jueves, 19 de septiembre de 2019

Gonzalo Díaz Letelier - Capitalismo y guerra II: el nihilismo y las nuevas gramáticas de lo bélico.




3.- EL NIHILISMO Y LAS NUEVAS GRAMÁTICAS DE LO BÉLICO.

La mutación de la forma soberanía implica la transformación de la guerra.[1] La mutación de la soberanía consiste hoy y desde hace un tiempo en su desplazamiento desde el Estado nacional al Capital transnacional.[2] La mutación de la guerra es el paso de sus formas modernas clásicas –categorizadas bajo los conceptos de guerra interestatal, guerra colonial y guerra civil intestina– a sus formas contemporáneas que expresan la imperialidad-colonialidad del capital: guerra gestional, máquinas de guerra, guerras paramilitares, terrorismo de Estado y terrorismo no estatal tendencialmente difuso, procesos territoriales de devastación ambiental, despojo rural y gentrificación urbana, promoción gubernamental –estatal y no estatal– de violencia social religiosa, clasista, racista y xenofóbica, entre otras formas. A propósito de esta imperialidad-colonialidad del capital transnacional, Rodrigo Karmy ha acuñado la fórmula de una “soberanía de corte económico-gestional”, a partir de la cual se hace inteligible lo que propone como “guerra gestional”:

En la época contemporánea la soberanía sigue operando, pero ya no enclavada en la forma propiamente política del Estado-nacional, sino en la forma gubernamental de la economía global. A esta luz, la soberanía sigue siendo lo que ha sido siempre, a saber, la hipérbole de la acumulación basada en la explotación del trabajo humano colectivo, el punto quiasmático a través del cual se despliega el capital. (…). A diferencia de los tiempos de Marx en que aún se podía visualizar una diferencia entre la economía y la política (seguramente Schmitt es el último teórico en intentar esa diferencia), la deriva contemporánea ha situado a la economía como un verdadero paradigma político. Es decir, la economía constituye el lugar de la decisión soberana y, por lo tanto, define de otro modo el carácter de la guerra. Porque si la guerra fue siempre la sombra de toda soberanía, hoy, cuando ésta se despliega escatológicamente en la forma de la economía neoliberal, necesariamente ha de redefinir lo que se entiende por guerra. Y si cuando la soberanía aún prodigaba de la forma Estado la guerra se circunscribía a la dimensión estrictamente inter-estatal, hoy ésta se emancipa en la forma de lo que, a falta de un mejor término, llamaré guerra gestional. (…). Ello indica una transmutación radical en el que el dispositivo soberano ha pasado de actuar como una fuerza frenante (lo que Carl Schmitt denominaba katechon) a una fuerza que se consuma a nivel global borrando toda frontera (lo que podremos llamar la asunción del eschaton). De este modo, la guerra gestional contemporánea daría cuenta de una verdadera escatologización de la soberanía en que, a diferencia de su forma anterior, orientada a la contención y defensa de las fronteras exteriores, ésta se despliega hacia la rearticulación y flexibilización de toda frontera interna.[3]

            Si a lo que asistimos es a la mutación de la soberanía y la guerra en la época de la geoeconomía política –es decir, en la época de la subsunción de la política estatal y las subjetividades civiles en el aparataje imperial de la economía global coronada por el capitalismo corporativo-financiero–, entonces habrá que hacer visible, como señalábamos al comienzo, el fenómeno de la guerra capitalística contemporánea a contrapelo del régimen de visibilidad o legibilidad que definen, por una parte, las categorías modernas tradicionalmente establecidas para pensar la guerra –las categorías de guerra interestatal, guerra colonial y guerra civil intestina–, y, por otra parte, el imaginario de la utopía liberal burguesa clásica –utopía que proyecta la visión de una relación coyuntural y anómala, pretérita y superable, entre capitalismo y guerra.

            Si lo que hay en nuestros días es un imperialismo del capitalismo corporativo-financiero (cuya acumulación originaria todavía se sostiene, bajo sus artefactos matemáticos, en la tierra y el trabajo), tal imperialismo tendría a Estados Unidos-OTAN, China y Rusia como polos intra-imperiales, en relaciones de mayor o menor tensión –pues el imperialismo de los Estados Unidos se halla subsumido en la dinámica del “capitalismo mundial integrado”. Rodrigo Karmy ha recordado por estos días al viejo Herbert Marcuse, quien, retomando la otrora tesis de Heidegger, sostuvo que “Rusia y América” son metafísicamente hablando “lo mismo”, en la forma de la sociedad industrial.[4] Karmy señala a partir de esa evocación que “en la actualidad podríamos decir que Estados Unidos y China son ‘lo mismo’ en cuanto concierne al capitalismo financiero”. En efecto, si bien China no se despliega hasta ahora militarmente en las dimensiones que lo hace Estados Unidos, sí lo hace a través de una enorme estrategia económica de inversiones, comercio y préstamos incluso respaldados en materias primas. Para comprender las modulaciones de la violencia en la época del capitalismo mundialmente integrado podríamos buscar algunas pistas, precisamente, en algunos pasajes de Heidegger sobre guerra y terror en la consumación de la “época técnica”.   

            La época técnica que se expresa en la americanización del mundo, sostiene Heidegger, es la época del nihilismo calculante: das Gestell, maquinación total, consumación/agotamiento tecno-económico de la metafísica teo-onto-antropológica. Es decir, y pensándolo “infielmente” en el cruce con Marx: se trata de los tiempos tardomodernos del despliegue del principio de razón suficiente incondicionado en función del patrón empresarial de normalización, fetichización equivalencial, producción destructiva y acumulación flexible, con su estela de devastación de los mundos humanos y no humanos. En lo que hace a los mundos de la vida humanos –que, claro está, no se los puede pensar sino ilusoriamente como separados de la “naturaleza” circundante–, la época del capitalismo mundializado deviene época del terror (Erschrecken),[5] en medio de lo (in)familiar (das Ungewöhnliche) del acontecimiento de la maquinación (Machenschaft) total de lo ente por la razón dispositiva –logificación fenoménica de lo ente en total como objeto de representación científica (Vorstellung) y recurso de explotación técnica (Bestand, recursos naturales y humanos).

Y he aquí la primera clave: sólo porque esta maquinación total de la lógica dispositiva implica total “seguridad” (Sicherkeit, derivado de la Gewissheit o certeza subjetiva moderna, moral en Lutero y físico-matemática en Galileo) a nivel de su agenciamiento, es que hay “terror”.[6] El mago de Messkirch dando vuelta las cosas. El terrorismo es la expresión distópica y, a su vez, el reverso especular del dispositivo necro-biopolítico de la razón moderna como agenciamiento del aseguramiento total de lo ente (gobierno). El terror se desata porque hay gobierno desatado. El terrorismo aparece, por una parte, como expresión distópica del propio agenciamiento del ensamble Capital/Estado, con su maquinación y violenta sacrificialidad desplegada por el planeta en función de su patrón de acumulación económico-político –en un plano donde legalidad e ilegalidad conviven o se confunden. Este terrorismo capitalista transnacional y estatal-nacional tiene su reverso especular en las violencias de terrorismo difuso que “resisten” por doquier a su territorialización, pero reproduciendo sus lógicas necropolíticas del poder. Hay terrorismo porque hay seguridad, y entre más seguridad, más terror. Hay terrorismo imperial-colonial por parte del ensamble dispositivo entre Capital transnacional y Estado nacional (terrorismo de Estado, terrorismo paramilitar); prolifera en las poblaciones metropolitanas el terror ante la “inseguridad” del propio Homeland, difundido mediáticamente por las políticas del miedo (terrorismo mediático); prolifera el terror entre quienes sufren la violencia de la guerra capitalística y el terrorismo de Estado, quienes además, entre sus estrategias de resistencia (defensivas o en función de agendas ideológicas propias), pueden llegar a reproducir ofensivamente las prácticas de terror de la dimensión necropolítica del dispositivo imperial-colonial contra agentes de capitales y Estados opresores, o contra poblaciones metropolitanas adscritas a esos Estados, etc. Es precisamente la “seguridad” una violencia ontológica que, al agenciarse como disposición de la vida sobre la vida[7] y encontrar resistencias, se materializa y se difracta en un caleidoscopio de violencias en vaivén, ofensivas y defensivas, defensivas y ofensivas.

La curva monstruosa de la técnica humana, en virtud de la consumación tecno-capitalista de la metafísica occidental, nos situaría en una época donde el americanismo nombra un violento proyecto de dominación tecnológica y homogeneización del mundo. Como si hubiera un mundo, apropiable mediante su gobierno, de manera segura. Es justamente esa presuposición la que funda el terror como acorde de ánimo fundamental y modo de producción de mundo. Sin embargo, como ya habíamos reparado, el americanismo no es hoy algo sustancial y privativo de Estados Unidos –potencia vanguardista de “Occidente”–, así como nada que en general surja como colonialidad es privativo del colonizador –he ahí el sentido de que “hoy Rusia y América son metafísicamente lo mismo”, y la caracterización que hace Heidegger de Estados Unidos como vanguardia epistémica activa y a su vez paciente de ceguera ontológica,[8] y por ello primera víctima del propio americanismo, que le es instintivamente familiar en términos de subjetivación, al mismo tiempo que le rebasa planetariamente y le desordena geopolíticamente el tablero.        

Hoy vivimos el tránsito de la época de la imposición política de un orden territorializado (nómos de la tierra) a la época de la administración económica –calculus, gestión– de un desorden global (nómos global). Y esto cambia la modalización de la guerra en curso. Heidegger intenta abrir un horizonte de comprensión para el fenómeno bélico tardomoderno, más acá de las anquilosadas categorías circulantes del viejo general alemán Carl von Clausewitz: se trataría de pensar, en los tiempos de la consumación nihilista de la modernidad, la mutación del teatro de la guerra más acá del modelo de Clausewitz y sus supuestos subjetivistas “modernistas”. La cuestión hoy sigue siendo repensar la guerra en su deriva tras las guerras mundiales del siglo XX y la eclosión neoliberal.

Para ello Heidegger analiza la concepción de la guerra moderna según el esquema de Clausewitz y luego triza y astilla cada una de las caracterizaciones implicadas en el concepto para despejar el campo de visibilidad de lo bélico que se abre tras las guerras mundiales y el predominio totalizante de la razón tecno-económica.[9] Según Clausewitz, la guerra moderna puede ser caracterizada como 1) guerra subjetivamente oposicional, una suerte de “duelo a gran escala”,[10] ya sea entre sujetos políticos racionales (entre Estados nacionales), ya sea entre sujetos políticos racionales y animales/humanos en estado de naturaleza (Estados nacionales versus habitantes “salvajes” de “territorios en disputa”): guerra moderna “clásica”, interestatal o colonial, regulada por el Ius Publicum Europaeum (en términos schmittianos, nómos de la tierra y nómos del mar); 2) guerra subjetivamente voluntariosa en función de la imposición del derecho y un “orden de lo humano” (humanismo con contenido positivo), voluntad de vencer en el sentido de imponer al otro un orden en la forma del derecho: la guerra es un acto de fuerza que compele al otro a hacer nuestra voluntad,[11] de modo que se trata de quebrar la voluntad del otro y “leerle sus derechos”, ser capaces de imponerle un texto soberano, para lo que se requiere voluntad de sujeción política tanto a nivel de tropa (“sacrificio heroico”) como del íntegro “cuerpo social” (“movilización total”, “unidad nacional”); 3) guerra subjetivamente realizadora de una idea, “puesta en obra”: realización de una idea y estrategia para lograrlo pese a la “fricción” y contingencia de lo real,[12] la guerra tiene una meta bien resuelta –una meta que conlleva su cese–, un sentido bien definido de ejecución a pesar de los obstáculos.              

De modo que la guerra en el modelo de Clausewitz lleva también consigo una cierta idea de “paz”: dado que sólo una guerra total a muerte, absoluta y aniquiladora, puede llevar a la paz, a lo que se aspira “realistamente” es a una paz policial que proteja al orden político-jurídico y económico impuesto por la guerra de la amenaza del conflicto subversivo latente en lo sucesivo –indistinción entre guerra y paz: la guerra es la política continuada por otros medios (ejército), pero a su vez la política es la continuación de la guerra por otros medios (derecho y policía). De cualquier modo, el régimen categorial del modelo “clásico” de Clausewitz para pensar la guerra implica el orden de un sujeto modernista (sujetos políticos identificables y unitarios, con alianzas y metas claras y distintas), un orden que entra en desconcierto con los fenómenos más difusos y opacos de una guerra contemporánea nihilista, ya no tanto articulada por ideas condicionantes que le darían a su teleología un contenido positivo, como sí desencadenada por la prepotencia desnuda del puro cálculo económico-político incondicionado y flexible.

Heidegger confronta a Clausewitz punto por punto. Siguiendo su análisis, tras las guerras mundiales del siglo XX la guerra podría ser así caracterizada:

1) Ausencia de “verdadera” oposición entre “sujetos políticos”.[13] Puede haber tensiones intra-imperiales, pero en el fondo las partes comparten la misma lógica de cálculo político-militar y tecno-económico en función de la dominación y la acumulación: en virtud de esta comunión, todo se confunde en el puro cálculo, las alianzas son móviles y tácticas, los sujetos fetiches equivalenciables y reemplazables, no centrados en su inscripción estatal-nacional sino rebasándola centrífugamente, en un medio ontológicamente flexible al interior de un marco donde todo puede ser dispuesto funcionalmente al proceso de valorización capitalista (todo, en su “distinción”, puede ser “puesto en valor”).[14] Heidegger: “(…) la guerra ya no admite la distinción entre ‘conquistadores y conquistados’; todos devienen esclavos de la historia del ser”.[15] Incluso los líderes son esclavos, pues en el nihilismo del capital ya no hay sujetos en sentido fuerte, sino que todos sus actores abastecen la misma tela, el mismo lienzo de la guerra capitalística en medio de la cual, ganen o pierdan, como sea no “deciden”, sino que sólo “funcionan”.

2) Voluntad sin sujeto ordenado “humanistamente” al derecho, sino disuelto en la fluctuación del cálculo tecno-económico. Si la voluntad moderna se autoafirmaba en la persona como sujeto con contenido positivo (voluntad humanista movida por una imagen concreta de “lo humano”), su deriva tardía se tramita como autoafirmación nihilista e incondicionadamente calculante al interior del modo de producción incuestionado y mundializado –la voluntad político-jurídica de orden da paso a la voluntad económica de administración del desorden. En efecto, el “humanismo”, la “esencia humana”, hoy ha llegado a ser un recurso, un mero medio y no un fin[16] –ello daría cuenta del fenómeno contemporáneo de una cierta reactivación del nómos de la tierra (implosión nacionalista e identitaria) en contextos de “balcanización” a todo nivel (estrategia de producción de guerra civil por la vía de la promoción de sectarismos identitarios religiosos, raciales, étnicos, nacionalistas, etc.). Que la voluntad político-jurídica de orden da paso a la voluntad económica de administración del desorden también se expresa en el estatuto contemporáneo del “líder”, que es una parte funcional más de la máquina y no una instancia trascendente de decisión: la excepción es la regla (Walter Benjamin) y no el acto milagroso y decisivo del soberano fuera de la máquina (ex machina).[17] Ocurre algo similar con las figuras del partisano o del soldado patriota, que progresivamente son sustituidas por la figura del “mercenario” y la privatización transnacional de las fuerzas militares y de seguridad. Si la política y la guerra están subsumidas en la economía del capital, la decisión obedece en cada caso a los cálculos tecno-económicos y no a proyectos ideológicos de un líder o de una vanguardia soberana.

3) Ausencia de una idea y su “puesta en obra”. El nihilismo implica la abolición del ideal que desde su lejanía marca la distancia con lo real: la guerra no es un medio para poner en obra una idea, un orden como meta claramente definida, que una vez realizado conllevaría el cese de la guerra. Lo ideal se ha inmanentizado y dinamizado en la contingencia y el cálculo, de modo que lo que hay es una guerra total y sin fin producida y administrada como despliegue incondicionado de medios de acumulación, en medio de la “crisis” permanente y su pacificación policial permanente: guerra total y permanente, de contextura poli-dimensional –desde su expresión geopolítica hasta la guerra de sí contra sí mismo en la sociedad de control.                

            Rodrigo Karmy, a propósito de los rasgos de la guerra contemporánea, apunta lo siguiente:

(…) el imperialismo contemporáneo funciona produciendo guerras civiles. La guerra civil, antigua figura que para los griegos era vista como una “enfermedad” de la pólis, en rigor, constituye hoy (y quizás siempre fue el recurso clave de toda empresa colonial) el último dispositivo de gestión imperial sobre las poblaciones. Si el imperialismo contemporáneo se diferencia del imperialismo del eje franco-británico es, fundamentalmente, por su carácter desterritorializante. El nuevo imperialismo no tiene un carácter centrípeto, sino centrífugo; no funda instituciones, sino desarticula las existentes; carece de un centro articulador porque los multiplica por todo el globo; y, finalmente, su modus operandi es enteramente geoeconómico antes que geopolítico. No se trata de una sustitución de lo geopolítico por lo geoeconómico, sino de su subsunción por el movimiento corporativo-financiero del capital. Más que una rivalidad inter-estatal acotada a un territorio o a un conjunto de territorios en particular, se trata de una lucha económico-financiera expandida a nivel global. (…). A esta luz, el ejercicio imperial contemporáneo produce a la guerra civil como última forma de gestión sobre las poblaciones, funcionando en base a tres rasgos fundamentales: a) Descentrada en su despliegue, pues, nunca los conflictos civiles se acotan a una frontera estatal-nacional precisa, sino que siempre las difuminan en la articulación con otras fuerzas, tanto locales, regionales como globales de manera absolutamente centrífuga y en cambio permanente. b) Económica en su racionalidad, toda vez que las diversas formas de conflicto político se dirimen en base a un modelo “corporativo-financiero” cuyo objetivo inmediato es la lucha por la apropiación del capital global. (…). c) Inmanente en su operación, pues la puesta en vigor de la guerra civil implica una incidencia de una técnica gubernamental orientada a incidir en la praxis misma de los pueblos, en sus modos de ser más cotidianos, tal como ocurre en la colonización israelí de Palestina donde todo su armatoste de exclusión, ocupación y segregación funciona todos los días micropolíticamente. (…). No estamos asistiendo a ninguna guerra en sentido clásico y, sin embargo, estamos hundidos de conflictos a nivel global. Incluso, podríamos decir: la época de la guerra (es decir, la época del Estado) ha pasado y, sin embargo, no vivimos en la soñada paz perpetua de Kant, sino en la proliferación de múltiples conflictos civiles a nivel global. La derecha conservadora le llamará “choque de civilizaciones” fomentando así el racismo “culturalista” de nuevo cuño (ubicando el problema en supuestas “esencias” culturales como cuando se dice que el islam es por esencia anti-democrático) y algunas izquierdas remedarán el gesto poniendo en práctica un “republicanismo” imperial: “hay que enseñarle a los árabes el valor de la democracia, etc.).[18]

En relación con esta caracterización de la guerra contemporánea podemos consignar un par de casos para ilustrar esta cuestión en la escena material de la historia: la guerra gestional en Medio Oriente y las máquinas de guerra en África.

En el caso de Medio Oriente, las lógicas anárquicas del orden geoeconómico global, puestas en juego ejemplarmente por Estados Unidos y su séquito imperial –incluidos los regímenes aliados en la región, tales como Israel, Arabia Saudita y las monarquías del golfo–, han operado una estrategia de “balcanización”[19] por la vía de promover y financiar guerras civiles sectarias –empujando la proliferación y radicalización de las identidades étnicas, nacionales y religiosas–, y armando calculadamente a las facciones en pugna (grupos étnicos, nacionalistas, separatistas, radicales religiosos, etc.), con el objetivo de reconfigurar Medio Oriente en un cuadro de países más pequeños –es decir, más controlables– y divididos y enfrentados –es decir, más débiles, desgastados, por estar en una guerra civil permanente, guerra producida y administrada estratégicamente por las potencias occidentales y sus aliados regionales. El colonialismo contemporáneo no es, en estos escenarios, como lo fuera el colonialismo clásico –que consistía en tomar la tierra (fase político-militar), imponer un orden jurídico (fase político-jurídica) y administrar su explotación (fase económica)–: ya no se trata de la imposición de un orden, sino de la gestión transnacional del desorden, de ese desorden producido que los medios occidentales llaman, naturalizándolo orientalistamente, la “inestabilidad de Medio Oriente”. De modo que la “balcanización” no es una mera estrategia política, sino que hace parte de una economía capitalista de la guerra en la que la política se halla subsumida: el negocio de la destrucción (aparato industrial-militar), el negocio de la reconstrucción (aparato ingenieril e inmobiliario civil), el negocio del extractivismo legal e ilegal (capital petrolero y gasífero). Se trata de una estrategia necropolítica del capital que ya ha sido puesta en juego en Afganistán, Irak y Libia, y ahora en Siria. En este cuadro, resulta ilustrativa la deriva de las formas de rebelión kurda, cuya revolución no puede ser aislada del tablero geopolítico de la región como campo de fuerzas y estrategias. Si bien la revolución kurda, en consonancia con las revueltas árabes como frente trans-étnico y trans-religioso de democratización de la región, ha abierto una brecha entre las dos formas tradicionales de comprender la política en el mundo árabe postcolonial –el populismo islámico y el nacional-populismo árabe–, tal brecha diferencial ha sido capitalizada en sus efectos políticos de “separatismo” por la economía política de la guerra capitalística: si por un lado los afanes separatistas de los kurdos son castigados por los Estados que ejercen sobre ellos la soberanía territorial (Turquía, Siria, Irak e Irán), por otro lado los países que agencian las nuevas lógicas del orden global mediante la balcanización “apoyan” tal separatismo, en la medida en que lo pueden encuadrar en el marco de su propia estrategia –lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en declaraciones de apoyo a la independencia kurda por parte de personeros del Estado de Israel, como las que hacía explícitas el ministro de relaciones exteriores Avigdor Lieberman hace unos años, reafirmadas por el propio primer ministro Benjamin Netanyahu en aquel entonces.

En el caso de las máquinas de guerra capitalísticas en África, desde el último cuarto del siglo XX destaca lo que ocurre particularmente en algunos países de África occidental y central (Sierra Leona, Angola, Liberia, República Democrática del Congo) donde la minería de diamantes financia guerras por los mismos diamantes –se trata de los llamados “diamantes de sangre”.[20] Tales “máquinas de guerra” han asolado especialmente a países como Angola y Sierra Leona.[21] Veamos el caso de Sierra Leona, situada en la costa oeste de África central y cuya capital es Freetown, un asentamiento de esclavos liberados fundado por abolicionistas europeos. Es un país muy rico en recursos naturales, pero paradójicamente es uno de los países económicamente más pobres del planeta. Sierra Leona tiene un territorio muy fértil, con bosques tropicales y depósitos aluviales de diamantes de alto valor. Sin embargo tales condiciones, lejos de brindarles prosperidad, le han acarreado a sus habitantes décadas de terror debido a la violencia predatoria de las “máquinas de guerra”,[22] que nacen en este caso de una trama de relaciones de poder entre gobiernos corruptos, ejércitos irregulares y capitales extranjeros que se teje en torno a los “diamantes de sangre”. La dinámica de esta trama en Sierra Leona –entre 1991 y 2001– es la siguiente: 1) en un primer momento se da una guerra civil entre un gobierno autoritario corrupto y un ejército rebelde revolucionario –en una dinámica de carácter esencialmente político, en el contexto geopolítico de la Guerra Fría; 2) en un segundo momento el ejército rebelde, desfinanciado por la Unión Soviética tras el fin de la Guerra Fría, captura las fuentes diamantíferas aluviales y comienza a financiarse con la explotación y el comercio de diamantes –que les son comprados en la misma región por capitales europeos y estadounidenses; 3) en un tercer momento el ejército rebelde ya se ha transformado en una “máquina de guerra” capitalística –contingentemente en conflicto o en alianza con el gobierno local y en una dinámica de carácter esencialmente económico, cuyo “ciclo” es el siguiente: extracción y comercialización de diamantes en función de la obtención de dinero y armas; dinero y armas en función del control de las fuentes diamantíferas para seguir extrayendo y comercializando el valioso mineral. Achille Mbembe apunta a que en África, desde el último cuarto del siglo XX, varios Estados ya no tienen el monopolio de la violencia/coerción en sus territorios: la coerción es ahora una mercancía que se vende en el mercado internacional. El derecho soberano a ejercer la violencia mortífera pasa del Estado nacional al mercado en función del Capital transnacional, es decir: transita de la esfera de la política a la esfera de la economía, quedando subsumido en ella.[23] Si en la esfera política la función estatal de la violencia era el control territorial por parte del ejército del Estado, en la esfera económica la función capitalista-privada de la violencia es el control territorial y la explotación de recursos naturales y trabajo humano por parte de ejércitos privados, milicias urbanas y de señores de la guerra locales, empresas de seguridad privadas, etc. A propósito de este tipo de modulación de la necropolítica capitalística que se expresa en la proliferación de las máquinas de guerra, escribe Mbembe:

La economía política del Estado ha cambiado de forma espectacular durante el último cuarto del siglo XX. Numerosos Estados africanos ya no pueden reivindicar un monopolio sobre la violencia y los medios de coerción en su territorio; ni sobre los límites territoriales. La propia coerción se ha convertido en un producto de mercado. La mano de obra militar se compra y se vende en un mercado en el que la identidad de los proveedores y compradores está prácticamente desprovista de sentido. Milicias urbanas, ejércitos privados, ejércitos de señores locales, empresas de seguridad privadas y ejércitos estatales proclaman, todos a la vez, su derecho a ejercer la violencia y matar. Estados vecinos y grupúsculos rebeldes alquilan ejércitos a los Estados pobres. La violencia no gubernamental conlleva dos recursos decisivos en función de los que ejerce su coerción: trabajo y minerales.[24]

Y en otro pasaje:

Cada vez más a menudo, la guerra no tiene lugar entre los ejércitos de dos Estados soberanos, sino entre grupos armados que actúan bajo la máscara del Estado, o contra grupos armados sin Estado pero que controlan territorios bien delimitados; ambos tipos de bandos tienen como principal objetivo la población civil, que no está armada ni organizada en milicias. En el caso en el que los disidentes armados no se hagan con el poder del Estado de forma completa, provocan particiones nacionales y consiguen controlar regiones enteras, administradas bajo el modelo del feudo, especialmente cerca de los yacimientos de minerales.[25]

En este contexto, las “máquinas de guerra” operan como máquinas de captura y depredación: una función política de captura de territorios y poblaciones; una función económica de depredación capitalista de recursos naturales y recursos humanos. Los territorios capturados y depredados se convierten así en un mundo de muerte, cuya gramática es la de un “campo de trabajo forzado” en función de formas de acumulación capitalista locales y transnacionales. Mbembe:

La concentración de actividades relacionadas con la extracción de recursos valiosos en estos enclaves los convierte en espacios privilegiados de guerra y muerte. La propia guerra se ve alimentada por el aumento de la venta de los productos extraídos. (…). Las máquinas de guerra (milicias o movimientos rebeldes, en este caso) se convierten rápidamente en mecanismos depredadores extremadamente organizados, que aplican tasas en los territorios y las poblaciones que ocupan, y cuentan además con el apoyo, a la vez material y financiero, de redes transnacionales (…).[26]

El círculo es perfecto: la guerra en función de la economía, la economía en función de la guerra. El círculo entre necropolítica y necroeconomía constituye un ciclo de acumulación tal que, entre más muerte, más capital, y viceversa. Mbembe:

En relación con la nueva geografía de la extracción de recursos, asistimos al nacimiento de una forma inédita de gubernamentalidad que consiste en la gestión de multitudes. La extracción y el pillaje de recursos naturales por las máquinas de guerra van parejos a las tentativas brutales de inmovilizar y neutralizar espacialmente categorías completas de personas o, paradójicamente, liberarlas para forzarlas a diseminarse en amplias zonas que rebasan los límites de un Estado territorial. En tanto que categoría política, las poblaciones son más tarde disgregadas entre rebeldes, niños-soldado, víctimas, refugiados, civiles convertidos en discapacitados por las mutilaciones sufridas o simplemente masacradas siguiendo el modelo de los sacrificios antiguos, mientras que los “supervivientes”, tras el horror del éxodo, son encerrados en campos y zonas de excepción.[27]



[1] En 1989, cinco oficiales del Ejército y del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos publicaron un documento titulado «El rostro cambiante de la guerra: hacia la cuarta generación», en la Military Review y la Marine Corps Gazette (cfr. Lind, William et alea, «The Changing Face of War: Into the Fourth Generation», en Marine Corps Gazette, Octubre 1989, pp. 22-26), donde sistematizaban para la doctrina militar de Estados Unidos el fenómeno de la guerra moderna en una serie de cuatro generaciones: 1) guerra de primera generación, desde las primeras guerras con armas de fuego y formación de ejércitos profesionales al servicio de los Estados (guerra de sucesión española, guerras napoleónicas, guerras de independencia hispanoamericanas, etc.); 2) guerra de segunda generación, se inicia con la industrialización y la mecanización, se caracteriza por la capacidad de movilización de grandes ejércitos, el uso de maquinaria bélica de alto poder de fuego y a gran escala, y la guerra de trincheras (guerra de los Boer, primera guerra mundial, guerra Irán-Irak, etc.); 3) guerra de tercera generación, se inicia con la “guerra relámpago” (Blitzkrieg) del ejército alemán, durante la Segunda Guerra Mundial; se caracteriza por la introducción masiva de los tanques –que rompen el estancamiento de la guerra de trincheras– y se basa en la velocidad y sorpresa del ataque no dando tiempo para la coordinación de la defensa, además de la superioridad tecnológica sobre el enemigo, coordinando fuerzas aéreas, marinas y terrestres, interrumpiendo las comunicaciones del enemigo y produciendo el aislamiento logístico de sus defensas, causando un intencional impacto psicológico aterrador, y atacando masivamente a los civiles para impedir que estos sostengan la industria bélica que necesita el enemigo para continuar la guerra (guerra civil española, segunda guerra mundial, guerra de Corea, guerra del Yom Kippur, guerra del Golfo, etc.; la Blitzkrieg fue usada por Estados Unidos en la Invasión de Iraq de 2003 y por Israel en la Guerra del Líbano de 2006); guerra de cuarta generación, la superioridad tecnológica de los ejércitos estatales implica que la única forma sensata de intentar enfrentarlos es el uso de fuerzas irregulares ocultas que ataquen sorpresivamente al enemigo, usando tácticas no convencionales de combate. En estas tácticas las grandes batallas frente a frente entre fuerzas molares ya no se dan (guerra civil china, guerra de Vietnam, conflicto armado en Colombia, guerra contra los narcos, guerra civil de Angola, guerra contra el terrorismo, guerras yugoslavas, etc.). De modo que la guerra de cuarta generación comprendería formas tales como la guerra de guerrillas, guerra asimétrica, guerra de baja intensidad, “guerra sucia”, terrorismo de Estado, guerra popular, guerra civil, terrorismo y contraterrorismo, etc. (ver también Van Creveld, Martin, «The transformation of war. The most radical reinterpretation of armed conflict since Clausewitz», Free Press Publisher, New York, 11991).
[2] Es interesante constatar como aparece este tránsito en la cultura popular y recogido por el mismo cine estadounidense; ver Lumet, Sidney (dir.), “Network” (U.S.A., 1976). Véanse también, en registro filosófico, Villalobos-Ruminott, Sergio. «Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina», Editorial La Cebra, Buenos Aires, 12013, pp. 23-24; y en un registro sociológico, Katz, Claudio, «Bajo el imperio del capital», Escaparate Ediciones, Santiago, 12015, p. 7 y ss.
[3] Rodrigo Karmy, «La guerra gestional», artículo en El Desconcierto, 8 de noviembre de 2013.
[4] Heidegger: “Rusia y América, metafísicamente vistas, son la misma cosa; la misma furia desesperada de la técnica desencadenada y de la organización abstracta del hombre normal” (Heidegger, Martin, «Introducción a la metafísica (1936)», traducción del alemán al español por Emilio Estiú, Editorial Nova, Buenos Aires, 11966, p. 75 y ss.).
[5] Heidegger, Martin, «Beiträge zur Philosophie (Vom Ereignis), 1936-1938», Gesamtausgabe 65, Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 32003, p. 369.
[6] Heidegger: “La moralidad, en la medida en que es un modo de aseguramiento y seguridad, es idéntica al mal. (…). Puede ser que la moralidad, por su parte, y con ella todos los intentos particulares de poner mediante la moralidad a la gente dentro del prospecto de un orden mundial y de establecer la seguridad mundial con certeza, no sea más que un engendro monstruoso del mal” (Heidegger, Martin, «Feldweg-Gespräche», Gesamtausgabe 77, Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 11995, p. 209). En este punto intentamos señalar con Heidegger hacia una cuestión que ha relevado Rodrigo Karmy: que “no importará tanto el ‘quien’ es el terrorista sino cuáles son las condiciones de su producción” (Karmy, Rodrigo, «¿Qué es el terrorismo?, o cómo el imperialismo contemporáneo produce guerras civiles», artículo en El Desconcierto, 19 de septiembre de 2016; ver también Karmy, Rodrigo, «¿Qué es el terrorismo? Prolegómenos para una “analítica del terrorismo”», en Revista Poliética, vol. 5, nº 1, São Paulo, 2017, pp. 20-39).  
[7] Para un esbozo genealógico de la lógica securitaria, ver Díaz Letelier, Gonzalo, «La cuestión mapuche y el derecho penal del enemigo como consumación jurídica del “humanismo”», en Revista Espacio Regional, vol. 2, nº 12, Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Los Lagos, Osorno, 2015, pp. 28-62.
[8] Como cuando en Chile decimos, a propósito de esta condición, que la derecha religiosa, política y económica tiene a los militares y no necesita pensar, porque “actúa”, con certeza y asertividad, seguridad y necesidad. Se trata de la relación entre pensamiento y acción, o de la falta de pensamiento cuando la acción se torna nihilista y racionalmente autómata (“instintiva”, en el sentido que lo puso alguna vez Samuel Butler).
[9] Cfr. Mitchell, Andrew, «Heidegger and terrorism», en Research in Phenomenology Review, nº 35, Leiden, 2005, pp. 181-218.
[10] Clausewitz, Carl von, «Vom Kriege», Dümmlers Verlag, Bonn, 191980, p. 191.
[11] Clausewitz, opus cit., pp. 191-192.
[12] Ibidem, p. 955.
[13] Heidegger, «Introducción a la metafísica (1936)», p. 75 y ss.
[14] Heidegger: “el ser ha devenido valor”, cfr. Heidegger, Martin, «Holzwege», Gesamtausgabe 5, Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 22003, p. 258.
[15] Heidegger, Martin, «Die Geschichte des Seyns», Gesamtausgabe 69, Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 11998, p. 209.
[16] Heidegger, Martin, «Überwindung der Metaphysik», Gesamtausgabe 7, Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 12000, p. 91.
[17] Heidegger: “(…) los conductores [Führer] son la consecuencia necesaria del hecho de que los entes han derivado al camino de la errancia, en el cual la expansión del vacío requiere de una singular función de ordenamiento y securitización” (Ibidem, p. 92). Paradigmática resulta hoy, en este sentido, la relación entre el presidente Donald Trump y el aparato político-militar y empresarial de Estados Unidos.
[18] Karmy, Rodrigo, «¿Qué es el terrorismo?, o cómo el imperialismo contemporáneo produce guerras civiles», artículo en El Desconcierto, 19 de septiembre de 2016.
[19] La expresión “balcanización” es un término geopolítico usado originalmente para describir el proceso de fragmentación o división de una región o Estado en partes o Estados más pequeños que son, por lo general, mutuamente hostiles en virtud de sectarismos identitarios.​ El término surgió a raíz de los conflictos en la Península Balcánica ocurridos a lo largo de la década de los noventa del siglo XX. Como estrategia de desestabilización tiene por finalidad legitimar posteriores intervenciones de “injerencia humanitaria”.
[20] Cfr. Díaz Letelier, Gonzalo, «El corazón negro de la hacienda occidental: Achille Mbembe y la necropolítica», en Revista Actuel Marx (Intervenciones, edición chilena), nº 17, Santiago, 2014, pp. 69-97.
[21] Para los casos de Angola y Sierra Leona hay un par de reportes de organizaciones no gubernamentales que apuntan específicamente a la trama entre gobiernos corruptos, ejércitos irregulares y capitales extranjeros que se teje en torno a los “diamantes de sangre”. Para el caso de Angola, ver de varios autores, «A rough trade. The role of companies and governments in the Angolan conflict», reporte de Global Witness Organization, London, 1998. Para el caso de Sierra Leona, ver Smillie, Gberie & Hazleton, «The heart of the matter. Sierra Leone, diamonds and human security», reporte de Partnership Africa-Canada, Ontario, 2000.
[22] Tomamos aquí el concepto de “máquina de guerra” del trabajo del pensador camerunés Achille Mbembe, quien a su vez lo ha recogido de Deleuze, Gilles & Guattari, Félix, «Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia», traducción del francés al español por José Pérez, Editorial Pre-Textos, Valencia, 52002, p. 359 y ss.
[23] Cfr. Hodges, «Angola: from afro-stalinism to petro-diamond capitalism», Indiana University Press, Indiana, 12001, cap. 7.
[24] Mbembe, Achille, «Necropolítica / Sobre el gobierno privado indirecto», traducción del francés al español por Elisabeth Falomir, Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12011, pp. 57-58.
[25] Ibidem, p. 64.
[26] Ibidem, pp. 61-62.
[27] Ibidem.

domingo, 8 de septiembre de 2019

Gonzalo Díaz Letelier - Capitalismo y guerra I: la utopía liberal clásica.




1.- PREÁMBULO: CAPITALISMO Y SACRIFICIALIDAD.

La guerra ya no es lo que era. Quizás sea preciso repensar su fenómeno contemporáneo, tanto a nivel global como en lo referido particularmente a América Latina. Pero hoy habría que hacerlo a contrapelo del régimen de visibilidad que definen, por una parte, las categorías modernas ya largamente establecidas para pensar la guerra –las categorías de guerra civil intestina, guerra interestatal y guerra colonial–, y, por otra parte, el imaginario de la utopía liberal burguesa clásica –utopía que proyecta la visión de una relación coyuntural y anómala, pretérita o superable, entre capitalismo y guerra. Se trataría aquí, en este singular intento, de actualizar el régimen categorial que articula la visibilidad del fenómeno contemporáneo de la guerra en relación con la racionalidad hegemónica del tecno-capitalismo y sus estrategias, desde ciertas indicaciones del pensador alemán Martin Heidegger y al hilo de una lectura y un uso posible del indicador formal de la necropolítica –producción de mundo de la vida como trabajo de muerte (work of death)­– acuñado por el pensador camerunés Achille Mbembe, para a partir de ahí poder pensar las viejas y nuevas formas de la violencia en América Latina, con sus derivas necroeconómicas, en sus distintos niveles y contexturas.

            Si el capitalismo temprano se desplegaba como un proceso de destrucción productiva, es decir, de destrucción de “materias primas” para la producción de mercancías, esta lógica encuentra el límite de su “sustentabilidad” en el capitalismo avanzado como un proceso de devastación productiva –ilimitada e irreversible–, esto es, de destrucción productiva acelerada para la infinita y exponencial producción de mercancías, a la par de los procesos de subsunción real, capitalización de la diferencia y semiocapitalismo. La lógica del capitalismo, desplegada como racionalidad nihilista, calculante e incondicionada en función de su patrón de acumulación, implica de este modo la sacrificialidad ilimitada de ambientes y poblaciones. El límite de la acumulación capitalista se muestra así, por un lado, como “crisis ecológica” en virtud de la destrucción irreversible de ambientes de vida –la deforestación y extinción masiva de animales, la alteración desastrosa de equilibrios climáticos–; y por otro lado se muestra como “crisis humanitaria”, en la misma medida en que se hace patente que la guerra como tecnología sacrificial es inherente al patrón de acumulación capitalista y las consecuencias de su territorialización expansiva e intensiva.[3]

El tecno-capitalismo, a partir de una cierta matriz cristiana (la matriz católico-romana y su deriva protestante), en virtud de su despliegue como continuidad diferida del dispositivo necro-biopolítico[4] de la “imperialidad latina”[5] y su política nómica[6] –la espada y la cruz (evangelización), el ejército y el progreso tecno-económico capitalista (civilización), el ejército y la sociedad del consumo ligada a la corporativización económica mundial (democratización neoliberal capitalista)–,[7] en el momento actual de su consumación, desoculta su núcleo necropolítico, más allá de sus expresiones coloniales y postcoloniales nítidamente localizadas, como “guerra civil global”[8] y devastación planetaria antropogénica.

2.- GUERRA Y UTOPÍA LIBERAL CLÁSICA.

Capitalismo y guerra se copertenecen, pues la “acumulación originaria” no es un hecho datable historiográficamente –susceptible de ser circunscrito en la época del colonialismo clásico, como suele decirse, y así datable como un hecho pretérito que habría de ser progresivamente superado en el camino al desarrollo pleno del capitalismo. La consumación nihilista de la metafísica occidental de matriz greco-cristiana[9] o, dicho de otro modo, la intensificación contemporánea de la racionalidad moderna que se expresa en el capitalismo, implica una intensificación de la guerra, y esta última a su vez se revela como tecnología de acumulación originaria de carácter permanente. La naturalización de las dinámicas de devastación que corren parejo al ciclo exponencial de producción/consumo (progreso) y al despliegue de nuevas formas de imperialidad y colonialidad dan cuenta del agotamiento del imaginario de la utopía liberal clásica, según el cual la pax perpetua mundial (Immanuel Kant)[10] se alcanzaría en el orden capitalista del comercio internacional global, el consumo generalizado y la expansión de los “estándares superiores de vida”, lo que se tramitaría como integración de los pueblos del mundo a la forma de vida europea del norte (filosofía de la historia del capital).[11] En cualquier caso, la norma antropológica en cuestión se articula en función del imaginario geopolítico y jurídico internacional europeo (la “democracia” proyectada como sistema de comercio capitalista internacional, sucedáneo tardomoderno del espíritu westfaliano del Ius Publicum Europaeum), sistema de representaciones que se hace ostensible en el filósofo alemán Kant, pero cuyo genealogía nos retrotrae modernamente por lo menos hasta el jurista hispano Francisco de Vitoria.

La utopía liberal burguesa, tal como se expresa en el texto kantiano sobre “la paz perpetua” del año 1795, plantea que el egoísmo y la guerra pueden acabar para siempre en virtud de la instauración de una Federación de la Paz (Foedus Pacificum), a saber, un sistema de comercio internacional entre Estados que lograría “la armonía de la diferencia” en la forma de un gobierno de la vida, mediante la subsunción de lo singular como caso particular de lo universal (reducción a lo Uno, o para decirlo kantianamente, reducción a lo Uno en el círculo entre los juicios determinantes y los reflexionantes): la racionalidad económica, el homo œconomicus como norma antropológica.[12] Ello se halla en sintonía con lo planteado un año antes por el filósofo de Königsberg, en 1794, en su ensayo sobre el “cosmopolitismo”,[13] donde sitúa la posibilidad de que las identidades particulares (Pueblo, Nación, Estado) sean circunscritas armónicamente en el marco universal de una “federación” que neutralice el egoísmo y la guerra que de él deriva mediante una comunidad internacional fundada en un “tráfico e intercambio racional” (racionalidad comercial inter-nacional). De modo que, en un mundo gobernado comercialmente –y para ello será necesario el agenciamiento de la educación metropolitana y la civilización colonial, en orden a constituir subjetividades ad hoc–, la mentada diversidad del cosmopolitismo liberal se da dentro del marco de una homogeneidad antropológica cifrada en la idea misma de “sociedad civil” o ciudadanía como vida inscrita en la forma estatal nacional –norma antropológica, dispositivo de la persona[14] como encarnación de la racionalidad capitalista liberal, en toda su diversidad interna.

Que la política quede subsumida en la economía significa así que es la racionalidad económica –y no la política– lo que liga a los hombres, permitiendo que el “intercambio pacífico” reemplace a la guerra. En sus «Relectiones Theologicae» de 1557, Francisco de Vitoria sostenía ya que el hombre es un animal social naturalmente tendiente al comercio; a la pregunta acerca de si es o no teológicamente lícito comerciar con formas de vida no cristianas (judíos, musulmanes, indios), Vitoria aporta un razonamiento según el cual sería el comercio –y otra vez no la política– lo que podría llevar al género humano a la cosmopolítica de la república cristiana: “la naturaleza ha establecido un parentesco entre todos los hombres”, y tal lazo sería la fuerza de la racionalidad de la agencia económica.[15] Esgrimido en el seno del catolicismo imperial hispano heredero del catolicismo romano en los tiempos de la escolástica española tardía, sería este argumento de corte imperial latino el que abastecería el mito norte-europeo de la economía política capitalista liberal como “razón universal”, gramática y texto soberano, lingua franca, pasando por la línea de fuerza del pensamiento liberal inglés (Adam Smith, John Locke) hasta llegar a Kant, filósofo dieciochesco alemán y protestante.   

            La utopía liberal clásica articula la teleología de la filosofía de la historia del capital –para tomar la expresión de Villalobos-Ruminott–, que se expresa por ahí en que capitalismo y guerra se excluyen o al menos tienen una relación anómala, pretérita y superable; en que la mundialización del capitalismo elevará los estándares de vida de la población mundial y ello acabará eventualmente con el conflicto capital/trabajo; en que el ascenso de la clase burguesa implicará la decadencia de la nobleza belicista, etc. Esta utopía de signatura europea cristiana –pasando por la hispana Escuela de Salamanca que intenta conciliar al catolicismo romano con el naciente capitalismo, y por sus derivas filosóficas liberales inglesas y alemanas–, en el siglo XIX trasmitirá su efluvio mitológico de la filosofía liberal a la naciente sociología francesa –el pivote inicial de las nuevas “ciencias humanas”–, cuyo surgimiento estará signado por la exigencia de orden tras la revolución burguesa en Francia. El orden fundado en la antropología de la filosofía liberal inglesa y la filosofía protestante alemana –política y derecho burgués, economía capitalista– trasuntará el imaginario que va de Vitoria a Kant, traduciéndolo al archivo de la economía política (Adam Smith y “los efectos pacificadores del libre comercio”) y de la sociología (Henri de Saint Simon y el tránsito de la sociedad militar de la guerra a la sociedad industrial del trabajo; Auguste Comte y la sustitución de la actividad militar por la actividad industrial pacífica; Herbert Spencer y la evolución social desde la sociedad militar primitiva de cooperación obligatoria a la sociedad industrial moderna de cooperación voluntaria y libre empresa).[16] Todo esto se rompe con la anomalía del pensamiento que se expresa en los trabajos de Karl Marx y en las vetas de pensamiento anarquistas decimonónicas: el capitalismo es una forma de la guerra, más o menos desatada.

En la medida en que desde el siglo XVIII, con el ascenso del “arte liberal de gobernar” (Michel Foucault), la economía se vuelve el paradigma de la política,[17] la intensificación acelerada y expandida, flexible e incondicionada de la destrucción productiva que abastece al patrón de acumulación conlleva una mutación de la soberanía. Se trataría de una mutación que se pone de manifiesto como tránsito desde el ejercicio de tecnologías de violencia soberana excepcional (necropolítica) y dispositio “espiritual” de la vida sobre la vida (biopolítica) instanciadas en la autoridad de la formación estatal-nacional, hacia estas mismas lógicas, pero traducidas diferidamente a la formación soberano-gubernamental del capital transnacional, cuya imperialidad-colonialidad se “globaliza” transnacionalmente como predación y circulación ilimitada (sin contención), a la vez que se “localiza” policéntricamente en una red de “ciudades globales” (Saskia Sassen)[18] donde se acumula el poder político estatal y económico corporativo. Esta formación soberano-gubernamental del capital transnacional se fragua, sobre todo tras la segunda guerra mundial (Plan Marshall), en una forma de imperialismo colectivo configurado por un conjunto de Estados nacionales que, en la medida en que sus economías se hallan enteramente interconectadas por las dinámicas transnacionales del capital, ya no se enfrentan como potencias en guerras interestatales, en la medida en que ello implicaría poner en riesgo el funcionamiento del “bloque de las economías desarrolladas” –entidad ésta última a la que cabría pensar como una versión aggiornata de la “federación” kantiana, en adaequatio con “los tiempos” de la Pax Americana. Es patente que los Estados nacionales que hacen parte de la oligarquía internacional globalizante, más allá de sus implosiones identitarias, operan una función policial que apuntala la territorialización intensiva y en expansiva del Capital transnacional, y a la sazón lo hacen precisamente en nombre de una filosofía de la historia que articula discursivamente su agenciamiento en claves tales como las de la civilización y la democratización, que no son sino las formas “secularizadas” de la otrora evangelización –de la Pax Romana a la Pax Americana.[19] Como ha sostenido Sergio Villalobos-Ruminott, atendiendo a algunos señalamientos claves de Schmitt, el “agotamiento de la política moderna” remite a una transformación de la misma en su carácter nómico, mas no a su fin en el sentido de un cese: del nomos de la tierra al nomos global lo que habría es una desterritorialización de la soberanía moderna centrada en el Estado nacional, en la forma del poder corporativo capitalista transnacional,[20] corporativa y policialmente multi-centrado, anómico en su pragmática (calculus incondicionado), pero antropológicamente nómico y normativizante en el logos de un patrón de acumulación flexible.

En uno de sus más recientes libros –«World Order. Reflections on the Character of Nations and the Course of History», de 2014–, Henry Kissinger[21] despliega su versión de la utopía liberal en la clave de un realismo político que en su modalización pretende moverse en el marco del “espíritu westfaliano” (orden internacional “pluralista” creado por Europa desde el siglo XVII), pero como su continuidad diferida –americana, democrático-misionera– en un mundo oikonómico global que coincide con una guerra civil del mismo carácter que ese mundo –esto es, hace mundo de ese modo (hacer mundo en el modo de la guerra civil global, como administración económica de un desorden global). ¿Cómo se posiciona concretamente la política histórica de Estados Unidos? Según Kissinger, tal posicionamiento implica una función teleológica y una estrategia funcional a ello: por sobre todo, Estados Unidos pone en obra su poder como proyección de un sistema de “valores humanos y democráticos”, y funcional a ello una estrategia general que es vencer en los conflictos y luego negociar desde una posición de pre-potencia excepcional. Para decirlo en la economía latina trumpiana: vincere, ergo concilio. La Pax Americana, con toda su reserva bélica, asentada discursivamente en la territorialización de los “valores” que “mejoran la condición humana”.[22] La razón imperial puede articular así, ejército y corporaciones mediante, una “comunidad de naciones”, un orden mundial, co-lectivo (comunión en el mismo lógos), de Estados con reglas comunes: democracia burguesa y economía capitalista liberal, puesta en regla por Estados Unidos como democracia misionera y garante. Los “cisnes negros” de Kissinger aparecen precisamente cuando los fenómenos materiales de desalineamiento imperial –en las revueltas y gobiernos populares (ingobernabilidad, anomia) al interior de su zona de influencia y en los frentes e internamientos geopolíticos y geoeconómicos del mundo eslavo, asiático y árabe– hacen patente la “amenaza del caos”: en medio de una crisis del consenso en la “comunidad internacional” (desalineamiento, desestabilización de las relaciones de poder y las alianzas, dinámicas geopolíticas de transformación en curso), se da la propagación “desalineada” de armas de destrucción masiva y nuevas tecnologías, las prácticas “desalineadas” de genocidio y ejercicio de la fuerza sin restricción, la crisis de la representación política que va erosionando la función policial de los Estados burgueses (ingobernabilidad, inestabilidad) y el potencial de peligro geopolítico representado por la devastación del medioambiente (crisis sociales como efecto de migraciones climáticas, eventuales conflictos por el agua, etc.).[23]

¿Desde dónde se fundamenta discursivamente la pretensión de Estados Unidos de poder ejercer la potestad geopolítica de instaurar orden mundial? Sin duda son muchas las fuentes de fundamentación al uso, pero una de las que destacan en el discurso de Kissinger es la de la autoposición ideológica de Estados Unidos como garante del orden mundial moderno, que tiene su hito inicial en el siglo XVII europeo, con la Paz de Westfalia de 1648. Tal hito se refiere a la “conferencia de paz” realizada en la región alemana de Westfalen y que estabilizó las cosas tras la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) donde se enfrentaron en Europa Central, en una “guerra total”, los habitantes de esas regiones del continente por conflictos étnico-políticos (“lucha de razas”, Foucault dixit) o por enfrentamientos religiosos derivados del sectarismo entre católicos y protestantes –casi un cuarto de la población de esas regiones muere en combate o por la enfermedad y el hambre. Kissinger caracteriza así el clima político de las guerras intraeuropeas del siglo XVII:

(…) cada región veía su propio orden como único y calificaba a los otros de “bárbaros”, gobernados de una manera incomprensible para el sistema establecido e irrelevante para sus designios, excepto como amenaza. Cada región se definía a sí misma como modelo de organización legítima para toda la humanidad, imaginando que por el solo hecho de gobernar lo que tenía delante estaba ordenando el mundo.[24]

Esta verdadera bellum omnia contra omnes, condición de confrontación geopolítica entre dominios cada uno de ellos más o menos provinciano y voluntarioso, habría sido superada por el orden westfaliano. Este nuevo orden mundial, cuyo hito inicial fue Westfalia y tuvo su proyección histórica como “orden mundial moderno”, es un orden cuya performance es la instauración de unas reglas fundamentales (política nómica) para armonizar a “una multiplicidad de unidades políticas, ninguna lo suficientemente poderosa como para poder derrotar a las otras”.[25] El orden westfaliano es una armonía de la diferencia dentro de un marco común (consenso ideológico básico) –y que en consecuencia implica equilibrio de poder y no injerencia (es un orden compartido de Estados soberanos e independientes). Este orden surgido en la Europa Central del siglo XVII sería el cimiento de lo que siglos más tarde será un sistema aplicado a escala global. Acerca de este “orden internacional pluralista” de matriz europea, escribe Kissinger:

Ninguna verdad o regla universal prevaleció en las disputas europeas. En cambio, a cada Estado se le asignó el atributo de poder soberano sobre su territorio. Cada uno de ellos debía reconocer y respetar como realidades las estructuras internas y propensiones religiosas de los otros y abstener de cuestionar su existencia. Dado que el equilibrio de poder se percibía ahora como algo natural y deseable, las ambiciones de los gobernantes se contrapesarían mutuamente, cosa que, al menos en teoría, reduciría el alcance de los conflictos. La división y la multiplicidad, un accidente de la historia europea, se transformaron en el sello distintivo de un nuevo sistema de orden internacional dotado de una perspectiva filosófica propia y definida. En este sentido, el esfuerzo europeo por terminar con la conflagración configuró y prefiguró la sensibilidad moderna: descartó el criterio absoluto en favor de lo práctico y lo ecuménico; buscó extraer orden de la multiplicidad y la restricción.[26]

Mediante este orden se performa civilizacionalmente “Occidente”: el orden de la civilización europea cristiana y capitalista, internamente plural dentro del marco de su modo de producción, que excluye a otras “civilizaciones” –Rusia, China, mundo árabe– por ejercer unos “principios claramente opuestos al equilibrio de Westfalia” (es decir, ejercicios de “autoritarismo, ortodoxia y expansionismo”).[27] Estados Unidos pretende tomar la posta de este legado europeo, mas tiene su propia historia. Si aquí el “Nuevo Mundo” es la continuidad diferida del viejo mundo europeo, entonces lo que habrá es un nuevo orden mundial basado en el antiguo. En el siglo XVII, mientras Europa está en el infierno de las guerras sectarias, chocando entre sí sus estandartes, sus armas, sus cuerpos y sus espectros étnicos y religiosos, en América del Norte los colonos protestantes puritanos están fundando un país, “una ciudad sobre una colina” (Massachusetts), como realización del “plan de Dios en tierras salvajes”. Desde la elevación de esa “colina”, lejos del campo de batalla europeo, pretendieron “inspirar al mundo con la justicia de sus principios y la fuerza de su ejemplo”.[28] La visión norteamericana del orden mundial (Pax Americana), desde ese momento fundacional, es que habrá paz “cuando las otras naciones incorporen a su forma de gobierno los mismos principios que ponen en práctica los norteamericanos”, y que siendo así “la tarea de la política exterior no es, por tanto, perseguir los intereses específicos norteamericanos, sino cultivar principios compartidos”.[29]

Por consiguiente, si bien es cierto que Estados Unidos se autointerpreta –en los sujetos que dan vida psíquica a su razón de Estado– como sujeto político excepcional y defensor del orden geopolítico creado por Europa (“comunidad internacional” de comercio entre Estados soberanos),[30] también es cierto que se halla en tensión con un par de sus aspectos principiales: el equilibrio de poderes y la no injerencia –pues Estados Unidos, en virtud de su vocación de liderazgo evangélico y civilizacional, pretende alcanzar la paz mundial “mediante la difusión de principios democráticos”,[31] esto es, operacionalmente, a través de un poder excepcional de intervención en su espacio geopolítico reclamado y de limitación del mismo a la agencia territorializante de intereses e influencias de otros polos imperiales (Rusia, China, mundo árabe).

El orden westfaliano americanizado es así enmarcado policialmente por la soberanía excepcionalista de Estados Unidos y sus aliados en Estados de Europa y de la “periferia del sistema mundial” (gestión imperial colectiva tras la segunda guerra mundial, bloque imperial occidental de postguerra). Su operacionalización imperial “global” se basa en la propagación de presencia y bases militares en todos los continentes y océanos; sanciones económicas, bloqueos, boicot y colaboración con oligarquías locales para el derrocamiento de gobiernos (“avance del comunismo”) y la instalación de dictaduras funcionales en países que se han “desalineado”; la difusión de su industria cultural telemediática de producción masiva de enunciados, imágenes y sonidos; su control de gran parte de los servidores de la red mundial de internet y de las tecnologías telemediáticas; su red de diplomacia de avanzada y estructuras político-jurídico-militares internacionales desde la OTAN hasta la ONU;[32] el control de organizaciones internacionales destinadas a fomentar el libre comercio –o a limitarlo como sanción–; y el poderío enorme de su complejo sistema de capital corporativo-financiero internacional.

La tensión de la potencia norteamericana con los principios westfalianos que se cifran en el equilibrio de poderes y la no injerencia tendría que ver, en una de sus motivaciones fundamentales, con su carácter de democracia misionera, heredado de “los padres fundadores” como vocación de “injerencia humanitaria”. Kissinger: “Estados Unidos continúa afirmando la relevancia universal de sus valores para la creación de un orden mundial pacífico y se reserva el derecho de defenderlos a nivel global”.[33] Curiosa contradicción performática en relación con la situación internacional “culturalmente” beligerante,[34] que es precisamente lo que pretendía superar hace unos siglos atrás el mismo orden westfaliano que Estados Unidos dice defender. En cualquier caso, en los esquematismos de la ejemplar racionalidad de Kissinger, heredera de la larga tradición imperial latina –católico romana e hispana, protestante y liberal–, no se trata sólo de imposición (político-militar), sino de hegemonía (“espiritual”, cultural, económica y antropológica). Escribe el asesor gubernamental:

Para triunfar en esta empresa se requerirá un enfoque que respete tanto la multiplicidad de la condición humana como la arraigada y también humana búsqueda de la libertad. En este sentido, el orden es algo que debe ser cultivado; no puede imponerse. Sobre todo en nuestra era de comunicación instantánea y continuo cambio político revolucionario. Cualquier sistema de orden mundial, para poder sostenerse, debe ser aceptado como tal: no sólo por los dirigentes, sino también por los ciudadanos de a pie.[35]

Y esta estrategia de legitimación hegemónica mediante procesos de subjetivación ad hoc (tecnología de dominación cristiano/liberal: pastoral, gubernamentalidad) se enmarcará en un esquema político-moral de corte formalmente kantiano, cuyo contenido económico-político positivo parece hallarse en Adam Smith y los teóricos de la vanguardia neoliberal en Alemania y Estados Unidos. Orden y libertad es la fórmula de Kissinger:

La libertad no puede garantizarse ni sostenerse sin un marco de orden que mantenga la paz. Orden y libertad, aunque a veces se describen como polos opuestos en el espectro de la experiencia, deberían comprenderse como factores interdependientes.[36]

En suma, para Henry Kissinger, ejemplar de la racionalidad que articula la política exterior norteamericana, la “multiplicidad de la condición humana” y la “humana búsqueda de la libertad” quedan principialmente (nómicamente) subsumidas en el “marco de orden” westfaliano (liderado excepcionalmente por Estados Unidos), que actualizado al día de hoy constituiría un sistema global de comunicabilidad hegemónica cuya lingua franca es el capitalismo y la democracia liberal. Texto soberano que sobrecodifica los mundos de la vida, gramática pura o imperativo trascendental, marco dispositivo de la vida sobre la vida que constituye la línea de fuerza de una fórmula que, desde August Comte (orden y progreso), viene a dar a las formulaciones de políticos como Jaime Guzmán (autoridad y libertad) en el Chile de Pinochet alineado con Estados Unidos,[37] o a Henry Kissinger (orden y libertad) en los Estados Unidos y su política exterior tras la segunda guerra mundial. El primer término de esos binomios remite a la autoridad política que “decide” sobre el modo de producción (marco económico-moral); el segundo nos envía hacia la “acción libre” de un sujeto teleológicamente dispuesto para la misma, o para decirlo con un oxímoron para nada inusual: un “sujeto activo” (esto es, un libre agente que actúa, pero, en cuanto subiectum –sometido o sumiso­–, lo hace dentro de un marco económico-político dado como espacio de juego ontológico y antropológico para el encaminamiento principial de su acción).      

Habría que hacer inteligible lo que pasa con la guerra en virtud de esta deriva moderna tardía, en la especificidad de su modo de producción actual, de manera que podamos ir desprendiéndonos de las grillas categoriales que no nos dejan ver los contornos e implicancias de su fenómeno contemporáneo –dado que todo régimen categorial es un régimen de visibilidad y, por lo mismo, también de invisibilidad.



[1] El presente texto es un desarrollo en curso de las hipótesis de trabajo presentadas el 13 de noviembre de 2017 como conferencia inaugural del Primer Congreso sobre Derecho Internacional, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.
[2] Filósofo, académico del Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación; investigador y coordinador en Chile del Observatorio de Racismo y Migraciones (ORAMI) del International Institute for Philosophy & Social Studies (IIPSS).
[3] Villalobos-Ruminott, Sergio, “Crítica de la acumulación y realización de la metafísica como devastación planetaria”, conferencia en el coloquio “Me extingo, luego existo”, organizado por 17 Instituto de Estudios Críticos (Ciudad de México), el 1 de julio de 2017.
[4] En relación con el concepto de necropolítica como producción de mundo de la vida como trabajo de muerte, ver Mbembe, Achille, «Necropolítica / Sobre el gobierno privado indirecto», traducción del francés al español por Elisabeth Falomir, Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12011, p. 19 y ss. Para la consideración de un desarrollo post-foucaultiano del concepto de biopolítica como producción soberano-gubernamental de subjetividad –la vida “occidental” en su doble vínculo con el poder de la violencia político-jurídica (con matriz en el derecho romano) y el poder espiritual (con matriz en la pastoral cristiana)–, ver Agamben, Giorgio, «Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida», traducción del italiano al español por Antonio Gimeno, Editorial Pre-Textos, Valencia, 11998; y «Homo sacer II, 2. El reino y la gloria. Para una genealogía teológica de la economía y del gobierno», traducción del italiano al español por Antonio Gimeno, Editorial Pre-Textos, Valencia, 12008.
[5] Para una consideración fenomenológica de la relación entre comprensión del ser y comprensión y ejercicio del poder, en relación con la tradición latina y la concepción nómica de la verdad como adaequatio intellectus ad rem, ver Heidegger, Martin, «Parmenides. Freiburger Vorlesung Wintersemester 1942-1943», Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 21992, p. 64 y ss.
[6] En relación con la concepción nómica de la verdad y su deriva en la política moderna, ver Schmitt, Carl, «El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del “Ius publicum europaeum”», traducción del alemán al español por Dora Schilling, Editorial Struhart y Cía, Buenos Aires, 12005.
[7] Karmy, Rodrigo, «Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo», Editorial LOM, Santiago, 12016.
[8] Para una consideración de la “guerra civil global” en registro filosófico, ver Agamben, Giorgio, «Stasis. La guerra civile come paradigma politico. Homo sacer II, 2», Bollati Boringhieri Editore, Torino, 12015, p. 9 y ss.; y Tiqqun, «Introducción a la guerra civil», traducción del francés al español por Raúl Suárez y Santiago Rodríguez, Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12008, p. 5 y ss. Ver también, para una consideración de la cuestión en un registro más bien sociológico y periodístico, Escobar, Pepe, «Globalistan: How the Globalized World is Dissolving Into Liquid War», Nimble Books, Ann Arbor, 12006.
[9] Díaz Letelier, Gonzalo, «Ontoteología, economía de la presencia y lógica del gobierno: una lectura de Reiner Schürmann», en Revista Política Común, vol. 11 (dossier “On Reiner Schürmann”, coordinado por Alberto Moreiras), Michigan University, Michigan, 2017, s/p.
[10] Kant, Immanuel, «Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf (1795)», en Kant, “Politische Schriften”, Springer Fachmedien Wiesbaden, Düsseldorf, 11965, pp. 104-150.
[11] Echeverría, Bolívar, «Imágenes de la “blanquitud”», en Echeverría, “Crítica de la modernidad capitalista”, Ediciones de la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 12011, pp. 145-160; Echeverría: “Puede decirse, entonces, que un racismo identitario, promotor de la blanquitud civilizatoria, que no de la blancura étnica –es decir, un racismo tolerante, dispuesto a aceptar (condicionadamente) un buen número de rasgos raciales y ‘culturales’ alien, ‘ajenos’ o ‘extranjeros’–, es constitutivo del tipo de ser humano moderno-capitalista. Sin embargo, por más ‘abierto’ que sea, este racismo identitario-civilizatorio no deja de ser un racismo, y puede fácilmente, en situaciones de excepción, readoptar un radicalismo o fundamentalismo étnico” (p. 149); “El racismo normal de la modernidad capitalista es un racismo de la blanquitud. Lo es, porque el tipo de ser humano que requiere la organización capitalista de la economía se caracteriza por la disposición a someterse a un hecho determinante: que la lógica de la acumulación del capital domine sobre la lógica de la vida humana concreta y le imponga día a día la necesidad de autosacrificarse, disposición que sólo puede estar garantizada por la ética encarnada en la blanquitud. Mientras prevalezcan esta organización y este tipo de ser humano, el racismo será una condición indispensable de la ‘vida civilizada’” (p. 160).
[12] Respecto de estas consideraciones y las que siguen sobre la deriva del orden del discurso que va de Vitoria a Kant, señalo agradecido que en lo inmediato lo que escribo son algunos de los frutos recogidos de la lectura que Rodrigo Karmy amistosamente me confió del manuscrito de uno de sus libros venideros.
[13] Kant, Immanuel, «Ideas para una historia universal en clave cosmopolita», en Kant, “Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia”, traducción del alemán al español por Concha Roldán y Roberto Rodríguez, Editorial Tecnos, Madrid, 11994, p. 3 y ss.
[14] Esposito, Roberto, «El dispositivo de la persona», traducción del italiano al español por Heber Cardoso, Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 12011.
[15] Cfr. Vitoria, Francisco de, «Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra», Editorial Espasa-Calpe, Madrid, 31975, p. 91.
[16] Cfr. Bonavena, Pablo & Nievas, Flabián, «Guerra: modernidad y contramodernidad», Editorial Final Abierto, Buenos Aires, 12014, p. 16 y ss.
[17] Foucault, Michel, «Nacimiento de la biopolítica», traducción del francés al español por Horacio Pons, Editorial F.C.E., Buenos Aires, 12007, p. 359 y ss.
[18] Sassen, Saskia, «The Global City: New York, London and Tokyo», Princeton University Press, New Jersey, 11991, p. 17 y ss.
[19] Spanos, William, «America’s Shadow: An Anatomy of Empire», University of Minnesota Press, Minneapolis, 11999.
[20] Villalobos-Ruminott, Sergio, “O esgotamento da política como efeito inevitável da globalização” (entrevista con Marcia Junges), en Revista do Instituto Humanitas Unisinos, n° 490 (agosto de 2016), São Leopoldo, pp. 38-46.
[21] Kissinger, Henry, «Orden mundial. Reflexiones sobre el carácter de las naciones y el curso de la historia», traducción del inglés al español por Teresa Beatriz Arijón, Editorial Penguin Random House, 32016. Henry Kissinger, una de las históricas voces cantantes de la política exterior de Estados Unidos, es un político judío alemán nacionalizado estadounidense que ha sido asesor de seguridad y secretario de Estado con Nixon y Ford, y asesor más o menos permanente del gobierno de Estados Unidos en política exterior; es hoy también consultor internacional en geopolítica y seguridad (Kissinger Associates Inc.). Es célebre su proceder internacional fuerte, pero al mismo tiempo negociador, vaivén que es el sello de la política exterior norteamericana en las últimas décadas, entre los procederes activa y operantemente bélicos y negociadores. Fue acreedor del Premio Nobel de la Paz en 1973 por asentar, con sus “políticas de distensión”, una doctrina que sitúa a la intervención militar como “último recurso”.
[22] Kissinger, opus cit., p. 13.
[23] Ibidem, p. 14.
[24] Ibidem, p. 16.
[25] Ibidem, p. 15.
[26] Ibidem.
[27] Ibidem, p. 16.
[28] Ibidem, pp. 17-18.
[29] Ibidem, p. 18. Según Kissinger, los principios de la democracia liberal capitalista garantizados geopolíticamente por Estados Unidos deberían funcionar como “marco neutral para las interacciones de diversas sociedades, independientemente de sus respectivos valores” (Ibidem, p. 19).
[30] Aporía constitutiva: el orden westfaliano fue propagado colonialmente por Europa. Europa no reconocía soberanía a los pueblos colonizados, y cuando estos pueblos lucharon por su independencia lo hicieron en nombre de las ideas westfalianas (Estado soberano y nación independiente, no injerencia). Kissinger lo tiene en cuenta cuando sostiene que tales ideas articularon “las luchas por la emancipación y la posterior protección de los Estados de formación reciente” (Ibidem, p. 18).
[31] Ibidem.
[32] Por una parte está la significación de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) como brazo armado de la oligarquía noratlántica controlado por Estados Unidos desde 1949 –para unos instrumento del imperialismo, para otros “baluarte de la civilización occidental”–, que funcionó a la par con el Plan Marshall que desde 1948 intentó contener el avance del comunismo europeo y dejó a la Europa de postguerra sometida al eje angloamericano –estrategia militar y económico-política–, y que desde 1999 (bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia) se reserva el derecho de intervenir militarmente en sentido punitivo o preventivo prescindiendo del mandato del Consejo de Seguridad de la ONU (Organización de Naciones Unidas). Pero también es importante reparar en el rol que ha cumplido la misma ONU. Por ejemplo, y siguiendo la lógica “unilateralista” de 1999, cuando en 2003 Estados Unidos –seguido por Reino Unido y España– invade Irak rompiendo el derecho internacional, post bellum el Consejo de Seguridad de la ONU, en lugar de impugnar la excepcionalidad U.S.A./OTAN, emitió una resolución unánime exhortando la “reconstrucción democrática” de Irak, legitimando así la acción imperial; ver Boron, Atilio, «Imperio e imperialismo. Una lectura crítica de un libro de Michael Hardt y Antonio Negri», Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 12005, p. 11.      
[33] Kissinger, opus cit., p. 19.
[34] Karmy, Rodrigo, «El racismo culturalista», artículo en El Desconcierto, 11 de julio de 2019.
[35] Kissinger, opus cit., p. 20.
[36] Ibidem.
[37] Ver Gazut, André & Smadja, Claude (dirs.), “Chile: orden, trabajo, obediencia” (Suiza, 1976).