1.- PREÁMBULO: CAPITALISMO Y SACRIFICIALIDAD.
La guerra ya no es lo que era. Quizás sea
preciso repensar su fenómeno contemporáneo, tanto a nivel global como en lo
referido particularmente a América Latina. Pero hoy habría que hacerlo a
contrapelo del régimen de visibilidad que definen, por una parte, las
categorías modernas ya largamente establecidas para pensar la guerra –las
categorías de guerra civil intestina, guerra interestatal y guerra colonial–, y,
por otra parte, el imaginario de la utopía liberal burguesa clásica –utopía que
proyecta la visión de una relación coyuntural y anómala, pretérita o superable,
entre capitalismo y guerra. Se trataría aquí, en este singular intento, de
actualizar el régimen categorial que articula la visibilidad del fenómeno
contemporáneo de la guerra en relación con la racionalidad hegemónica del
tecno-capitalismo y sus estrategias, desde ciertas indicaciones del pensador
alemán Martin Heidegger y al hilo de una lectura y un uso posible del indicador
formal de la necropolítica –producción de mundo de la vida como trabajo
de muerte (work of death)– acuñado por el pensador camerunés Achille
Mbembe, para a partir de ahí poder pensar las viejas y nuevas formas de la
violencia en América Latina, con sus derivas necroeconómicas, en sus distintos niveles y contexturas.
Si
el capitalismo temprano se desplegaba como un proceso de destrucción productiva, es decir, de destrucción de “materias
primas” para la producción de mercancías, esta lógica encuentra el límite de su
“sustentabilidad” en el capitalismo avanzado como un proceso de devastación productiva –ilimitada e
irreversible–, esto es, de destrucción productiva acelerada para la infinita y
exponencial producción de mercancías, a la par de los procesos
de subsunción real, capitalización de la diferencia y semiocapitalismo. La lógica del capitalismo, desplegada
como racionalidad nihilista, calculante e incondicionada en función de su
patrón de acumulación, implica de este modo la sacrificialidad ilimitada de
ambientes y poblaciones. El límite de la acumulación capitalista se
muestra así, por un lado, como “crisis ecológica” en virtud de la destrucción
irreversible de ambientes de vida –la deforestación y extinción masiva de
animales, la alteración desastrosa de equilibrios climáticos–; y por otro lado
se muestra como “crisis humanitaria”, en la misma medida en que se hace patente
que la guerra como tecnología sacrificial es inherente al patrón de acumulación
capitalista y las consecuencias de su territorialización expansiva e intensiva.[3]
El
tecno-capitalismo, a partir de una cierta matriz cristiana (la matriz católico-romana
y su deriva protestante), en virtud de su despliegue como continuidad diferida
del dispositivo necro-biopolítico[4]
de la “imperialidad latina”[5]
y su política nómica[6]
–la espada y la cruz (evangelización), el ejército y el progreso
tecno-económico capitalista (civilización), el ejército y la sociedad del
consumo ligada a la corporativización económica mundial (democratización neoliberal
capitalista)–,[7] en
el momento actual de su consumación, desoculta su núcleo necropolítico, más
allá de sus expresiones coloniales y postcoloniales nítidamente localizadas,
como “guerra civil global”[8]
y devastación planetaria antropogénica.
2.- GUERRA Y UTOPÍA LIBERAL CLÁSICA.
Capitalismo y guerra se copertenecen, pues
la “acumulación originaria” no es un hecho datable historiográficamente –susceptible
de ser circunscrito en la época del colonialismo clásico, como suele decirse, y
así datable como un hecho pretérito que habría de ser progresivamente superado en
el camino al desarrollo pleno del capitalismo. La consumación nihilista de la
metafísica occidental de matriz greco-cristiana[9]
o, dicho de otro modo, la intensificación contemporánea de la racionalidad
moderna que se expresa en el capitalismo, implica una intensificación de la
guerra, y esta última a su vez se revela como tecnología de acumulación
originaria de carácter permanente. La naturalización de las dinámicas de
devastación que corren parejo al ciclo exponencial de producción/consumo (progreso)
y al despliegue de nuevas formas de imperialidad y colonialidad dan cuenta del
agotamiento del imaginario de la utopía
liberal clásica, según el cual la pax perpetua mundial (Immanuel
Kant)[10]
se alcanzaría en el orden capitalista del comercio internacional global, el consumo
generalizado y la expansión de los “estándares superiores de vida”, lo que se
tramitaría como integración de los pueblos del mundo a la forma de vida europea
del norte (filosofía de la historia del capital).[11]
En cualquier caso, la norma antropológica en cuestión se articula en función
del imaginario geopolítico y jurídico internacional europeo (la “democracia”
proyectada como sistema de comercio capitalista internacional, sucedáneo
tardomoderno del espíritu westfaliano del Ius Publicum Europaeum),
sistema de representaciones que se hace ostensible en el filósofo alemán Kant,
pero cuyo genealogía nos retrotrae modernamente por lo menos hasta el jurista
hispano Francisco de Vitoria.
La utopía liberal
burguesa, tal como se expresa en el texto kantiano sobre “la paz perpetua” del
año 1795, plantea que el egoísmo y la guerra pueden acabar para siempre
en virtud de la instauración de una Federación de la Paz (Foedus Pacificum),
a saber, un sistema de comercio internacional entre Estados que lograría “la
armonía de la diferencia” en la forma de un gobierno de la vida, mediante la subsunción
de lo singular como caso particular de lo universal (reducción a lo Uno, o
para decirlo kantianamente, reducción a lo Uno en el círculo entre los juicios
determinantes y los reflexionantes): la racionalidad económica, el homo œconomicus
como norma antropológica.[12]
Ello se halla en sintonía con lo planteado un año antes por el filósofo de
Königsberg, en 1794, en su ensayo sobre el “cosmopolitismo”,[13]
donde sitúa la posibilidad de que las identidades particulares (Pueblo, Nación,
Estado) sean circunscritas armónicamente en el marco universal de una
“federación” que neutralice el egoísmo y la guerra que de él deriva mediante
una comunidad internacional fundada en un “tráfico e intercambio racional”
(racionalidad comercial inter-nacional). De modo que, en un mundo gobernado
comercialmente –y para ello será necesario el agenciamiento de la educación
metropolitana y la civilización colonial, en orden a constituir
subjetividades ad hoc–, la mentada diversidad del cosmopolitismo
liberal se da dentro del marco de una homogeneidad antropológica
cifrada en la idea misma de “sociedad civil” o ciudadanía como vida
inscrita en la forma estatal nacional –norma antropológica, dispositivo de la persona[14]
como encarnación de la racionalidad capitalista liberal, en toda su
diversidad interna.
Que la política
quede subsumida en la economía significa así que es la racionalidad económica
–y no la política– lo que liga a los hombres, permitiendo que el “intercambio
pacífico” reemplace a la guerra. En sus «Relectiones Theologicae» de
1557, Francisco de Vitoria sostenía ya que el hombre es un animal social naturalmente
tendiente al comercio; a la pregunta acerca de si es o no teológicamente lícito
comerciar con formas de vida no cristianas (judíos, musulmanes, indios),
Vitoria aporta un razonamiento según el cual sería el comercio –y otra vez no
la política– lo que podría llevar al género humano a la cosmopolítica de la
república cristiana: “la naturaleza ha establecido un parentesco entre todos
los hombres”, y tal lazo sería la fuerza de la racionalidad de la agencia
económica.[15] Esgrimido
en el seno del catolicismo imperial hispano heredero del catolicismo romano en
los tiempos de la escolástica española tardía, sería este argumento de corte
imperial latino el que abastecería el mito norte-europeo de la economía
política capitalista liberal como “razón universal”, gramática y texto
soberano, lingua franca, pasando por la línea de fuerza del pensamiento
liberal inglés (Adam Smith, John Locke) hasta llegar a Kant, filósofo dieciochesco
alemán y protestante.
La
utopía liberal clásica articula la teleología de la filosofía de la historia
del capital –para tomar la expresión de Villalobos-Ruminott–, que se
expresa por ahí en que capitalismo y guerra se excluyen o al menos tienen una
relación anómala, pretérita y superable; en que la mundialización del
capitalismo elevará los estándares de vida de la población mundial y ello
acabará eventualmente con el conflicto capital/trabajo; en que el ascenso de la
clase burguesa implicará la decadencia de la nobleza belicista, etc. Esta
utopía de signatura europea cristiana –pasando por la hispana Escuela de
Salamanca que intenta conciliar al catolicismo romano con el naciente
capitalismo, y por sus derivas filosóficas liberales inglesas y alemanas–, en
el siglo XIX trasmitirá su efluvio mitológico de la filosofía liberal a la
naciente sociología francesa –el pivote inicial de las nuevas “ciencias
humanas”–, cuyo surgimiento estará signado por la exigencia de orden tras la
revolución burguesa en Francia. El orden fundado en la antropología de la
filosofía liberal inglesa y la filosofía protestante alemana –política y
derecho burgués, economía capitalista– trasuntará el imaginario que va de
Vitoria a Kant, traduciéndolo al archivo de la economía política (Adam Smith y “los
efectos pacificadores del libre comercio”) y de la sociología (Henri de Saint
Simon y el tránsito de la sociedad militar de la guerra a la sociedad
industrial del trabajo; Auguste Comte y la sustitución de la actividad militar
por la actividad industrial pacífica; Herbert Spencer y la evolución social
desde la sociedad militar primitiva de cooperación obligatoria a la sociedad
industrial moderna de cooperación voluntaria y libre empresa).[16]
Todo esto se rompe con la anomalía del pensamiento que se expresa en los
trabajos de Karl Marx y en las vetas de pensamiento anarquistas decimonónicas: el
capitalismo es una forma de la guerra, más o menos desatada.
En la medida en
que desde el siglo XVIII, con el ascenso del “arte liberal de gobernar” (Michel
Foucault), la economía se vuelve el
paradigma de la política,[17]
la intensificación acelerada y expandida, flexible e incondicionada de la
destrucción productiva que abastece al patrón de acumulación conlleva una
mutación de la soberanía. Se trataría de una mutación que se pone de manifiesto
como tránsito desde el ejercicio de tecnologías de violencia soberana
excepcional (necropolítica) y dispositio
“espiritual” de la vida sobre la vida (biopolítica) instanciadas en la
autoridad de la formación estatal-nacional, hacia estas mismas lógicas, pero
traducidas diferidamente a la formación soberano-gubernamental del capital
transnacional, cuya imperialidad-colonialidad se “globaliza” transnacionalmente
como predación y circulación ilimitada (sin contención), a la vez que se
“localiza” policéntricamente en una red de “ciudades globales” (Saskia Sassen)[18]
donde se acumula el poder político estatal y económico corporativo. Esta
formación soberano-gubernamental del capital transnacional se fragua, sobre
todo tras la segunda guerra mundial (Plan Marshall), en una forma de
imperialismo colectivo configurado por un conjunto de Estados nacionales que,
en la medida en que sus economías se hallan enteramente interconectadas por las
dinámicas transnacionales del capital, ya no se enfrentan como potencias en guerras
interestatales, en la medida en que ello implicaría poner en riesgo el
funcionamiento del “bloque de las economías desarrolladas” –entidad ésta última
a la que cabría pensar como una versión aggiornata de la “federación”
kantiana, en adaequatio con “los tiempos” de la Pax Americana. Es
patente que los Estados nacionales que hacen parte de la oligarquía
internacional globalizante, más allá de sus implosiones identitarias, operan
una función policial que apuntala la territorialización intensiva y en
expansiva del Capital transnacional, y a la sazón lo hacen precisamente en
nombre de una filosofía de la historia que articula discursivamente su
agenciamiento en claves tales como las de la civilización y la democratización,
que no son sino las formas “secularizadas” de la otrora evangelización –de
la Pax Romana a la Pax Americana.[19]
Como ha sostenido Sergio Villalobos-Ruminott, atendiendo a algunos señalamientos
claves de Schmitt, el “agotamiento de la política moderna” remite a una
transformación de la misma en su carácter nómico, mas no a su fin en el
sentido de un cese: del nomos de la tierra al nomos global lo que
habría es una desterritorialización de la soberanía moderna centrada en el Estado
nacional, en la forma del poder corporativo capitalista transnacional,[20]
corporativa y policialmente multi-centrado, anómico en su pragmática (calculus
incondicionado), pero antropológicamente nómico y normativizante en el logos
de un patrón de acumulación flexible.
En uno de sus más
recientes libros –«World Order. Reflections on the Character of Nations and
the Course of History», de 2014–, Henry Kissinger[21]
despliega su versión de la utopía liberal en la clave de un realismo político
que en su modalización pretende moverse en el marco del “espíritu westfaliano”
(orden internacional “pluralista” creado por Europa desde el siglo XVII), pero como
su continuidad diferida –americana, democrático-misionera– en un
mundo oikonómico global que coincide con una guerra civil del mismo
carácter que ese mundo –esto es, hace mundo de ese modo (hacer mundo en
el modo de la guerra civil global, como administración económica de un desorden
global). ¿Cómo se posiciona concretamente la política histórica
de Estados Unidos? Según Kissinger, tal posicionamiento implica una función
teleológica y una estrategia funcional a ello: por sobre todo, Estados Unidos
pone en obra su poder como proyección de un sistema de “valores humanos y
democráticos”, y funcional a ello una estrategia general que es vencer
en los conflictos y luego negociar desde una posición de pre-potencia
excepcional. Para decirlo en la economía latina trumpiana: vincere, ergo
concilio. La Pax Americana, con toda su reserva bélica, asentada discursivamente
en la territorialización de los “valores” que “mejoran la condición humana”.[22]
La razón imperial puede articular así, ejército y corporaciones mediante, una
“comunidad de naciones”, un orden mundial, co-lectivo (comunión en el
mismo lógos), de Estados con reglas comunes: democracia burguesa
y economía capitalista liberal, puesta en regla por Estados Unidos como
democracia misionera y garante. Los “cisnes negros” de Kissinger aparecen
precisamente cuando los fenómenos materiales de desalineamiento imperial –en
las revueltas y gobiernos populares (ingobernabilidad, anomia) al interior de
su zona de influencia y en los frentes e internamientos geopolíticos y
geoeconómicos del mundo eslavo, asiático y árabe– hacen patente la “amenaza del
caos”: en medio de una crisis del consenso en la “comunidad
internacional” (desalineamiento, desestabilización de las relaciones de poder y
las alianzas, dinámicas geopolíticas de transformación en curso), se da la
propagación “desalineada” de armas de destrucción masiva y nuevas tecnologías,
las prácticas “desalineadas” de genocidio y ejercicio de la fuerza sin
restricción, la crisis de la representación política que va erosionando la
función policial de los Estados burgueses (ingobernabilidad, inestabilidad) y
el potencial de peligro geopolítico representado por la devastación del
medioambiente (crisis sociales como efecto de migraciones climáticas,
eventuales conflictos por el agua, etc.).[23]
¿Desde dónde se
fundamenta discursivamente la pretensión de Estados Unidos de poder ejercer la
potestad geopolítica de instaurar orden mundial? Sin duda son muchas las
fuentes de fundamentación al uso, pero una de las que destacan en el discurso
de Kissinger es la de la autoposición ideológica de Estados Unidos como
garante del orden mundial moderno, que tiene su hito inicial en el siglo
XVII europeo, con la Paz de Westfalia de 1648. Tal hito se refiere a la
“conferencia de paz” realizada en la región alemana de Westfalen y que
estabilizó las cosas tras la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) donde se
enfrentaron en Europa Central, en una “guerra total”, los habitantes de esas
regiones del continente por conflictos étnico-políticos (“lucha de razas”,
Foucault dixit) o por enfrentamientos religiosos derivados del
sectarismo entre católicos y protestantes –casi un cuarto de la población de
esas regiones muere en combate o por la enfermedad y el hambre. Kissinger
caracteriza así el clima político de las guerras intraeuropeas del siglo XVII:
(…) cada región
veía su propio orden como único y calificaba a los otros de “bárbaros”,
gobernados de una manera incomprensible para el sistema establecido e
irrelevante para sus designios, excepto como amenaza. Cada región se definía a
sí misma como modelo de organización legítima para toda la humanidad,
imaginando que por el solo hecho de gobernar lo que tenía delante estaba
ordenando el mundo.[24]
Esta verdadera bellum
omnia contra omnes, condición de confrontación geopolítica entre dominios
cada uno de ellos más o menos provinciano y voluntarioso, habría sido superada
por el orden westfaliano. Este nuevo orden mundial, cuyo hito inicial fue
Westfalia y tuvo su proyección histórica como “orden mundial moderno”, es un
orden cuya performance es la instauración de unas reglas fundamentales
(política nómica) para armonizar a “una multiplicidad de unidades
políticas, ninguna lo suficientemente poderosa como para poder derrotar a las
otras”.[25]
El orden westfaliano es una armonía de la diferencia dentro de un marco común
(consenso ideológico básico) –y que en consecuencia implica equilibrio de poder
y no injerencia (es un orden compartido de Estados soberanos e independientes).
Este orden surgido en la Europa Central del siglo XVII sería el cimiento de lo
que siglos más tarde será un sistema aplicado a escala global. Acerca de este “orden
internacional pluralista” de matriz europea, escribe Kissinger:
Ninguna verdad o
regla universal prevaleció en las disputas europeas. En cambio, a cada Estado
se le asignó el atributo de poder soberano sobre su territorio. Cada uno de
ellos debía reconocer y respetar como realidades las estructuras internas y
propensiones religiosas de los otros y abstener de cuestionar su existencia.
Dado que el equilibrio de poder se percibía ahora como algo natural y deseable,
las ambiciones de los gobernantes se contrapesarían mutuamente, cosa que, al
menos en teoría, reduciría el alcance de los conflictos. La división y la
multiplicidad, un accidente de la historia europea, se transformaron en el
sello distintivo de un nuevo sistema de orden internacional dotado de una
perspectiva filosófica propia y definida. En este sentido, el esfuerzo europeo
por terminar con la conflagración configuró y prefiguró la sensibilidad
moderna: descartó el criterio absoluto en favor de lo práctico y lo ecuménico;
buscó extraer orden de la multiplicidad y la restricción.[26]
Mediante este
orden se performa civilizacionalmente “Occidente”: el orden de la civilización
europea cristiana y capitalista, internamente plural dentro del marco de su
modo de producción, que excluye a otras “civilizaciones” –Rusia, China, mundo
árabe– por ejercer unos “principios claramente opuestos al equilibrio de
Westfalia” (es decir, ejercicios de “autoritarismo, ortodoxia y expansionismo”).[27]
Estados Unidos pretende tomar la posta de este legado europeo, mas tiene su
propia historia. Si aquí el “Nuevo Mundo” es la continuidad diferida del viejo
mundo europeo, entonces lo que habrá es un nuevo orden mundial basado en el
antiguo. En el siglo XVII, mientras Europa está en el infierno de las guerras
sectarias, chocando entre sí sus estandartes, sus armas, sus cuerpos y sus
espectros étnicos y religiosos, en América del Norte los colonos protestantes
puritanos están fundando un país, “una ciudad sobre una colina”
(Massachusetts), como realización del “plan de Dios en tierras salvajes”. Desde
la elevación de esa “colina”, lejos del campo de batalla europeo, pretendieron
“inspirar al mundo con la justicia de sus principios y la fuerza de su
ejemplo”.[28]
La visión norteamericana del orden mundial (Pax Americana), desde
ese momento fundacional, es que habrá paz “cuando las otras naciones incorporen
a su forma de gobierno los mismos principios que ponen en práctica los
norteamericanos”, y que siendo así “la tarea de la política exterior no es, por
tanto, perseguir los intereses específicos norteamericanos, sino cultivar
principios compartidos”.[29]
Por consiguiente,
si bien es cierto que Estados Unidos se autointerpreta –en los sujetos que dan
vida psíquica a su razón de Estado– como sujeto político excepcional y defensor
del orden geopolítico creado por Europa (“comunidad internacional” de comercio
entre Estados soberanos),[30]
también es cierto que se halla en tensión con un par de sus aspectos
principiales: el equilibrio de poderes y la no injerencia –pues Estados Unidos,
en virtud de su vocación de liderazgo evangélico y civilizacional, pretende
alcanzar la paz mundial “mediante la difusión de principios democráticos”,[31]
esto es, operacionalmente, a través de un poder excepcional de intervención en
su espacio geopolítico reclamado y de limitación del mismo a la agencia
territorializante de intereses e influencias de otros polos imperiales (Rusia,
China, mundo árabe).
El orden
westfaliano americanizado es así enmarcado policialmente por la
soberanía excepcionalista de Estados Unidos y sus aliados en Estados de Europa
y de la “periferia del sistema mundial” (gestión imperial colectiva tras la
segunda guerra mundial, bloque imperial occidental de postguerra). Su
operacionalización imperial “global” se basa en la propagación de presencia y
bases militares en todos los continentes y océanos; sanciones económicas,
bloqueos, boicot y colaboración con oligarquías locales para el derrocamiento
de gobiernos (“avance del comunismo”) y la instalación de dictaduras
funcionales en países que se han “desalineado”; la difusión de su industria
cultural telemediática de producción masiva de enunciados, imágenes y sonidos;
su control de gran parte de los servidores de la red mundial de internet y de
las tecnologías telemediáticas; su red de diplomacia de avanzada y estructuras
político-jurídico-militares internacionales desde la OTAN hasta la ONU;[32]
el control de organizaciones internacionales destinadas a fomentar el libre comercio
–o a limitarlo como sanción–; y el poderío enorme de su complejo sistema de
capital corporativo-financiero internacional.
La tensión de la
potencia norteamericana con los principios westfalianos que se cifran en el
equilibrio de poderes y la no injerencia tendría que ver, en una de sus
motivaciones fundamentales, con su carácter de democracia misionera,
heredado de “los padres fundadores” como vocación de “injerencia humanitaria”.
Kissinger: “Estados Unidos continúa afirmando la relevancia universal de sus
valores para la creación de un orden mundial pacífico y se reserva el derecho
de defenderlos a nivel global”.[33]
Curiosa contradicción performática en relación con la situación internacional
“culturalmente” beligerante,[34]
que es precisamente lo que pretendía superar hace unos siglos atrás el mismo
orden westfaliano que Estados Unidos dice defender. En cualquier caso, en los
esquematismos de la ejemplar racionalidad de Kissinger, heredera de la larga
tradición imperial latina –católico romana e hispana, protestante y liberal–,
no se trata sólo de imposición (político-militar), sino de hegemonía (“espiritual”,
cultural, económica y antropológica). Escribe el asesor gubernamental:
Para triunfar en
esta empresa se requerirá un enfoque que respete tanto la multiplicidad de la
condición humana como la arraigada y también humana búsqueda de la libertad. En
este sentido, el orden es algo que debe ser cultivado; no puede imponerse. Sobre
todo en nuestra era de comunicación instantánea y continuo cambio político
revolucionario. Cualquier sistema de orden mundial, para poder sostenerse, debe
ser aceptado como tal: no sólo por los dirigentes, sino también por los
ciudadanos de a pie.[35]
Y esta estrategia
de legitimación hegemónica mediante procesos de subjetivación ad hoc
(tecnología de dominación cristiano/liberal: pastoral, gubernamentalidad)
se enmarcará en un esquema político-moral de corte formalmente kantiano, cuyo
contenido económico-político positivo parece hallarse en Adam Smith y los
teóricos de la vanguardia neoliberal en Alemania y Estados Unidos. Orden y
libertad es la fórmula de Kissinger:
La libertad no
puede garantizarse ni sostenerse sin un marco de orden que mantenga la paz.
Orden y libertad, aunque a veces se describen como polos opuestos en el
espectro de la experiencia, deberían comprenderse como factores
interdependientes.[36]
En suma, para
Henry Kissinger, ejemplar de la racionalidad que articula la política exterior
norteamericana, la “multiplicidad de la condición humana” y la “humana búsqueda
de la libertad” quedan principialmente (nómicamente) subsumidas en el
“marco de orden” westfaliano (liderado excepcionalmente por Estados Unidos),
que actualizado al día de hoy constituiría un sistema global de
comunicabilidad hegemónica cuya lingua franca es el capitalismo y la
democracia liberal. Texto soberano que sobrecodifica los mundos de la vida,
gramática pura o imperativo trascendental, marco dispositivo de la vida
sobre la vida que constituye la línea de fuerza de una fórmula que, desde
August Comte (orden y progreso), viene a dar a las formulaciones de
políticos como Jaime Guzmán (autoridad y libertad) en el Chile de
Pinochet alineado con Estados Unidos,[37]
o a Henry Kissinger (orden y libertad) en los Estados Unidos y su
política exterior tras la segunda guerra mundial. El primer término de esos
binomios remite a la autoridad política que “decide” sobre el modo de
producción (marco económico-moral); el segundo nos envía hacia la “acción
libre” de un sujeto teleológicamente dispuesto para la misma, o para decirlo
con un oxímoron para nada inusual: un “sujeto activo” (esto es, un libre agente
que actúa, pero, en cuanto subiectum –sometido o sumiso–, lo hace
dentro de un marco económico-político dado como espacio de juego ontológico y
antropológico para el encaminamiento principial de su acción).
Habría que hacer
inteligible lo que pasa con la guerra en virtud de esta deriva moderna tardía,
en la especificidad de su modo de producción actual, de manera que podamos ir desprendiéndonos
de las grillas categoriales que no nos dejan ver los contornos e implicancias
de su fenómeno contemporáneo –dado que todo régimen categorial es un régimen de
visibilidad y, por lo mismo, también de invisibilidad.
[1] El presente texto es un desarrollo en curso de las hipótesis de
trabajo presentadas el 13 de noviembre de 2017 como conferencia inaugural del
Primer Congreso sobre Derecho Internacional, en la Facultad de Derecho de la
Universidad de Chile.
[2] Filósofo, académico del Departamento de Filosofía de la Facultad
de Filosofía y Educación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la
Educación; investigador y coordinador en
Chile del Observatorio de Racismo y Migraciones (ORAMI) del International
Institute for Philosophy & Social Studies (IIPSS).
[3] Villalobos-Ruminott, Sergio, “Crítica
de la acumulación y realización de la metafísica como devastación planetaria”,
conferencia en el coloquio “Me extingo, luego existo”, organizado por 17
Instituto de Estudios Críticos (Ciudad de México), el 1 de julio de 2017.
[4] En relación con
el concepto de necropolítica como producción de mundo de la vida como
trabajo de muerte, ver Mbembe, Achille, «Necropolítica / Sobre el gobierno privado indirecto», traducción del francés al español por Elisabeth Falomir,
Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12011, p. 19 y ss. Para la consideración de un
desarrollo post-foucaultiano del concepto de biopolítica como producción
soberano-gubernamental de subjetividad –la vida “occidental” en su doble
vínculo con el poder de la violencia político-jurídica (con matriz en el
derecho romano) y el poder espiritual (con matriz en la pastoral cristiana)–,
ver Agamben, Giorgio, «Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida», traducción del italiano al español por Antonio Gimeno,
Editorial Pre-Textos, Valencia, 11998;
y «Homo sacer II, 2. El reino y la
gloria. Para una genealogía teológica de la economía y del gobierno»,
traducción del italiano al español por Antonio Gimeno, Editorial Pre-Textos,
Valencia, 12008.
[5] Para
una consideración fenomenológica de la relación entre comprensión del ser y
comprensión y ejercicio del poder, en relación con la tradición latina y la concepción
nómica de la verdad como adaequatio intellectus ad rem, ver Heidegger, Martin, «Parmenides. Freiburger Vorlesung
Wintersemester 1942-1943»,
Vittorio Klostermann Verlag, Frankfurt am Main, 21992, p. 64 y ss.
[6] En relación con
la concepción nómica de la verdad y su deriva en la política moderna,
ver Schmitt, Carl, «El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del “Ius
publicum europaeum”», traducción del
alemán al español por Dora Schilling, Editorial Struhart y Cía, Buenos Aires, 12005.
[7]
Karmy, Rodrigo,
«Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo», Editorial LOM, Santiago, 12016.
[8] Para
una consideración de la “guerra civil global” en registro filosófico, ver
Agamben, Giorgio, «Stasis. La guerra civile come paradigma politico. Homo sacer II, 2», Bollati Boringhieri Editore, Torino, 12015, p. 9 y ss.; y Tiqqun, «Introducción a la guerra civil», traducción del francés al
español por Raúl Suárez y Santiago Rodríguez, Editorial Melusina, Santa Cruz de
Tenerife, 12008, p. 5 y ss. Ver
también, para una consideración de la cuestión en un registro más bien
sociológico y periodístico, Escobar, Pepe, «Globalistan:
How the Globalized World is Dissolving Into Liquid War», Nimble Books, Ann
Arbor, 12006.
[9] Díaz Letelier, Gonzalo, «Ontoteología,
economía de la presencia y lógica del gobierno: una lectura de Reiner
Schürmann», en Revista Política Común, vol. 11 (dossier “On Reiner
Schürmann”, coordinado por Alberto Moreiras), Michigan University, Michigan,
2017, s/p.
[10] Kant, Immanuel, «Zum ewigen Frieden. Ein
philosophischer Entwurf (1795)»,
en Kant, “Politische Schriften”, Springer Fachmedien Wiesbaden,
Düsseldorf, 11965, pp. 104-150.
[11] Echeverría,
Bolívar, «Imágenes
de la “blanquitud”», en Echeverría, “Crítica
de la modernidad capitalista”, Ediciones de la Vicepresidencia del Estado
Plurinacional de Bolivia, La Paz, 12011,
pp. 145-160; Echeverría: “Puede decirse, entonces, que un racismo
identitario, promotor de la blanquitud civilizatoria, que no de la blancura
étnica –es decir, un racismo tolerante, dispuesto a aceptar (condicionadamente)
un buen número de rasgos raciales y ‘culturales’ alien, ‘ajenos’ o ‘extranjeros’–,
es constitutivo del tipo de ser humano moderno-capitalista. Sin embargo, por
más ‘abierto’ que sea, este racismo identitario-civilizatorio no deja de ser un
racismo, y puede fácilmente, en situaciones de excepción, readoptar un
radicalismo o fundamentalismo étnico” (p. 149); “El racismo normal de la
modernidad capitalista es un racismo de la blanquitud. Lo es, porque el tipo de
ser humano que requiere la organización capitalista de la economía se
caracteriza por la disposición a someterse a un hecho determinante: que la
lógica de la acumulación del capital domine sobre la lógica de la vida humana
concreta y le imponga día a día la necesidad de autosacrificarse, disposición
que sólo puede estar garantizada por la ética encarnada en la blanquitud.
Mientras prevalezcan esta organización y este tipo de ser humano, el racismo
será una condición indispensable de la ‘vida civilizada’” (p. 160).
[12] Respecto de estas consideraciones y las que
siguen sobre la deriva del orden del discurso que va de Vitoria a Kant, señalo
agradecido que en lo inmediato lo que escribo son algunos de los frutos
recogidos de la lectura que Rodrigo Karmy amistosamente me confió del
manuscrito de uno de sus libros venideros.
[13] Kant, Immanuel, «Ideas para una historia universal en clave cosmopolita», en Kant, “Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y
otros escritos sobre Filosofía de la Historia”, traducción del alemán al
español por Concha Roldán y Roberto Rodríguez, Editorial Tecnos, Madrid, 11994,
p. 3 y ss.
[14] Esposito,
Roberto, «El dispositivo de la persona»,
traducción del italiano al español por Heber Cardoso, Editorial Amorrortu,
Buenos Aires, 12011.
[15] Cfr.
Vitoria, Francisco de, «Relecciones sobre los indios
y el derecho de guerra», Editorial Espasa-Calpe,
Madrid, 31975, p. 91.
[16] Cfr. Bonavena,
Pablo & Nievas, Flabián, «Guerra:
modernidad y contramodernidad», Editorial Final Abierto, Buenos Aires, 12014,
p. 16 y ss.
[17] Foucault, Michel,
«Nacimiento de la biopolítica»,
traducción del francés al español por Horacio Pons, Editorial F.C.E., Buenos
Aires, 12007, p. 359 y ss.
[18] Sassen, Saskia, «The Global City: New York, London and Tokyo»,
Princeton University Press, New Jersey, 11991, p. 17 y ss.
[19] Spanos, William, «America’s Shadow: An Anatomy of Empire»,
University of Minnesota Press, Minneapolis, 11999.
[20]
Villalobos-Ruminott, Sergio, “O esgotamento da política como efeito inevitável
da globalização” (entrevista con Marcia Junges), en Revista do Instituto
Humanitas Unisinos, n° 490 (agosto de 2016), São Leopoldo, pp. 38-46.
[21] Kissinger, Henry,
«Orden mundial. Reflexiones sobre el carácter de
las naciones y el curso de la historia», traducción del inglés al
español por Teresa Beatriz Arijón, Editorial Penguin Random House, 32016.
Henry Kissinger, una de las históricas voces cantantes de la política exterior
de Estados Unidos, es un político judío alemán nacionalizado estadounidense que
ha sido asesor de seguridad y secretario de Estado con Nixon y Ford, y asesor
más o menos permanente del gobierno de Estados Unidos en política exterior; es
hoy también consultor internacional en geopolítica y seguridad (Kissinger
Associates Inc.). Es célebre su proceder internacional fuerte, pero al mismo
tiempo negociador, vaivén que es el sello de la política exterior
norteamericana en las últimas décadas, entre los procederes activa y
operantemente bélicos y negociadores. Fue acreedor del Premio Nobel de la
Paz en 1973 por asentar, con sus “políticas de distensión”, una doctrina que
sitúa a la intervención militar como “último recurso”.
[22] Kissinger, opus cit., p. 13.
[23] Ibidem, p. 14.
[24] Ibidem,
p. 16.
[25]
Ibidem, p. 15.
[26] Ibidem.
[27]
Ibidem, p. 16.
[28]
Ibidem, pp. 17-18.
[29]
Ibidem, p. 18. Según Kissinger,
los principios de la democracia liberal capitalista garantizados
geopolíticamente por Estados Unidos deberían funcionar como “marco neutral para
las interacciones de diversas sociedades, independientemente de sus respectivos
valores” (Ibidem, p. 19).
[30]
Aporía constitutiva: el orden westfaliano fue propagado colonialmente por
Europa. Europa no reconocía soberanía a los pueblos colonizados, y cuando estos
pueblos lucharon por su independencia lo hicieron en nombre de las ideas
westfalianas (Estado soberano y nación independiente, no injerencia). Kissinger
lo tiene en cuenta cuando sostiene que tales ideas articularon “las luchas por
la emancipación y la posterior protección de los Estados de formación reciente”
(Ibidem, p. 18).
[31] Ibidem.
[32] Por una parte está
la significación de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) como
brazo armado de la oligarquía noratlántica controlado por Estados Unidos desde
1949 –para unos instrumento del imperialismo, para otros “baluarte de la
civilización occidental”–, que funcionó a la par con el Plan Marshall que desde
1948 intentó contener el avance del comunismo europeo y dejó a la Europa de
postguerra sometida al eje angloamericano –estrategia militar y
económico-política–, y que desde 1999 (bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia)
se reserva el derecho de intervenir militarmente en sentido punitivo o
preventivo prescindiendo del mandato del Consejo de Seguridad de la ONU
(Organización de Naciones Unidas). Pero también es importante reparar en el rol
que ha cumplido la misma ONU. Por ejemplo, y siguiendo la lógica
“unilateralista” de 1999, cuando en 2003 Estados Unidos –seguido por Reino
Unido y España– invade Irak rompiendo el derecho internacional, post bellum
el Consejo de Seguridad de la ONU, en lugar de impugnar la excepcionalidad
U.S.A./OTAN, emitió una resolución unánime exhortando la “reconstrucción
democrática” de Irak, legitimando así la acción imperial; ver Boron, Atilio, «Imperio e imperialismo. Una lectura crítica de un libro de
Michael Hardt y Antonio Negri», Fondo Editorial Casa de las Américas,
La Habana, 12005, p. 11.
[33]
Kissinger, opus cit., p. 19.
[34] Karmy, Rodrigo, «El racismo culturalista», artículo en El Desconcierto, 11 de julio
de 2019.
[35] Kissinger,
opus cit., p. 20.
[36] Ibidem.
[37] Ver Gazut, André
& Smadja, Claude (dirs.), “Chile: orden, trabajo, obediencia”
(Suiza, 1976).
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