* Texto leído el 11 de septiembre de 2020, durante el lanzamiento en Chile del libro de Erin Graff Zivin (University of Southern California), «Anarchaeologies. Reading as Misreading» (Ed. Fordham, New York, 2020), organizado por Policrits (red de colaboración en pensamiento crítico entre el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid y el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de California Riverside), el Programa de Teoría Crítica de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación y el Departamento de Lenguas Romances y Literatura de la Universidad de Michigan.
Kate Jenckes
(University of Michigan)
Presentación del libro «Anarchaeologies. Reading as Misreading»
(Fordham, New York, 2020) de Erin Graff Zivin.
Si no me
equivoco, «Anarchaeologies» comenzó
como una exploración de la relación entre los conceptos de Rancière del malentendu littéraire y el mésentente politique. Aunque el foco
sobre Rancière disminuyó, este par de términos todavía constituye un punto de partida
para el libro, especialmente en la manera en que la raíz compartida del entendre indica cuál es quizás la
preocupación central del libro, esto es, la naturaleza y los efectos de las
estructuras del conocimiento: la idea de que las formas en que pensamos, las
formas en que pensamos que sabemos cosas, incluidos los modos de percepción y
representación, inevitablemente informan las creencias y la praxis políticas.
La anarqueología quizás puede entenderse como una transliteración de malentendu y mésentente, en el sentido en que el término describe la disrupción radical
de los fundamentos (arché) o de las pretensiones
de autoridad fundamental de la percepción, el conocimiento y la representación;
de modo tal que el entendimiento y el acuerdo se transforman necesariamente en malentendido
y desacuerdo. Erin comparte con Rancière la creencia de que la percepción estética
(“lectura”) ejemplifica el malentendido o la naturaleza anarqueológica de la
comprensión de manera más general, lo que nos obliga a cuestionar nuestros supuestos
más básicas acerca del mundo tal como lo conocemos. Esto incluye la estructura
del sujeto clásico, que fundamenta y se fundamenta en modos de percepción y
representación, que son usados para recordar y fijar (tendre, sostener) las arremolinadas arenas de la experiencia
histórica, asegurar los límites de la identidad colectiva y construir
narrativas ancestrales de sacrificio y redención. Como nos recuerda Erin, la
universidad moderna fue fundada precisamente para reforzar la integridad de
tales estructuras, aunque también cargaba –y sigue cargando– en su interior las
semillas anárquicas de la imposibilidad de tal tarea. La universidad es una
estructura metonímica que guarda el terreno del fundamento del entendimiento,
pero también la anarquía o falta de fundamento de dicho terreno. La literatura
puede verse como el resultado impropio de esa estructura, que tardíamente buscó
legitimarla mediante el establecimiento de la disciplina de la crítica
literaria. Pero la institucionalización de la literatura también reprodujo sus semillas
anárquicas, que continúan condicionando la literatura y su recepción o “lectura”,
como archivización disciplinar, por una parte, o como atención indisciplinar a
los amplios efectos de su herencia anárquica, por otra.
Mi descripción del libro de Erin tiene la intención de enfatizar el hecho de que “leer” –la lectura y la lectura errada de su subtítulo– no es sólo leer, y que la literatura y otros objetos estéticos alrededor de los cuales se organiza su libro no son sólo literatura y arte. En el campo de los estudios latinoamericanos, al menos tal como se practica en los Estados Unidos, el enfoque en la literatura tiende a ser descartado como elitista, o simplemente insignificante en relación a las categorías teórico-políticas y/o las urgencias de la realidad actual. Este libro ofrece una potente contestación a tal descarte, no como una defensa de la Literatura –con L mayúscula–, sino como una reafirmación, con nuevas inflexiones y un corpus descentrado y descentrante, de que la lectura y la escritura son capaces de desestabilizar estructuras de conocimiento y poder. Las consecuencias de esto se extienden mucho más allá del espacio de la universidad, pero también constituyen la condición de posibilidad de lo que Erin llama, siguiendo a Derrida, responsabilidad universitaria, un imperativo de cuestionar los fundamentos del conocimiento y la legitimidad desde dentro de la institución que ejemplifica la autoridad de la ley y el conocimiento.
Al considerar las disciplinas académicas como estructuras que perpetúan dicha autoridad, Erin vincula la responsabilidad universitaria con lo que ella llama formas de pensamiento indisciplinarias. Siempre he pensado –y esto va más allá del libro de Erin– que el sentido académico de la disciplina debería ser disociado del sentido correctivo y castigador del término. La historia de cómo se han planteado las preguntas sobre un tema es más compleja, más anárquica, potencialmente, de lo que sugiere la asociación homofónica. Lo que generalmente pasa por interdisciplinariedad a menudo pasa por alto la singularidad del objeto de estudio y la herencia de cómo se ha abordado esa singularidad. Para la gente que trabaja en las humanidades, el reclamo casi obligatorio de interdisciplinariedad funciona básicamente como un desmentido: trabajo en literatura, pero no sólo en literatura. La interdisciplinariedad usualmente indica un alejamiento de la literatura y otras investigaciones basadas en las humanidades (un amigo mío describió una vez la interdisciplinariedad como una subyugación de otras disciplinas a la Historia), pero Erin se mueve en la otra dirección, argumentando que la literatura y el arte pueden ayudarnos a ver algo fundamental sobre la naturaleza de las disciplinas. Esto se debe a que lo que ella llama lectura –en la que el entender es siempre también un malentendido, en la que la literatura siempre se compromete con sus fines e imposibilidad, incluso antes de que la “muerte de la literatura” fuera declarada– desestabiliza los fundamentos del conocimiento y demanda que confrontemos las cosas “incondicionalmente”, para usar la frase de Derrida. Esto no es para restar importancia al cultivo de territorios de conocimiento o saber-cómo técnico, que hoy domina la mayoría de las áreas de la educación superior. Como observa Erin, el conocimiento es una herramienta importante y necesaria para combatir el racismo sistémico, el sexismo, la xenofobia, la destrucción ecológica, etc. –como se hace evidente por los ataques conservadores y el escepticismo general hacia la educación superior. Pero la insistencia de Erin en una indisciplinariedad incondicional se refiere a la importancia fundamental de interrogar los fundamentos del conocimiento, que es la singularidad no-territorial de las humanidades, parafraseando a Christopher Fynsk.
Erin recrea una especie de indisciplinariedad en su libro a través de una proliferación de conceptos, que guarda un gran parecido con su descripción de un “racimo conceptual” y la “performance retórica de repetición diferencial” (de términos y conceptos) en la obra de Paul de Man (128). Lectura, lectura errada, ilegibilidad, ceguera, error, marrano, violencia, ética, alegoría, anarqueología, indisciplinariedad, deconstrucción: estos términos aparecen y reaparecen a lo largo del texto, trazando senderos errantes, un poco como las flechas o “errahs” –ese es mi mejor acento neoyorquino– que atraviesan el cuerpo de San Sebastián en el extenso juego de palabras que aparece en la Parte IV. Los diferentes términos se desestabilizan entre sí, enfatizando el aspecto performativo y la finitud fundamental de cualquier concepto e invitándonos a pensar la inestabilidad de la terminología sin jerarquía ni autoridad de origen. Sus diferentes inflexiones corresponden a diferentes contextos y marcos, tanto académicos como políticos.
La “ética violenta”, aunque se presenta como una fórmula abordada en una de las secciones del libro, no es un mero término entre muchos, sino que se puede decir que describe la dirección general del proyecto. Erin hace un recuento de una serie de reacciones a la noción de ética que reproducen una jerarquía entre la política y la ética, y que sustentan una creencia tácita en la confiabilidad de la representación, descartando cualquier atención directa a ella por irrelevante o apolítica. Estas reacciones incluyen la traducción identitaria de Enrique Dussel del “Otro” levinasiano a pueblos exterminados en las Américas; la caracterización de Bruno Bosteels de la crítica contemporánea como regida por un “consenso autoritario de la dignidad de lo ético”, en la que él contrasta la subjetivización política con una interpretación de la ética como victimización; y las interpretaciones de la carta «No matarás» de Oscar del Barco como desautorización de la acción política. Erin subraya que la ética no se reduce al reconocimiento de la victimización y no se opone a la política, sino que se refiere a la naturaleza incompleta o coja (César Aira) de todo concepto y toda oposición. Esto incluye la estructura del sujeto y la naturaleza de la representación, que se ve interrumpida por una alteridad que no puede ser propiamente nombrada o explicada, o cuya impropiedad espectral desestabiliza y excede todo posible nombre o explicación, volcando cualquier lógica de memorialización que pretenda contenerla. Lejos de comprender la ética como un sustituto compensatorio, fácil y azucarado, de la política, Erin enfatiza que la ética atiende a una dimensión anárquica y, por lo tanto, violenta del pensamiento y la percepción, incluidos los componentes conceptuales y prácticos de la praxis política. Ella rastrea esta violencia de la ética, o de la relación ético-política, a través de una serie de textos fascinantes, incluyendo las frenéticas gesticulaciones de César Aira hacia la naturaleza no íntegra de la soberanía, incluida la soberanía de la representación; las representaciones fracturadas de Albertina Carri de la herencia de la subjetividad revolucionaria; los resonantes interrogatorios de Leonard Cohen sobre la lógica del sacrificio, que puede decirse que motiva tanto la política como una continuación de la guerra, como la distinción amigo-enemigo que subyace a la noción de paz; y la invocación de la Internacional Errorista a una errancia radical, aporética e innombrable, en el corazón de la solidaridad (todos somos terroristas).
Erin contrasta estos gestos anárquicos, indisciplinarios, con la díscola naturaleza de la verdad en la era de Trump: una visión orwelliana de la distinción entre lo verdadero y lo falso que descansa enteramente sobre el fundamento del poder soberano, resistiendo incluso las formas de conocimiento más empíricas y arqueológicas. Un poder que adopta un comportamiento anárquico bajo la violenta divisibilidad de su mando autárquico. En un análisis final, Erin lee «1984» de Orwell como un texto que “afirma la belleza en sus ruinas, la posibilidad de la escritura en su extinción, la imaginación en su destrucción, el hacer el amor en su desaparición”. No estoy segura acerca del hacer el amor (¿puede estar allí en alguna parte…?), pero sostengo que el libro de Erin afirma de manera similar la posibilidad y de hecho la necesidad de leer, escribir y pensar como actos anárquicos de supervivencia y resistencia en medio de la catástrofe en curso de nuestros tiempos.
* Traducción del inglés al español por Gonzalo Díaz Letelier.
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