El tren del progreso y la revuelta de Octubre II:
Woodbury y la violencia de la comunidad.
Woodbury y la violencia de la comunidad.
Por Gonzalo Díaz
Letelier
4.- WOODBURY.
En todo esto se ha tratado de territorios: que un
imperio no vea jamás esconderse el sol sobre sus tierras o bien que una baronía
tenga una extensión de cuatro cantones, lo importante es que hay territorio,
circunscripción, y por ende obediencia a la autoridad que reina sobre este
territorio. La importancia del territorio está en su extensión, claramente,
pero esta extensión por sí misma, y los esfuerzos para incrementarla, se valen
ante todo, de manera eminente (para
retomar un término del derecho antiguo), a su correlación en todos los puntos a
una autoridad dada, sea cual sea su origen (mito, conquista, vasallaje, casi
siempre todo a la vez). / (…). Ahora bien, simplificando mucho, como es
necesario hacer a veces, se puede decir que a la derecha se encontraban
aquellos que adherían enteramente al modelo de territorio provisto por su
autoridad. La “derecha” ha permanecido hasta ahora fiel a eso que la califica
como el “lado honorífico”. / (…). La derecha, sea cual sea su especie, no tiende
primeramente al poder y al orden. Ella lo hace porque su pensamiento mismo está
estructurado por un orden imponente (natural, religioso, poco importa) que se
impone por sí mismo. La derecha no es
solamente aquella que quiere el orden, la seguridad y el respeto tanto de las
leyes como de las costumbres. (…). Se podría decir: la derecha implica una
metafísica –o como se quiera, una mitología, una ideología– de algo dado, absoluta
y primordialmente dado respecto a lo cual nada o muy poco puede cambiarse en lo
esencial. La izquierda implica lo inverso: que esto puede y debe cambiarse.
(Jean-Luc
Nancy)[8]
La declaración
del estado de excepción sitúa a Piñera como un agente del ensamble entre Estado
y capital que repite hoy el gesto del dictador Pinochet, desplegando abiertamente
la defensa armada de la propiedad privada de las corporaciones frente a la
rebelión popular contra la dominación política y la explotación económica, la
conculcación de derechos sociales y la devastación de ambientes y modos de
habitar.
Desde
la irrupción de la revuelta del 18 de Octubre, en las calles de Santiago –y
ahora en diversos lugares a lo largo del país– conviven el encuentro entusiasta
y festivo en la rebelión con el horror y la tristeza por quienes han caído
desde que se declarara el estado de excepción y salieran los militares a las
calles. Pero también ha ocurrido que el gobierno ha incidido en las dinámicas
territoriales de la población implementando una vieja táctica de
auto-inmunización: situar discursivamente el conflicto entre la “gente de buena
voluntad” y los “bandidos”; producir “caos” mediante montajes donde se
involucran turbiamente el lumpen mercenario y policías de civil en ataques
incendiarios y saqueos; propagar mediáticamente el miedo a la invasión del
comunismo internacional, el vandalismo del enemigo interno y el desabastecimiento
(el corte de suministros como vieja táctica de “guerra psicológica”),
resultando de todo ello un cuadro de “destrucción del país” frente al cual,
tras unos días de agobio, la población vería el desate de la acción militar
mortífera como una situación límite necesaria para la “salvación del país” y la
restauración del orden –legitimando así de paso el trabajo de muerte de los policías
y militares que van arrancando a sangre y fuego la maleza del jardín del Edén
chilensis.
La
ejecución de este conjunto de estrategias devela, una vez más, que el orden en
el que vivimos es una obra de muerte que requiere de una base social que lo
apoye. El soberano, para ejercer el poder en sentido descendente, requiere del
movimiento ascendente de la obediencia de “la parte normal” de la sociedad.[9]
Sólo así puede efectivamente criminalizar la protesta social, esa “parte
maldita” del cuerpo social, como un
ataque irracional de los “violentistas” a “la ciudadanía”. Contra esa
enfermedad –la desobediencia como enfermedad
del cuerpo social (Hobbes)–, puede el orden del texto soberano inmunitariamente
incorporarse y adoptar vida psíquica en la base social de sus “autodefensas”
–hoy uniformadas, como toda fuerza de orden, en este caso adoptando la estética
de los “chalecos amarillos”. En comunas del sur de Santiago, particularmente en
sectores de lo que se da en llamar “clase media emergente”, grupos importantes
de vecinos se han uniformado, armado y atrincherado en sus condominios y
pasajes cerrados con vallas hechizas para defender a “la comunidad” y su
propiedad de los “bandidos” que amenazan con aparecer como hordas en medio de
un apocalipsis zombi. Acá por lo menos nunca llegaron, y los vecinos
convertidos en policías sólo se dedicaron a fanfarronear entre ellos, vociferando
cómo les darían un correctivo a los bandidos con sus bates de béisbol. En
cualquier caso esto no es baladí, pues las ovejas del rebaño que se sitúan rectamente, esto es, a la derecha del
Dios-Padre, repiten un gesto muy antiguo: Jean-Luc Nancy ha apuntado por ahí a
que “(…) el hecho de encontrarse a la derecha de una persona de importancia
tiene desde antaño un valor simbólico; desde la Biblia hasta los protocolos de
las cenas privadas se puede señalar ese rasgo”.[10]
El gobierno de Piñera, al ver tambalear los pilares del orden neoliberal, deja
de ser el típico sujeto neoliberal calculador y flexible del capitalismo tardío
como religión sin dogma, y retrocede situándose en una posición de derecha
prácticamente feudal: en el feudalismo no había “izquierda”, pues quienes no
mostraban su fidelidad pasaban a ser considerados inmediatamente como la
enfermedad satánica del cuerpo social –desobediencia y soberbia, transgresión
del orden divino-natural de las cosas, tendencia al no-ser.
Hay una serie norteamericana de
televisión llamada «The Walking Dead».[11]
Es un filme interesante toda vez que el apocalipsis zombi que inaugura en el
relato un tiempo de caos post-estatal da lugar a la formación de diversos y más
o menos creativos tipos de comunidades y estrategias de sobrevida. Hay
comunidades de hippies que devinieron caníbales, hordas de lumpen nómade, entre
muchas otras formas. Pero hay una que quisiera destacar: la comunidad de
Woodbury. Se trata de un pequeño pueblo ubicado en el condado de Georgia, que
tras el advenimiento de los muertos vivientes se organizó como un refugio
seguro para una comunidad dirigida por un benevolente dictador (el “Gobernador”)
que provee estabilidad y normalidad a los sobrevivientes que logran llegar
hasta ella y se acogen a su orden. La comunidad se rodea por una valla
construida con vehículos en desuso, alambres de púa, neumáticos y tablones de
madera, custodiada por vecinos-guardias armados que protegen al pueblo de los “mordedores”
que se acercan amenazando su seguridad. La comunidad de Woodbury también se despliega
ocasionalmente en la forma de la movilización
total contra otros grupos de gente asentada en las cercanías del pueblo,
autoafirmando al “nosotros” de la comunidad contra
los “otros”, definiéndose por contraste
con los “otros”, frente a los cuales habría que inmunizarse para mantener la
seguridad del territorio y la población. ¿No son tales vallas hechizas y la
movilización total contra los otros, bajo la égida de un dictador benevolente y
garante de estabilidad y normalidad, todos ellos elementos presentes en las
dinámicas de “autodefensa” promovidas frente a la protesta social
criminalizada? ¿No es acaso Piñera una suerte de dictadorzuelo que intenta
convertir a Chile entero en algo así como Woodbury? ¿No es la democracia
neoliberal de Piñera un tinglado espectacular que descansa sobre la lógica dictatorial de una guerra
mortíferamente predatoria y mortíferamente “pacificadora” contra el común de
los mortales que no se acoge a la norma antropológica de una vida que se
autointerpreta como ascendente?
Woodbury
está ardiendo. Y el Gobernador, en lugar de devolver los militares a los
cuarteles y abrirse a la virtualidad política de este momentum, ha estado sacando más militares a las calles y con más
intensidad asesina. El fuego de la imaginación y del coraje popular ha
comenzado a destruir el tinglado de la gobernabilidad del orden neoliberal que
intentan sostener los “Gobernadores” del hemisferio –Donald Trump, Jair
Bolsonaro, Aldo Duque, Lenín Moreno, Sebastián Piñera, Mauricio Macri y todos
los avatares que les han precedido y que les sobrevendrán. El fuego de la
revuelta no deja de arder. La revuelta como insurrección en las calles, pero
asimismo la revuelta de la imaginación como potencia común de hacer mundo, la
revuelta del pensamiento como rebelión contra la concepción lineal, monológica,
monocrónica, evolutiva y sacrificial de la historia, y contra todo sueño
antropológico inseminado teológicamente. En una entrevista con Gerardo Muñoz,
Giorgio Agamben invitaba a pensar “la relación comunitaria entre un elemento
anómico o anárquico y un elemento nómico e institucional. La posibilidad de una
política justa depende de esta dialéctica musical entre estos dos elementos”. Y
más adelante sostenía que “nuestras sociedades necesitan un polo destituyente y
anómico para contrarrestar la carrera ciega de la burocracia tecnológica hacia
el futuro”.[12]
Mientras el fuego aún arda, quedará por pensar
otros modos de poner en juego la revuelta, la vida en común y la relación misma entre vida y forma
–quizás éste sea el problema metafísico-político fundamental. Pero no sólo
pensando las derivas revolucionarias en sus momentos destituyentes, sino
también lo que puedan ser otros modos de poner en práctica la potencia común
constituyente y las instituciones.
[9]
Georges Bataille, «El Estado y el problema del fascismo»,
traducción del francés al español por Pilar Guillem, Editorial Pre-Textos /
Universidad de Murcia, Valencia, 11993.
[10] Jean-Luc Nancy, opus cit., s/p.
[11] «The Walking Dead», producida y
transmitida por la cadena norteamericana AMC desde 2010.
[12]
Giorgio Agamben, “Los modos están en Dios”,
entrevista con Gerardo Muñoz, en Revista Papel Máquina, n° 12 (diciembre 2018),
pp. 112-113.
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