnologías patriarcales e identitarias que articulan y abastecen las relaciones políticas, económicas y sociales instituidas tradicionalmente en diversas culturas. Piñera y el partido del orden neoliberal todavía se hallan perplejos –desde los “Chicago Boys” guzmanianos hasta los “Hacienda Boys” concertacionistas–, defendiendo el “orden público” del largamente asentado ensamble entre el viejo y el nuevo régimen, mas no comprendiendo que hay vida más allá de tal regimiento.        

            En este escenario, desatada la revuelta y perplejo el régimen, paralizado en su gesto represivo, han aparecido algunos nuevos intelectuales de la derecha neoliberal del bunker, que comparecen como nuevos Larroulets traducidos a la filosofía universitaria. Una derecha reaccionaria de puro economicista, de puro abstracta, como dicen algunos otros jóvenes intelectuales diestros, que se distinguen de aquellos no sólo por su mayor agudeza y fineza, sino también porque afirman como alternativa la suscitación de una nueva derecha –pero más vieja que la otra–, una “derecha política” que recoge una densa tradición historio-lógica social cristiana y organicista que va de Edwards a Góngora, con la estética republicana y nacional-popular que destila el orden espiritual de la decimonónica alianza conservadora-liberal chilensis.

Hugo Herrera ha sostenido que, desde 1998, la crisis económica de las clases medias y populares en contraste con la concentración económica de los grandes grupos capitalistas locales y transnacionales, además de la abstracción y precariedad del discurso político de la derecha y la centroizquierda economicistas –economizadas, diríamos, un partido político del orden transversalmente tecnocratizado y empresarizado– darían cuenta de las condiciones para una “crisis del Bicentenario”. La actual revuelta, el Octubre en Chile, sería expresión de tal crisis: una crisis del espíritu de la institucionalidad republicana tradicional, un desmoronamiento existencial producto de la nihilización economicista del mundo de la vida –en un escenario donde el sujeto empresario neoliberal ha sido investido simbólicamente con la presidencia de la república.        

Con Chile crispado y el mundo vastamente revuelto, en medio de una catástrofe climática en progreso, Piñera se ha movido dentro de los márgenes del discurso de la Guerra Fría, del fantasma del comunismo como enemigo interno y penetración extranjera que subvierte la “naturaleza” de la razón y la agencia económica humana. “Naturaleza” entendida como orden esencial, que para un sujeto como él consta como criterio último de la política. Herrera habla de un Piñera “paralizado” en su “economicismo sin política”. Piñera, un platonismo sin khorâ, otra vez,[3] una disposición metafísica que no deja espacio de juego sino para una soberanía política excepcionalista condicionada al pastorado economizante.

El momento político actual, sin embargo, pone en entredicho la factibilidad de una continuidad normal de la administración del “modelo”. El gobierno de Piñera habría terminado el 18 de Octubre, pero no sólo por su mortífera respuesta represiva ante la suspensión de la transferencia de autoridad hacia su mandato institucional –y la vertiginosa ridiculización popular de su figura. El gobierno de Piñera que habría terminado el 18 de Octubre es también el que salió electo con un programa de gobierno para ahondar en el modelo, pues es la misma Constitución del modelo la que está ahora en entredicho. En la coyuntura de este nudo político, Hugo Herrera plantea que la salida política –no meramente administrativo-policial– es que Piñera empuje y se haga parte de la elaboración de “una Constitución distinta de la de la Dictadura” –pues no hay continuidad republicana sin legitimidad constitucional.

Si la parálisis del gobierno consiste en que Piñera insiste en salir “solo” de la crisis –es decir, con pura policía y sin política–,[4] la única manera de recuperar autoridad y liderazgo tras su “manejo de la crisis” sería que él, el Presidente, estableciera una alianza con el Parlamento para empujar y participar activamente en el proceso constituyente (que en lugar de la “hoja en blanco” reponga como “piso reformable” la Constitución de 1925),[5] además de llevar adelante una “agenda social” distributiva que vaya en la línea de las demandas populares más urgentes (salud, educación, pensiones).      

Tal “salida política” ya está siendo implementada.[6] Pero parece ser en la práctica más una restauración del pacto oligárquico por la vía de la neutralización de la revuelta y de la constituyente que se entreabrió desde ella. En primer término desde el “Acuerdo por la Paz” del 15 de Noviembre de 2019, donde en virtud de una negociación entre el bloque de la derecha gobernante y la “oposición” (desde la Democracia Cristiana hasta parte del Frente Amplio) se pacta la apertura de un proceso más cercano al reformismo constitucional que al asambleísmo constituyente –en su grado de máxima participación popular sería una “Convención Constitucional” y no una Asamblea Constituyente–, dadas las condiciones que la negociación al interior del partido del orden impuso a priori al proceso: 1) la “parlamentarización” de la elección de los delegados constituyentes, que en la práctica tiende a excluir a los independientes y a las organizaciones sociales y territoriales; 2) la instalación de una “comisión técnica” con eventual incidencia para sobrecodificar tecnocráticamente el proceso; 3) la exigencia de quórums supramayoritarios de 2/3, lo que hace muy difícil lograr cambios constitucionales significativos si la llamada “oposición” se inserta en el proceso como parte del “partido del orden”. Otra condición inicial fue la ausencia de participación de cuotas indígenas y de paridad de género. Y además están, cual condiciones, el artículo 135 y otros “amarres” que se le contrabandean a posteriori al acuerdo entre sus términos, para neutralizar el “salto al vacío” de la “hoja en blanco” y proteger el orden económico-jurídico transnacional (TPP-11, por ejemplo) por sobre cualquier eventual transformación de las políticas públicas nacionales.  

En el plano político-securitario, que en los últimos meses ha ido férreamente empalmado con el de las tratativas en torno a la eventualidad del proceso de cambio político-constitucional, el arco práctico-discursivo muestra al menos tres hitos que dan cuenta de la legalización de la dictadura presidencial-parlamentaria tras el lapso del estado de emergencia constitucional: 1) el discurso del 28 de Octubre de 2019 de la nueva vocera de gobierno tras el cambio de gabinete de Piñera, Karla Rubilar, que parte por denegar las violaciones sistemáticas a los derechos humanos perpetradas por los brazos armados estatales de la derecha empresarial que defiende la Constitución de 1980 en estado de excepción declarado, y que luego pasa a llamar al partido del orden , que va desde la Unión Demócrata Independiente hasta parte del Frente Amplio, para que se alineen tras el presidente en la defensa y mantención de la estabilidad institucional, con toda la violencia estructural y represiva que ello conlleva,[7] contra el “violentismo” de la revuelta; 2) la aprobación en la Comisión Constitucional del Senado, el 4 de Diciembre de 2019, por acuerdo entre gobierno y “oposición” –incluyendo a parte del Frente Amplio y con la abstención del Partido Comunista– de un paquete inédito de leyes para criminalizar y reprimir la protesta social con desate legalizado de la violencia policial y aumento de penas para los inculpados, además de la concitación de apoyo de la oposición a un decreto de Piñera anunciado desde el 24 de Noviembre para sacar nuevamente a los militares, en zonas urbanas y rurales, sin necesidad de declarar el estado de excepción, para vigilar y defender “infraestructura crítica”, pero esta vez con “exenciones penales”, amnistiados de antemano en caso de verse en la necesidad de actuar letalmente; 3) en el contexto de la acusación constitucional contra el intendente de Santiago, Felipe Guevara, por las tácticas de represión policial en el sector de Plaza Dignidad –acusación que fue rechazada en el senado el 4 de Febrero por “falta de quórum” y con apoyo explícito de la Democracia Cristiana al gobierno–, es interesante el discurso de apoyo que entregó Mario Desbordes (Renovación Nacional) al intendente impugnado, señalando que la represión policial vista en Santiago durante el “copamiento” de Plaza Dignidad se trataba de una decisión fundada en el principio de la defensa del “orden público”, apelando al vínculo entre la policía y “la gente que quiere vivir en paz”, es decir, apelando a la forma policía que actúa en nombre del “pueblo” –del pueblo que encarna el derecho en la introyección de la obediencia, del pueblo que no preexiste al soberano que lo representa ni se desvía de su principio de orden. El propio Guevara sentenciaba, con eco en el gobierno: “Esta acusación no es contra mí, es contra el estado de derecho”.   

En el teatro político, en el partido del orden se ha articulado un acuerdo, un consenso, entre los sectores “centristas” de Renovación Nacional (liderados por Mario Desbordes) y las dirigencias “centristas” de la ex-Concertación (liderados por Heraldo Muñoz del Partido Por La Democracia, además de los presidentes de la Democracia Cristiana, Partido Socialista y Partido Radical), todos tras la institucionalidad representada por el presidente y con discurso de reformismo con orden público, situándose así frente a la “campaña del terror” de la derecha del bunker que apuesta por el “rechazo” furibundo al eventual proceso constituyente.[8]

En relación con la estrategia de “salida política a la crisis”, estrategia que es el tinglado del escenario recién descrito en el teatro político, Hugo Herrera ha sostenido que Piñera podría recuperarse liderando este proceso, pero bajo la condición de abandonar su economicismo empresario-gestional y adquirir un cierto cariz político-simbólico que no tiene –pues se trataría de ser presidente de la república, no gerente de una empresa. Ello implicaría que se abriera al “pluralismo de las derechas”, pues hasta ahora el Harvard Boy Piñera parece “secuestrado” por el economicismo neoliberal de la Unión Demócrata Independiente,[9] Cristián Larroulet y el instituto Libertad y Desarrollo, este último siendo un “instituto claramente partisano” –dice Herrera– financiado por empresarios ideologizados en la línea Chicago Boy. La derecha del bunker y del rechazo al cambio,[10] es decir, la derecha economicista, liderada por seguidores de las doctrinas de Friedrich Von Hayek y Milton Friedman. Profundamente patriarcales y pastorales, ven en su éxito empresarial la realización de una ley natural que la doctrina económica neoliberal expresa. Se trata de “empresarios orgánicos”, fieles a la realización de un proyecto que trasciende al Estado –o lo supera conservándolo (Aufhebung).     

Pero la derecha chilena sería mucho más compleja, y mucho más amplia, que la derecha neoliberal de los Chicago Boys.[11] Y Piñera, concentrando el poder, habría dejado fuera de su gobierno a las otras derechas. En particular la derecha nacional-popular habría quedado marginada de la hegemonía. Esa que ahora, en medio de la suspensión de la hegemonía, irrumpe como una nueva derecha que es más antigua que la otra, una alternativa de “derecha política” –no economicista–, republicana, más organicista que mecanicista, que como antes señaláramos remite a una tradición historio-lógica que va de Alberto Edwards a Mario Góngora, historiadores conservadores que apelan a la continuidad histórica del orden espiritual de la decimonónica alianza conservadora-liberal chilensis.   

En esta estrategia política del discurso –una torsión discursiva en el campo político de derechas, si se quiere–, el trabajo del filósofo Hugo Herrera ha sido crucial: recuperar comprensivamente la tradición del ensayismo histórico conservador chileno, estudiarla, publicarla e irrigarla en los medios. Por el lado de la estrategia discursiva de la política –la oferta de una “alternativa” como “salida”, si se quiere–, ha sido Mario Desbordes, del partido Renovación Nacional, quien ha aparecido en la arena política representacional articulando las alianzas efectivas del partido del orden en función de dar continuidad histórica a la institucionalidad de una república elitaria, pero con consciencia de “la cuestión social” y, en consecuencia, conteniendo políticamente desde el Estado a la fronda oligárquica –hoy la derecha del bunker– en su economicismo desatadamente voraz y nihilista. Esa parece ser la promesa, o al menos la apuesta.

En cualquier caso, para comprender desde sus archivos los supuestos metafísico-políticos que articulan la jugada de este proyecto de una derecha política y de carácter nacional-popular que hoy disputa su propia “base social”, es imprescindible confrontar la escritura de Alberto Edwards (1874-1932), ensayista “diletante” y no historiador profesional universitario, no obstante lo cual se convirtió en una de las figuras canónicas de la tradición del ensayo histórico chileno conservador, autor del célebre libro «La fronda aristocrática» (1928). También fue político, diputado del Partido Nacional (de la línea montt-varista de la república pelucona), además de colaborador y ministro de la dictadura del militar y fundador de la escuela de carabineros, Carlos Ibáñez del Campo, entre 1927 y 1931. Pensador de la república decimonónica en sus versiones “peluconas” y “pipiolas” (conservadoras y liberales), así como de los ensambles entre conservadores y liberales, también lo fue de la crisis de la república durante la revolución/guerra civil de 1891 –a propósito de lo cual escribe bajo el pseudónimo de Arístides sus tempranas «Reflexiones sobre los principios y resultados de la Revolución de 1891» (1899).[12] Siendo un ensayista de vocación histórico-hermenéutica por la coyuntura política, textos como el de sus reflexiones de fines de siglo XIX sobre la revolución se mueven más cerca de la crónica que de la historia, por la cercanía de los sucesos, y porque Edwards considera que la coyuntura es, precisamente, el asunto a comprender históricamente, pues ahí estaría en juego “el destino de la república” –esto es, la continuidad a todo evento de la república elitaria, tanto en períodos de estabilidad como con ocasión de las crisis históricas. Por consiguiente –y esto no es ninguna paradoja, sino la complexión misma del asunto–, es en su crónica donde más contundentemente transparece su historicismo como gesto metafísico político.  

La fórmula de la estabilidad de la república, para Edwards, parece destilarse así: un presidente viril, conectado comprensiva y afectivamente con “el pueblo”, pero legitimado en su autoridad por “la fronda” (elites sociales, culturales, políticas y económicas). La fronda es la fuente de la “fuerza espiritual” del Estado, pero a su vez, en cuanto autoridad política, el Estado debe contener, unificar y dar forma política a la fronda –pues sin autoridad política la fronda se disgrega en personalidades aristocráticas/oligárquicas que se mandan solas en su “pathos de la distancia” (Nietzsche) y en la realización de sus intereses económicos. Por otro lado, el Estado como autoridad política debe contener, totalizar y dar forma política al pueblo: un pueblo despolitizado –reducido a materia pasiva y vida desnuda, animalidad– y fetichizado patrimonialmente en la norma de su recto cultivo. Un “Pueblo” estetizado y juridizado, que no preexiste al soberano ni excede como vida al Estado que se auto-posiciona como integral al mismo tiempo que autoritario.   

Desde su matriz de pensamiento organicista –un pensamiento sobre “la vida”, sobre la “estructura” de “lo vivo”–, la fórmula de Edwards concibe que el presidente mantiene en forma al “organismo” social, un cuerpo vivo constituido por multiplicidad de energías, fuerzas vitales/espirituales fundamentales, comunicaciones, tensiones, inmunizaciones, etc., todo ello en armonía identitaria bajo la cabeza –principio excepcional de orden, alma– de su autoridad. Se trata, pues, según la fórmula, de contener la anarquía del pueblo, pero también la autocracia de los oligarcas. Ni participación popular, ni oligarcas al poder político, sino políticos articuladores de la unidad nacional entre elite y pueblo, cuya autoridad/legitimidad descansa en la elite y tiene como tarea pastorear al pueblo estetizándolo, “atendiendo, comprendiendo, expresando y conduciendo” sus pasiones y anhelos. Si tomáramos la democracia en su acepción republicana conservadora, diríamos que el escepticismo de Edwards frente al liberalismo chileno decimonónico no es una crítica a la democracia en general, sino a una democracia nihilizada en el economicismo, a favor de una democracia republicana enteramente representacional: con una autoridad auratizada más que autoritaria en el sentido más rudo –aunque la necesidad pueda justificar, en ocasiones, la dictadura cesarista.

Si hoy se despliega en el teatro político representacional una transición 2.0, una nueva transición o transformación restitutiva de su continuum postdictatorial, cabría preguntar quiénes son los nuevos transitólogos. Si la nueva salida transicional es reclamada por la nueva derecha política, entonces tendríamos que los nuevos transitólogos ya no son friedmanianos, sino gongorianos. Y en cuanto gongorianos, una de sus matrices discursivas o herencias, claro, provendría de la obra de Alberto Edwards. Habría que preguntar entonces por la práctica discursiva del ensayista, como síntoma historicista y referencia explícita de lo que hoy se transa en la nueva transición puesta en juego. Pues hemos aquí una tecnología política específica poniéndose en juego para “dar salida” al gobierno, salida de un nudo político que implica la desestabilización de la institucionalidad de la república elitaria, a causa de la destitución popular de sus elites y la apertura de un interregno anárquico de democratización (potentia communis).[13] No se trataría aquí tan simplemente –en el discurso de Edwards y sus recepciones actuales– de un platonismo sin khorâ,[14] pues hay un entendimiento romántico y otoñal (trágico) de la “naturaleza” de la revuelta. Pero lo que sí hallamos es la tesitura de un tremendo miedo al “salto al vacío” de la khorâ, un terror de alta mar que habría que conjurar en el espíritu de la república y sus instituciones, aunque sea por necesidad con la potestad cesarista de la fuerza. Y tal es una de las tesituras que hoy se agencian entre las intensidades de una historia que se sale de sus goznes. Habrá que ver. Por ahora habrá que estudiar la contextura de la actual sobrevida de la imaginación política ontoteológica y su pathos del “salto al vacío”.



[1] Armando Uribe, «El fantasma pinochet», Editorial Galaxia Gutenberg, Barcelona, 12005, p. 11. Vaya este fragmento dedicado a la memoria del poeta Armando Uribe (1933-2020), quien nos ha dejado en medio de la revuelta.
[2] Rodrigo Karmy, «La Nueva Constitución ya está escrita», en La Última Línea, Santiago, 5 de Febrero de 2020.
[3] Cfr. el fragmento 5 de este libro.
[4] Hugo Herrera, «¿Nuestro peor fracaso político?», en La Segunda, Santiago, 3 de Diciembre de 2019.
[5] Arturo Fontaine, Juan Luis Ossa, Aldo Mascareño, Renato Cristi, Hugo Herrera & Joaquín Trujillo, «1925. Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta», Editorial Catalonia, Santiago, 12018. Ver también Alejandra Castillo, «El feminismo y la fallida asamblea constituyente de 1925», en Antígona Feminista, Santiago, 23 de Noviembre de 2019.
[6] Hugo Herrera, «El momento constituyente», en La Segunda, Santiago, 12 de Noviembre de 2019; y «Veo a RN liderando entendimientos que incluyan a los moderados de izquierda y derecha», en La Segunda, Santiago, 20 de Noviembre de 2019.
[7] Sergio Villalobos-Ruminott, «Anatopía de la insurrección (Revuelta de la teoría)», Ediciones La Moneda Falsa, 12019, p. 29 y ss.
[8] “Ex Concertación y RN buscarán impulsar un ‘nuevo pacto social’”, en La Tercera, 4 de Febrero de 2020. Mario Desbordes (Renovación Nacional): “Si nos sentamos a conversar reformas sociales, tienen que estar todos los partidos políticos con representación parlamentaria que estén dispuestos a avanzar fuera de las trincheras, y estoy seguro de que la UDI está dispuesta a eso. (…) Se viene un mes de marzo difícil y lo que tenemos que hacer es estar todos unidos para entender que la gente nos pide reformas sociales, que hay que abordarlas lo más pronto posible, y al mismo tiempo nos pide paz”.
[9] La posición del partido Evopoli, que se presentó al nacer como una derecha joven y nueva, resulta en esta coyuntura muy próxima a la Unión Demócrata Independiente en lo económico, a pesar de su declarada tendencia a lo liberal en “lo valórico” que los opondría al conservadurismo de los gremialistas.
[10] Hugo Herrera, «’No’ y responsabilidad política», en La Segunda, Santiago, 14 de Enero de 2020.
[11] Hugo Herrera, «Dos derechas», en La Segunda, Santiago, 26 de Noviembre de 2019.
[12] Alberto Edwards, «Reflexiones sobre los principios y resultados de la Revolución de 1891», Editorial Katankura, Santiago, 12019. Texto obliterado del corpus publicado de Edwards, ahora recuperado y editado por Juan Carlos Vergara.
[13] Diego Tatián, «Spinoza disidente», Editorial Tinta Limón, Buenos Aires, 12019, p. 13 y ss.
[14] Cfr. el fragmento 5 de este libro.