Gonzalo Díaz Letelier
Anarqueologías errantes, Borges disjunto y el perro yagán.
Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de
lugares distintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber
inmovilidad (ocupación de un mismo lugar en momentos distintos).
(Borges)[1]
En su libro «Anarchaeologies» (Fordham, New York, 2020), Erin Graff Zivin plantea la cuestión de la lectura. Esto es, dicho al modo de la larga usanza greco-latina: légein, legere, “leer”, término que parece venir trazado como reverberancia sónico-imaginal de la vieja intuición sensible de recoger, tomar y reunir, recolectar, tramar o tejer. Pero en el caso de Graff de una particularísima manera, como una forma de leer, de recolectar distintas obras y diversos registros, de exponerlos entre sí en clave deconstructiva, como una suerte de idealidad en permanente siniestro –para usar una expresión de Willy Thayer–, configurando así la cuestión de una lectura errante y desobrante, puesta en juego con otros rigores, en la materialidad plástica del texto abierto a las interferencias del uso común. Como en el spinoziano clivaje no dialéctico entre natura naturans y natura naturata, se trata del texto y su lectura como un tejido que se deshace infinitamente al tejerse, más allá del narcicismo de toda conceptualidad auto-reflexiva. Entran en juego aquí rigores no necesariamente consuetudinarios. Al modo de una crítica inmanente, Graff Zivin señala cómo en el mismo acto de leer y comprender entran en juego preconceptos éticos y políticos, esquemas articuladores de la experiencia, la práctica y la producción, tales como soberanía, voluntad, decisión, identificación, reconocimiento, etc., avanzando, precisamente en el paso atrás de este señalamiento, una estrategia de lectura para la potencia de un “latinoamericanismo anarqueológico”, advertido, en su sustracción, de las limitaciones representacionales determinadas por las trazas de las políticas de lectura y reconocimiento, tramadas en la clave de una larga tradición de imaginación política, con sus múltiples imaginarios relativos a la excepcionalidad de la nación, el pueblo, el espíritu, la fictive ethnicity y otras formas categoriales similares de principialidad, identitarismo y consecuente articulación productivista de “la vida” en sentido arqueo-teleológico.
Graff Zivin, en una aproximación crítica a los modos de producción de sujeto, mundo e historia en América Latina, ha explorado esta cuestión en torno al contraste lógico entre dos genealogías del pensamiento político latinoamericano. Por una parte señala la tradición de la razón imperial hispana, con su “lógica inquisitorial”, arqueológica, principial e identitaria, cercana a una tendencia filológica conservadora que se dedica a excavar hacia “lo originario”. Por otra parte, Graff Zivin señala el registro marrano –según la fórmula de Alberto Moreiras–, que remite a una serie de prácticas críticas anarqueológicas de la principialidad metafísica y del identitarismo como metafísica de la presencia, entre las que se podría incluir al subalternismo, la deconstrucción, la infrapolítica y la posthegemonía, entre otras prácticas críticas habidas y por haber, por supuesto. Se trata de prácticas que lo que hacen es abrir la potencia de la reflexión ética y política –y lo hacen precisamente a partir de la puesta en abismo de nuestra facticidad ético-política principial, identitaria y productivistamente informada.[2]
En este contexto lee Graff
Zivin la cuestión de la lectura, a partir de la desarticulación de la
“intencionalidad” capturada por estructuras imperiales e inquisitoriales de adaequatio intellectus ad rem, en un
registro post-fenomenológico de la errancia
o anarquía de la noesis (intentio) y del noema (intentum), y claro está, tanto
en la escritura como en la lectura. ¿Qué significa en
la lectura o en la escritura, o en la política o en el arte, comenzar algo? La expresión “comenzar
algo” en latín se dice incipit aliquid,
donde resuena la raíz alius, que
nombra algo otro, algo-indeterminado.
Y de ahí incipit aliquō, esto es,
comenzar hacia alguna parte, ir no se sabe a dónde, desde un no-centro de la
acción. La ausencia del sujeto soberano –de aquel sujeto que se expresa en la
vanguardia programática de la acción como voluntad
de diseño– señala aquí la experiencia del abismo de lo social sobre el que
descansa toda gramática, de la intertextualidad que teje la textura de cada uso
del lenguaje, y de la potencia no capturada de tal uso. Un uso no capturado ni
por la ficción del autor ni por la función de su gramática pura. Aquí evocamos
a Nietzsche: “mientras sigamos creyendo en la gramática, no nos libraremos de
Dios”. O quizás en palabras de Sergio Villalobos-Ruminott, se trataría de
pensar un “materialismo aleatorio sin Dios ni referencia”.[3] La
anarquía de la noesis –que es en
cierto modo una ateología– implica la anarquía del noema. Escribe Jacques Derrida:
El
significado del significado es implicación infinita, la referencia indefinida
del significante al significado (…). Su fuerza es una cierta equivocación
infinita y pura que no da respiro al sentido significado, no le da descanso
(…), siempre significa de nuevo y difiere.[4]
Permítaseme una interferencia productiva. Edward Said ha puesto esta cuestión en relación con la pregunta por el comienzo, en los siguientes términos. Considerando la “equivalencia entre temporalidad y significancia” (Heidegger, Merleau-Ponty), esto es, que la disposición hermenéutica de la vida implica una esquematicidad del tiempo, la gramática de la discursividad que orienta el comportamiento práctico y declarativo implica una “noción formal de comienzo”:
Profundamente
temporal en sus manifestaciones, el lenguaje sin embargo provee espacio y
tiempo utópicos, las funciones extra-cronológicas y extra-posicionales sobre
las cuales su determinismo sistemático no parece inmediatamente tomar suelo
firme. Entonces, “el comienzo”, perteneciendo tanto al mito como a la lógica,
concebido como un lugar en el tiempo, y tratado como una raíz y como algo objetivo,
permanece como una especie de don en el lenguaje.[5]
Hay
una metafísica del comienzo que lo
sitúa como un trascendental, como una excepción
fundante, dinástica y secuencial.[6] Los
efectos de soberanía y gobierno de la vida sobre la vida de esta fantasmática
del sujeto moderno se expresan tanto en el “ego
imperial” de Descartes[7] como en
el “ego funcionario de la humanidad”
de Husserl.[8]
Tal metafísica, señala Said, a propósito de unos versos de Wordsworth,[9] pone en
juego a un sujeto productivo, determinado en su intención, pero que a
su vez conjura su infancia en el devenir común de lo animal. La sujeción del
animal, la captura de la infancia, se pondría en obra precisamente en la
objetivación de la propia vida en el tiempo, como imperialidad subjetiva sobre
el acontecimiento:
Esta
secuencia [el continuum
comienzo-medio-fin], como sea, parece estar “ahí”, a una distancia de mí,
mientras mi propia situación problemática es “aquí” y “ahora”. (…). Es mi
urgencia presente, el aquí y ahora, lo que me habilitará para establecer la
secuencia comienzo-medio-fin y transformarlo desde su condición de objeto
distante –localizado “ahí”– en el sujeto de mi razonamiento. Así concebidos y
caracterizados, tiempo y espacio rendirán una secuencia autorizada por un deseo
de significancia. Nietzsche plantea que la principal facultad humana es la
habilidad para percibir la forma (Gestalt);
tiempo y espacio, agrega, no son sino las cosas medidas de acuerdo a un ritmo.
Incluso un dialéctico como Lukacs escribe que “en la medida en que la
consciencia no es aquí conocimiento de un objeto opuesto (ahí), el acto de ser
consciente se convierte en la forma
objetiva de su objeto”.[10]
El
libro de Graff Zivin aborda estas cuestiones desde su exposición a otras
lecturas –que también sitúan la problemática del comienzo soberano excepcional
y la voluntad de diseño frente a la potencia común desobrante, o de la
ortodoxia autorizada versus la errancia, la herejía y el paganismo. La parte IV
del libro, dedicada a las estéticas y políticas del error, me parece clave en
esta dirección, especialmente el pasaje en que se remite a «Blindness and Insight», libro publicado por Paul de Man en 1971,[11] donde
trata del “error” como misunderstanding
y como unintentional insight, como
desviación aleatoria en la exposición más allá de toda conceptualidad
auto-reflexiva. En esta parte del libro Graff Zivin también sostiene la
necesidad de llevar adelante la reflexión sobre la tensión entre el concepto
literario de “error” y el decisionismo soberano en política, que sólo puede ser
vanguardista desde su ortodoxia –ya al comienzo de esta parte del libro Graff
Zivin había puesto en relación, aludiendo a Jacques Rancière, el “malentendido
literario” (malentendu littéraire)
con el dissensus o “desacuerdo
político” (mésentente politique). Se
trataría de pensar la diferencia, el desacuerdo, no como “ruptura” decisionista
y vanguardia programática, sino como “errancia” o no-decisión: una “política
sin futuro”, si se entiende el futuro aquí en sentido prescriptivo. Ya no se
trata del sujeto trascendental y de su idealidad como substancia de la
filosofía de la historia –como lo quisiera el sueño de una fenomenología del logos hermeneutikós originario–, sino de
una suerte de rendimiento interpretativo que está sustraído de toda apofánsis, de toda declaración, en
cuanto potencia anárquica y común, desfondando toda metafísica del sujeto y de
la presencia. Se trataría así de una democracia que se hace en común al fragor
del terror del acontecimiento, abandonando la vieja virtud de la obediencia a
un texto soberano.
* * *
Consideremos
la siguiente escena. Jorge Luis Borges, en el incipit de su "Historia de la
eternidad" (editio princeps 1936), y luego en su prólogo
a la misma obra, añadido en 1953. Borges lector heterocrónico de Borges, un
Borges lector de un Platón leyendo a otro Borges lector de otro Platón. Borges
disjunto. Vaya un pasaje de Borges de 1936:
En aquel pasaje de
la Enéadas que quiere interrogar y definir la naturaleza del tiempo, se
afirma que es indispensable conocer previamente la eternidad, que –según todos
saben– es el modelo y arquetipo de aquél. Esa advertencia liminar, tanto más
grave si la creemos sincera, parece aniquilar toda esperanza de entendernos con
el hombre que la escribió. El tiempo es un problema para nosotros, un
tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la
eternidad, un juego o una fatigada esperanza. Leemos en el Timeo de
Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad; y ello es apenas un
acorde que a ninguno distrae de la convicción de que la eternidad es una imagen
hecha con sustancia de tiempo. Esa imagen, esa burda palabra enriquecida por
los desacuerdos humanos, es lo que me propongo historiar.[12]
Borges comienza el libro situando la cuestión
de la “eternidad” platónica, en lo que va desde el discurso del «Timeo»
de Platón hasta el libro V de las «Enéadas» de Plotino
y más acá en la tradición teológica cristiana católico-romana, que implica la
noción de un Demiourgós (dios-productor) como “inteligencia
ordenadora”. Un dios que es “acto puro” de creatio
ex nihilo en transitivo
–pues es un dios “trascendente”–, mientras nosotros, mortales, transitamos
incesantemente “de la potencia al acto” –y lo hacemos, dicho sea, en un
movimiento teleológicamente orientado, ya sea desde la perfección de la idea
eterna articuladora de los viejos regímenes teológico-políticos o desde la
axiomática algorítmica de los nuevos sistemas automatizados de gobernanza en
curso. Al situar así las cosas, Borges evoca de paso algunas de sus
interferencias, desde el escritor Miguel de Unamuno ("Nocturno el río
de las horas fluye / desde su manantial que es el mañana eterno...") hasta
el filósofo matemático Alfred North Whitehead (los objetos eternos que
constituyen el "reino de la posibilidad" e ingresan en el
tiempo). La cosa, así, se dibuja así: el tiempo transcurre bajo la égida de la eternidad de una
inteligencia ordenadora que hace del mundo un régimen de producción y deuda, un
museo de formas principiales e idénticas a sí mismas, estáticas y
paradigmáticas, respecto de las que se mide al singular en falta. Respecto de
ello el saber sería revelación o intuición categorial, texto sagrado o
soberano, ex-posición o sacar a la luz, vocación arqueológica por lo originario
que domina el movimiento –problema central de toda la metafísica occidental
como matriz teológica y pastoral de pensamiento. Pero... aparece el Borges
del “prólogo” de 1953:
Poco diré de la
singular "historia de la eternidad" que da el nombre a estas páginas.
En el principio hablo de la filosofía platónica; en un trabajo que aspiraba al
rigor ontológico, más razonable hubiera sido partir de los hexámetros de
Parménides ("no ha sido nunca ni será, porque ahora es"). No sé cómo
pude comparar a "inmóviles piezas de museo" las formas de Platón, y
cómo no sentí, leyendo a Escoto Erígena y a Schopenhauer, que éstas son vivas,
poderosas y orgánicas. Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de
lugares distintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber
inmovilidad (ocupación de un mismo lugar en momentos distintos).[13]
El Borges de 1953 lee severamente al Borges
de 1936 como poco razonable, haciendo comparaciones simplonas y pobre de
sensibilidad para con el no-lugar que da
lugar, la misteriosa khôra del Platón del «Timeo». Se trata
de un Borges que se ve expuesto a una “mala” lectura por demasiado correcta,
digamos: por estar regida ya siempre, de antemano, por el doblez metafórico del
lenguaje sedimentado, anquilosado como tradición patriarcal y escolástica. Archivo,
patrimonio o mercancía, pensamiento fósil, en el discurso canónico de la
teología platónico-cristiana y su preservación universitaria. Asentado en su
relación principial e identitaria con la idealidad, y asimismo sedimentado
en los esquemas articuladores de la experiencia del tiempo que son correlativos
a esa relación de la vida imaginante con las formas ideales que pueblan la
comunidad y su pliegue en el “alma” de las “personas” –para decirlo
nietzscheanamente. Al Borges de 1936 se le escaparía leer la anarquía del noema que hace a la dinámica del
acontecimiento de la physis de la que habla Platón. Para años más tarde aparecer
lejos del monólogo platónico narcisista más escolástico, que no es el de Borges
de 1953, releyendo, pareciera que otra vez por primera vez, a Platón.
La lectura correcta: un poder de lectura
correcta (adaequatio, “pura” mímesis), una suerte de
platonismo sin khôra que Borges señalaba ser el agostamiento de su,
digamos, “mala” lectura juvenil de Platón. En la queja del Borges de 1953 hay
un malum, pero no una negación lógico-categorial, no es un malum cristiano
de corte platónico-agustiniano: no es “defecto”, no es “falta”. Se parece más a
la positividad de un lastre y a una opresión. Es lo que uno podría sentir respecto
de todo arielismo y neo-arielismo posible, como la carga de su corrección
paradigmática y pastoral. Más que de una disputa por la corrección del
concepto, se trata de una querella por la físico-química del concepto, por su
tecnología de vida. Contra el
neo-arielismo, digamos que el problema no es la filología, sino su uso. ¿De qué
Platón habla Borges? ¿A qué Borges nos referimos? No se trata de disolver todo
en nada, sino de atender a la proliferación de singularidad que aporta la
lectura disjunta, no totalizante ni cristalizada en enunciados viriles, sin
espíritu de autorización y sistema.
Me parece que el texto de Borges permite
pensar, más que una disputa acerca del tiempo y la eternidad entre los términos
del platonismo cristiano y los de Nietzsche, una querella en el sentido que
apunta Graff Zivin –que fue de algún modo también la querella de Nietzsche con
la filología universitaria alemana en su minuto. La querella entre la lectura “correcta”
que captura la potencia del pensamiento –la “fatigada esperanza” de la que
habla Borges, alucino–, y la lectura errante que la pone en juego potenciándola
con otros rigores y aperturas. Una buena lectura no es necesariamente la
correcta, así como una mala lectura no es necesariamente la errada. Si es que no
tenemos como esquema regulativo la continuidad de la máquina soberana y sus
usos consagrados, sino que jugamos y luchamos en medio del experimento en común
de la potencia de pensar y relacionarnos.
* * *
Un día me encontré en una
conversación, en un juego, con una amiga antropóloga y algunos de sus amigos, bromeando
a propósito de una fotografía de su compañero perro llamado Nube: un poodle, con lentes, frente a un libro.
En algún momento me limité a bromear fingiendo una hipótesis: los perros como Nube
“no hablan porque no quieren trabajar” –una hipótesis que alguna vez le escuché
a un amigo sociólogo. En eso estábamos cuando alguien remitió en la conversación
al perro yagán.
Ocurre que el perro yagán era un cánido del
fin del mundo, hoy extinto. Vivía entre los Yaganes y los Selknam, todos
habitantes de la Isla Grande de Tierra del Fuego, en el extremo austral del
continente americano y las tierras emergidas circundantes –sus dispersiones
geográficas, las de humanos y perros, coincidían. Las imágenes del perro yagán
que aquí comparto son del Bulletin of the Museum of Comparative Zoology at
Harvard College (1863).
A diferencia de otros perros que derivan del encuentro
del humano con el lobo (Canis lupus),
el perro yagán derivaría más bien del encuentro entre el humano y el zorro
austral americano (Lycalopex culpaeus).
Ese “encuentro”, claro está, figura en el libreto historiográfico humano como
un agenciamiento de “domesticación”.
El relato de la filiación se anduvo desarmando en
2009, descolocado por un nuevo misterio, cuando un estudio de ADN realizado por
un equipo científico dirigido por Graham Slater, de la Universidad de
California en Los Ángeles, detectó que el pariente vivo más cercano al perro
yagán es en realidad el aguará guazú (Chrysocyon
brachyurus, abajo en la imagen), un cánido autóctono de las regiones de
espesuras y pastizales del Chaco boreal paraguayo, del Chaco argentino, de la
llanura beniana de Bolivia en donde es conocido como borochi, de las pampas del
Heath en Perú, así como en la cuenca de los ríos Paraguay y Paraná, en
Sudamérica. El estudio confirmó, ahora en otro registro y deriva de lectura,
que ambas especies se separaron hace alrededor de 6,7 millones de años atrás. Y
los cánidos sólo lograron expandirse por América del Sur hace unos 3 millones
de años.
Curiosamente, una de
las pocas menciones que se conservan del perro yagán se halla en una
conferencia del ingeniero rumano, nacionalizado argentino, Julius Popper. Se
trata de una conferencia del 5 de marzo de 1887, en el Instituto Geográfico
Militar Argentino. Popper fue un personaje tristemente célebre en el extremo
sur americano: ilustrado, formado en París, viajero y políglota, fue una mezcla
de ingeniero, científico y “cazador de indios”. Popper se autointerpretaba como
un científico de corte “darwinista”, por lo que su matanza de “salvajes”, como
les llamaba, no sería sino el corolario lógico del principio de exclusión competitiva.
Una vez concluida la “Conquista del Desierto” –es decir, la consolidación
militar de la soberanía del Estado de Argentina sobre el territorio mapuche,
operación análoga a la “Pacificación de la Araucanía” en Chile–, estancieros,
buscadores de oro y particulares avanzaron sobre Tierra del Fuego. La fiebre
del oro y la proliferación de la industria ganadera desencadenaron una brutal
campaña de exterminio contra la población indígena: fueron aniquilados o
desplazados de las tierras que habitaban, las cuales fueron apropiadas por los
estancieros y colonos. Con licencia científica para matar, su racismo lo
habilitó para emprender una limpieza étnica: los indios “no podían” entender el
sentido de los cercos y cazaban el “ganado”, para comer, no entendiendo la
propiedad privada. Popper participó de buena fe en el genocidio, en nombre de
la razón, de la civilización, de “lo humano” –todo documento de cultura es un
documento de barbarie, decía Walter Benjamin. El álbum fotográfico de la
expedición de caza de indios de 1887 –que se encuentra en el Museo del Fin del
Mundo, en Ushuaia– fue un obsequio de Popper para el presidente argentino
Miguel Juárez Celman. La cosa es que Popper, en su conferencia de ese mismo año
en el Instituto Geográfico Militar, junto con describir el modo de vida de los Selknam,
nómadas, cazadores y recolectores, hace allí algunas breves consideraciones del
perro yagán: ante todo le extraña a Popper que el perro no sirva para la caza y
la defensa territorial del grupo de indios... y que en lugar de ello parezca
tener otro tipo de vínculo con ellos:
Para cerrar el rápido croquis de la fauna fueguina
solo me queda por mencionar el perro que, con orejas paradas y gruesa cola,
tiene cierto parecido con el zorro aunque su color es a veces enteramente
blanco. / Acostumbrado a apreciar en la raza canina su proverbial adhesión
hacia el hombre, me causó estrañeza la circunstancia, observada repetidas
veces, de que el perro fueguino carece absolutamente de esas calidades. Nunca
los vi, por grande que fuera su número, tomar una actitud agresiva o bien
defender a sus amos cuando éstos se hallaban en peligro. He averiguado además
que no sirven para la caza del guanaco, pues en distintas ocasiones los vi
disparar a gran carrera delante de un guanaco perseguido por nuestra perrada,
que se componía esclusivamente de la raza Canis
graius (el Grey Hound de los ingleses). Recuerdo también haber encontrado
cierto día un guanaco herido de tres flechazos, que los onas abandonaron al vernos
llegar, y el cual no presentaba ninguna mordedura de perro ni rastro de haber
sido ofendido por estos. / ¿Qué servicio prestan entonces las numerosas
perradas a los indios? Una casualidad vino a contestar esta pregunta. Estando
una tarde en la playa de la Bahía Lomas, recogimos cuatro criaturas de seis a
ocho años de edad y las llevamos, no obstante las enérgicas protestas —bien
justificadas por otra parte— del mayor de los muchachos, hacia un alojamiento
indio abandonado una hora antes. Al hacerles entrar en uno de los toldos
asumieron luego una apariencia somnolienta, acurrucándose los cuatro en un solo
punto. A poco más noté que los perros entraban uno a uno en el toldo,
colocándose en grupo alrededor de los pequeños onas, para asumir la forma de una
especie de envoltura, que bien pronto apenas dejó entrever la cabeza de los
chicos: se encontraban éstos completamente rodeados de perros de todo tamaño. /
Me arriesgo, pues, mientras no obtenga mejores datos, a emitir la opinión de
que los perros fueguinos solo sirven para completar el abrigo defectuoso del
indio, o mas bien, como mueble calorífero del ona.[14]
En el monólogo narcisista de la civilización, Popper
hace la “lectura correcta”, en sentido colonial y humanista, claro, de lo que
sea el perro yagán. No puede leer otra relación perro-humano que no sea la instrumental,
pues tal otra lectura no encajaría en la temporalidad de su subjetividad y la
gramática de su obra. “¿Qué servicio prestan entonces –pregunta Popper– las numerosas
perradas a los indios?” Incluso cuando descubre que no es que el perro yagán no
sirva para nada, lo reduce categorialmente a la función de “mueble calorífero”.
Mezcla de perro y zorro, el misterioso perro yagán compartía con los Yaganes y
los Selknam la continuidad sensible de los cuerpos, el calor en medio de uno de
los climas australes más implacables del planeta. El perro yagán no “trabajaba”
ni la marca del territorio “soberano” de un grupo humano, ni la caza de otros
animales con sus “amos”. Sólo compartía la vida con los humanos y sus crías,
como calor y cuidado mutuo. Simbiosis de una ecología singular, perros-zorros y
humanos del archipiélago austral finalmente compartieron, también, la deriva a
la extinción con la llegada de la “civilización” y su máquina de guerra.
[1] Borges,
Jorge Luis, «Historia de la eternidad»,
Editorial Emecé, Buenos Aires, 11953, p. 9.
[2] Graff Zivin,
Erin, «Anarchaeologies. Reading as Misreading»,
Fordham University Press, New York, 12020, p. 31 y ss. Ver también
Graff, «Beyond Inquisitional Logic, or,
Toward an An-archaeological Latin Americanism», en The New Centennial
Review, vol. 14-1 (2014), Michigan State University Press, pp. 195-212; y
Graff, «El pensar-marrano; o hacia un
latinoamericanismo anarqueológico», en Castro, Rodrigo (ed.), «Poshegemonía: el final de un paradigma de
la filosofía política en América Latina», Editorial Biblioteca Nueva,
Madrid, 12015, p. 207 y ss.
[3] Villalobos-Ruminott,
Sergio, «Soberanías en suspenso.
Imaginación y violencia en América Latina», Editorial La Cebra, Buenos
Aires, 12013, p. 156, y una variación sobre esta cuestión en p. 168
y ss.
[4] Derrida, Jacques, «Speech and Phenomena, and other Essays on Husserl’s Theory of Signs»,
traducción del francés al inglés por David Allison, Northwestern University
Press, Evanstone, 11973, p. 58.
[5] Said, Edward, «Beginnings. Intention and method», Basic Books Publishers, New
York, 11975, p. 43.
[6] Ibídem, p.
33.
[7] Said, sobre
el sujeto soberano, fundante y fundamento: “La conciencia, ya sea como pura
universalidad, irremontable generalidad, o actualidad eterna, tiene el carácter
de un ego imperial; en esta perspectiva, el argumento cogito ergo sum era para Valéry ‘como un clarín tocado por
Descartes para invocar los poderes de su ego’. / El punto de partida es la
acción reflexiva de la mente atendiendo a sí misma, dejándose efectuar (o
soñar) una construcción de un mundo cuya semilla implica totalmente su resultado”
(Said, opus cit., p. 48).
[8] Said, sobre
el sujeto funcionario y su profesión infinita de aclarar los marcos
hermenéuticos para el gobierno de la vida: “Husserl merece especial atención,
dado que la excesiva pureza de su proyecto filosófico completo hace de él,
pienso, el epítome de la mente moderna en busca de comienzos absolutos; él ha
sido bien llamado el perpetuo Anfänger
(comenzador)” (Said, opus cit., p. 48).
[9] Ibídem, p.
45.
[10] Ibídem, p. 42.
[11] Graff Zivin,
«Anarchaeologies», p. 121 y ss. Ver también «Del
marranismo: Derrida avec Montaigne», ensayo presentado en el III Seminario Crítico-Político Transnacional en
la Real Academia Conquense de Artes y Letras en Cuenca, España, en julio de
2016, y se publicará en Graff Zivin, Erin; Lezra, Jacques; Moreiras, Alberto y
Villacañas, José Luis (eds.), «Pensamiento
y terror social: El archivo hispano», por Escolar y Mayo Editores, Madrid.
[12] Borges, Jorge Luis, «Historia de la eternidad», Editorial Emecé, Buenos Aires, 11953,
p. 11.
[13] Borges, opus cit., p. 9.
[14] Popper, Julius,
«Atlanta, proyecto para la fundación de
un pueblo marítimo en Tierra del Fuego y otros escritos», Editorial Eudeba,
Buenos Aires, 12003.