En este breve excurso (que
funciona como introducción aun trabajo de mayor alcance) intentaré tres cosas
diferentes: 1) una presentación superficial pero orientadora de las principales
líneas de trabajo desarrolladas por Reiner Schürmann en su confrontación con la
filosofía occidental. 2) Un comentario acotado a la lectura que Schürmann
realiza de Heidegger y de por qué esta lectura sería relevante en la
actualidad. 3) Una interrogación de nuestra ocasión específica o, por qué leer
a Schürmann hoy, podría ser una iniciativa intelectual decisiva para nosotros –y
¿quién sería este “nosotros” que parece ser tan natural?-. Por supuesto la
complejidad y riqueza del pensamiento de Reiner Schürmann no puede ser reducida
a una simple presentación, pues lo que está en juego en su trabajo no es solo
una idea ni un sistema de ideas, conceptos, hipótesis, sino una lectura de gran
parte de la tradición filosófica occidental destinada a hacer posible, incluso
lógica, su propia intervención. Leer a Schürmann es leer, a través de él, esta tradición
filosófica y puntuarla según sus énfasis.
Diría entonces que aquí ya tenemos un primer problema: ¿cómo
la historia de la filosofía occidental en cuanto constante olvido del ser (y
ésta ya es una interpretación a la que hemos consentido voluntaria o
involuntariamente), alcanza su propia “realización” y cómo esta realización nos
permite formular de nuevo la pregunta por el ser de manera no convencional? Más
aun, ¿cómo, en su momento más radical, la historia de la metafísica se abre a
sí misma, a través de su realización que también es su agotamiento (el marchitamiento
de sus principios), hacia el ser?
En otras palabras, ¿cuál sería la lógica de esta supuesta paradoja y cuáles
serían sus mecanismos? ¿Pertenecen ellos a un secreto plan de la razón, a sus
estrategias, sus prácticas, sus subjects?
Finalmente ¿qué significa que la metafísica alcance su propia finalidad en y
como techné, no solo como tecnología,
sino en la constitución cartesiana de la subjetividad en cuanto núcleo del
pensamiento moderno? Permítaseme entonces proceder de acuerdo a mi plan.
* * * * *
Reiner Schürmann es un pensador consistente. Además de
una serie considerable de artículos que han sido incorporados en libros
colectivos o que aún esperan una edición crítica, podemos mencionar cinco libros
fundamentales: Maître Eckhart et la joie
errante, (París 1972); Les Origines
(París1976); Le principe d'anarchie:
Heidegger et la question de l'agir (París 1982, recientemente revisado,
2013); Des hégémonies brisées
(Mauvezin 1996); y el recientemente publicado volumen titulado On Heidegger’s Being and Time (2008), que
corresponde a un manuscrito incompleto sobre la obra magna de Heidegger y dos
piezas complementarias escritas por Simon Critchley, piezas que intentan
“enmarcar” la interpretación de Heidegger elaborada por Schürmann.
Es obvio, por lo tanto, que el pensamiento de Martin
Heidegger constituye la referencia principal de su trabajo. Sin embargo, no parece
acertado reducir a Schürmann a la condición de un discípulo del alemán, aun
cuando efectivamente sea uno de los heideggerianos más importantes del siglo
XX. Su confrontación con la filosofía occidental se extiende desde Aristóteles hasta
Tomás de Aquino, desde Meister Eckhart hasta Lutero, desde Plotino hasta Schelling,
desde el idealismo alemán hasta Heidegger, y desde Nietzsche a Foucault,
Derrida y Hannah Arendt. Desde su primera publicación hasta Des hégémonies brisées se percibe un
doble movimiento de profundización y
de expansión de su particular
comprensión de la filosofía como una historia del ser organizada epocalmente,
cuestión que obviamente hereda de Heidegger. Esta relación entre filosofía,
historia del ser y epocalidad, opera en un doble registro: por un lado, se
trata de pensar la filosofía como una práctica interpretativa concernida con el
ser, pero, a la vez, este ser que constituye el objeto de la reflexión
filosófica, no es interrogado en su singularidad ni pensado en su radical
heterogeneidad, sino traducido a la relación entre particularidad y
universalidad. Esta traducción de lo singular a lo particular permite
interrogar al ser desde una universalidad constituida principialmente, es
decir, articulada hegemónicamente en torno a principios interpretativos y
fantasmáticos que operan produciendo un interdicto o mandato sobre cómo entender
lo real. Estos mismos principios, por otro lado, tienen una historia, no
necesariamente lineal, que puede ser organizada epocalmente, y Schürmann
enfatiza la condición heterocrónica del “montaje” metafísico para oponerse a la
idea de que los principios “progresan”, es decir, de que habría algo así como
una progresión principial en la historia de la filosofía como captura normativa
y comprensión del ser -cuestión que lo distancia, radicalmente, del modelo de
la filosofía de la historia y del modelo de la historia de la filosofía
hegeliano. De esta forma, la filosofía deviene historia del ser, una vez que su
singularidad ha sido vertida en una particularidad significante, sin importar
si esta historia es o no lineal.
A la vez, una época filosófica se constituiría en torno a
una serie de primeros principios que trabajan como mandatos o interdictos (inyuctions) nómicas o configuraciones
hegemónicas de sentido, articuladas por un referente fantasmático (el uno, la
naturaleza, la conciencia, etc.). Más importante que estos referentes
histórico-trascendentales, sin embargo, es la misma mecánica de la articulación
hegemónica del sentido, pues es su “operación” la que reduce la historia del
ser a una suerte de “lógica del reconocimiento” que trae a presencia la heterogeneidad del ser a través de la fuerza
hermenéutica y normativa de esos referentes. La epocalidad es, entonces, el
resultado de la articulación hegemónica del ser como presencia confirmatoria de
los interdictos nómicos constitutivos de una determinada economía conceptual.
La historia del ser, ya siempre epocalmente organizada, se muestra como la
yuxtaposición de principios hegemónicos que reducen el ser a presencia,
forzando su singularidad y convirtiéndola en el “caso particular” de una ley
(interdicto) epocal.
Para Schürmann, la fuerza de los referentes consiste en
su capacidad para dar sentido, para dar razón si se quiere, a una realidad
histórica particular. Pero esta donación también es una traducción de la diversidad –incluso, de la heterogeneidad radical-
del ser a la economía principial que norma dicha época. Esta es la fuerza del principio de razón, y define la tarea de la
filosofía profesional. Pero aquí también radica el componente trágico de la
filosofía, que consiste en el sacrificio de la singularidad de lo que es a la
condición de “un caso”, es decir, la
conversión de lo singular en una particularidad que ya siempre tiene sentido
gracias a su relación constitutiva con los principios tenidos como universales.
De hecho lo universal no es otra cosa que un proceso de universalización del
mandato hermenéutico que articula el orden hegemónico de una época.
En este sentido, la confrontación de Schürmann con la
tradición filosófica está a tono con la tarea heideggeriana de la destrucción
de la metafísica. Esta destrucción operaría de la siguiente manera: primero,
identificando los principios que articulan una epocalidad dada o un momento en
la historia del ser, esto es, los principios o referentes fantasmáticos que
reducen el ser (su singularidad) a un problema de sentido y saber (a la
relación entre particular y universal). Segundo, comprendiendo la forma en que
estos principios trabajan como mecanismos productivos que le dan lenguaje a una
época (de cierta manera, estos referentes funciona en Schürmann de manera
similar a como funcionan las categorías en el sistema kantiano.) Tercero,
identificando la forma en que los discursos de la filosofía profesional
funcionan como traducción y ajuste de la diversidad de la
experiencia sensible, del mundo (facticidad y pensamiento), a la configuración
normativa donada por los principios
(el filósofo, y Schürmann se refiere al filósofo profesional, tiene como
función hacer trabajar los principios como referentes que posibilitan la
racionalidad de lo real, su legibilidad).
En este sentido, el trabajo del filósofo profesional no es solo el de
corroborar la fuerza hermenéutica de los principios, sino también, y de manera
decisiva, el de ajustar la realidad a dichos principios. La destrucción
heideggeriana de la metafísica deviene en Schürmann una interrogación sostenida
de la filosofía como una práctica profesional de poder; el poder de una
“donación” que es siempre también una “reducción” del ser al “sentido” (aunque
esta reducción se haga, precisamente, en nombre de la crítica).
De acuerdo con esto, su comprensión de la destrucción o
deconstrucción (Abbau y Schürmann
tiende a traducirla como deconstrucción más que como desmantelamiento) implica
una nueva tarea para el pensamiento, o si se quiere, una nueva tensión entre
filosofía y pensamiento (en cuanto actividad práctica anárquicamente articulada alrededor del ser). Para decirlo en otros
términos (y teniendo presente el texto de Heidegger de 1966 titulado “El fin de
la filosofía y la tarea del pensar”), si la tarea del pensamiento es la
deconstrucción de las economías principiales que capturan normativamente al ser
de los entes, para acceder a una suerte de serenidad (Gelassenheit) del “ser sin un por qué”, este pensamiento no está
concernido con la historia de la filosofía ni con el sentido que ésta pueda
tener, pero tampoco se desgasta en lecturas críticas o exegéticas de los textos
principales de la “tradición”. Por el
contrario, el pensamiento piensa al ser,
y el ser no es una entidad ni el primero o el más importante referente, sino
una constelación de la presencia que se sustrae y se desoculta a sí misma en
nuestra confrontación con el “mundo” (en efecto, la destrucción/deconstrucción
de Schürmann nos lleva a la topología del ser haciéndola primar sobre la
analítica como primera formulación de este problema en el corpus heideggeriano). Entonces, el mundo como constelación y
prolongación del ser no esconde una estructura subyacente, ni se mueve de
acuerdo con una razón final, una secreta teleología, sino que está tramado como
una presencia anárquica para el Dasein.
La tarea del pensamiento, por lo tanto, no consiste en la “clarificación” de
las condiciones existenciales del Desein
para acceder al sitio trascendental de una subjetividad racional (la línea que
va desde Descartes a Hegel, desde Kant a Husserl) y ésta sería la diferencia
entre la epoché fenomenológica y la epoché destructiva. En Schürmann la epoché abre hacia la an-arché y esta an-arché interrumpe el pros hen en cuanto operación filosófica
distintiva. Esto es posible, por supuesto, porque Schürmann lee la epoché heideggeriana como una inversión
de la epoché husserliana, una
inversión del paréntesis con el que Husserl intentaba suspender el mundo de la
actitud natural. Con esta inversión, el paréntesis, torcido o enrevesado, ahora
suspende la subjetividad filosófica y sus intuiciones trascendentales, liberando al mundo desde las tareas infinitas de la conciencia
racional (traducción y ajuste) y liberando
al pensamiento del sujeto (conciencia
trascendental).
En este sentido, Schürmann habita al final de la
filosofía profesional, cuya tarea fue, entre otras, la clarificación de la
historia del saber filosófico de acuerdo a determinados principios epocales.
Sin embargo, domiciliarse en el fin de la filosofía es también suspender dicha
tarea profesional (clarificación), entendiendo que cada nuevo momento en la
historia filosófica del ser produce, a partir de un idioma particular, su
propio reverso fantasmático. De hecho, habitar en este fin es también resistir
la tentación de transitar a un nuevo –más moderno- idioma metafísico, a una
nueva institución categorial, a pesar de que dicha transición se haga en nombre
de la humanidad.
Esta es, por lo tanto, la pregunta de Schürmann ¿qué
hacer al final de la metafísica? Pregunta que no debe ser considerada como
ingenua, ni que apunta al fin de la metafísica como si se tratara de un
fenómeno empírico. La realización o finalización de la metafísica no es un
hecho; es, por el contrario, el momento histórico en el cual los principios
modernos que articulan el orden hegemónico del pensamiento se marchitan, o, mejor
aún, se desvanecen. Esta suerte de agotamiento de la fuerza hermenéutica y
normativa de los principios interrumpe la capacidad del discurso filosófico
para reproducir ad infinitum su
configuración significante y abre hacia la an-arquía como una nueva relación
con el ser, más allá de todo enmarcamiento (Gestell).
Ahí mismo, pensar topológicamente la comparecencia del ser nos lleva a una
radicalización de la analítica existencial de Heidegger, es decir, nos lleva a
una analítica de los cuasi-principios últimos (natalidad y mortalidad) en los
que se juega la problemática de la existencia, sin olvidar que la misma lógica
capitalista contemporánea habría producido un principio de equivalencia que se
presenta a sí mismo como “aprincipial” (cuestión que abre la problemática del
nihilismo de forma inédita).
En otras palabras, lo que está en juego aquí es la
modulación específica (histórica) que Schürmann realiza de la diferencia
ontológica, cuestión que más que cerrar un capítulo, abre una discusión central
para “nosotros”. No se trata solo de pensar el estatuto óntico de la condición
ontológica de la anarquía, que resulta del agotamiento de la organización
principial-epocal de la historia del ser (digamos, su “política”), sino también
la misma articulación o plegamiento entre lo óntico y lo ontológico en términos
de una concepción no jerárquica ni atributiva del ser (de la ontología
clásica), una concepción marcada por la equiprimordialidad o co-originariedad
entre el ser y sus manifestaciones “mundanas”. En tal caso, si la anarquía
fuera leída solo a un nivel “ontológico” estaríamos introduciendo,
subrepticiamente, una jerarquía ontológica, aunque solo fuese para romper con
ella. Pero si leyésemos la anarquía más allá de esta jerarquía, en su condición
“política”, entonces, lo que sigue estando pendiente sería la elaboración misma
de la relación entre an-arché y
política, más allá de las formas históricas del anarquismo, pues de lo
contrario, estaríamos ante un burdo intento por fundamentar, desfundamentando,
al anarquismo político moderno. Schürmann, obviamente, está advertido de esto y
su argumento radica en constatar, a través de una muy particular lectura de la
destrucción heideggeriana, la radical disyunción
de teoría y práctica, cuestión que no solo desactiva la filosofía de la
historia (y su organización epocal), sino la misma función fundamentadora de la
filosofía en relación con las prácticas, haciendo posible una política sin
“sujeto”.
* * * * *
Por otro lado, y antes de discutir el complejo carácter
de esta anarquía, es importante entender el proyecto de Schürmann como una
confrontación con la metafísica bastante idiosincrática y que no puede simplemente
homologado ni con la destrucción heideggeriana, ni con la genealogía
nietzscheana, ni con la arqueología foucaultiana. El mismo Schürmann muestra su
resistencia a la aceptación general que la deconstrucción ha recibido en
Francia y en América, y por supuesto, con esto se abre un delicado problema que
debemos considerar con detención, precisamente por las diferencias de sus
respectivas lecturas de Heidegger y de Husserl. Como sea,
citémosle brevemente aquí para abrir un problema.
Para deconstruir fantasmas hegemónicos, no se puede
confiar en lanzamientos de dados interpretativos, ni dejar que la misma
deconstrucción sea producida por colisiones fortuitas de significados y significantes,
ni menos atacar al texto desde sus márgenes. Es necesario ir directamente a lo
más denso –a las tesis sobre las cuales, tanto un texto, como una época,
descansan, tesis que se tuercen tan pronto como son reconocidas en su condición
legislativa. (BH 15)
En vez de entretenernos jugando
con la flexibilidad de los significantes, con la polisemia del texto, con la
archi-escritura y la traza del sentido en el orden a-gramatical de la historia,
Schürmann propone asumir la tarea casi imposible de deconstruir la organización
hegemónica de la metafísica como historia del ser. Y aquí mismo, uno se podría
preguntar ¿hasta qué punto esta configuración hegemónica no es, ella misma, ya
siempre una inseminación fantasmática necesaria para gatillar la tarea del
pensamiento? No estoy pensando solamente en la diferencia entre différance y hegemonía, entre el
referente fantasmático y el espectro (como resto incalculable o excesivo de la
presencia), sino también en la forma en que la configuración hegemónica de la
metafísica puede ser leída como una retro-proyección
hecha desde la anarquía ontológica, en cuanto estrategia para justificar una hipótesis histórico-trascendental
sobre la realización de la metafísica. Esta realización que obviamente no
apunta hacia una teleología vulgar, sin embargo, se impone a sí misma como una
economía de lectura particular, esto es, como una determinada lectura de la
tradición y sus textos, lectura que enfatiza en ellos la articulación principial del sentido y no lo que podríamos llamar el juego de significación heterogéneo
que habita en el centro ausente de cada texto. Pues esta heterogeneidad
complejiza la organización principial del sentido, despabilando las
contra-fuerzas y las resistencias que siempre ya están en obra a través del
texto y sus diferentes interpretaciones. Estas resistencias, ciertamente,
desvirtúan la identificación convencional del texto con los principios
epocales, pervirtiendo la “donación” filosófica de sentido mientras que abren
el texto a otra donación, a otra economía aneconómica, que no acaece en la
temporalidad continua de la tradición, ni dentro de los márgenes de la
filosofía profesional.
Detengámonos aquí un momento más y exageremos el punto.
La articulación hegemónica de la metafísica no sería, en sí misma, nada más que
el resultado de una lectura posibilitada por la condición post-hegemónica de la
anarquía. Pero, si los textos mismos son siempre algo más que la economía
principial que los organiza, si es que los textos resisten la ley de hierro de la interpretación que los articula, ¿no
implicaría esto que la post-hegemonía no es otra cosa que una hipótesis
formulada para controlar, para conjurar, para exorcizar otro fantasma, el
espectro de la différance? Obviamente,
no se trata de afirmar que la filosofía es una infinita batalla de
interpretaciones, batalla para la cual se necesitarían líderes y generales,
caudillos y pastores del ser, pues esa sería, precisamente, la historia de la
metafísica que Schürmann, vía Heidegger, quiere abandonar. Por el contrario, lo
que estoy interrogando es la relación misma entre la “finalidad” –la realización
de la metafísica-, su estatuto temporal, y la noción de “post-hegemonía”, pues
esta post-hegemonía pareciera producirla idea de un “después” de la hegemonía,
cuando la posthegemonía en Schürmann -y ahí nos interesa pensarla- refiere más
que a un “después”, al agotamiento del interdicto nómico estructurante de la
epocalidad del ser como metafísica, y así refiere también a la inoperatividad
de las categorías que organizan la arquitectónica del pensamiento moderno,
incluyendo la misma reducción de la vida a la política y de la política a la
disputa por el poder (a la voluntad de poder).
Quisiera, por otro lado, proponer que la salida a este
atolladero está en la problematización de la cuestión de la anarquía y su
relación con la técnica. Esto es, en la subsunción técnica (no solo tecnológica)
de la vida, en la que se manifiesta su misma desarticulación desde la economía
nómico-principial de la metafísica. En otras palabras, la técnica como realización de la metafísica contiene ya una anarquía
indomable.
Por lo tanto, cuando Schürmann lee la tradición, ya siempre la lee desde un
doble registro, desde una doble lectura: una que apunta a la forma en la cual
los principios trabajan a través de los textos, posibilitándolos, dándoles
lenguaje; la otra lectura, realizada desde la anarquía, siempre lee el sufrimiento de los textos, la forma en
que los principios extorsionan y conjuran a los textos y al pensamiento de
acuerdo con sus leyes de constitución y de interpretación. Si el aspecto
positivo de la destrucción es siempre más importante que el aspecto negativo,
entonces en el doble registro de Schürmann lo que más interesa no es la crítica
de la economía principial que trabaja como articulación hegemónica de la
metafísica, sino la liberación (releasement)
de la lectura hacia un estado de serenidad (Gelassenheit);
estado que implica una relación al ser distinta a la relación metafísica (ser
sin un porqué).
En tal caso, he presentado el problema sin dar una
solución final, toda vez que en él se juega la misma relación a la filosofía
como práctica de pensamiento y como tradición; relación que puede ser
experimental, creativa, o sacrificial, esto es, marcada por una deuda infinita
y un mandato disciplinario. Esto me lleva a mi segundo punto, la particular lectura
que Schürmann realiza del pensamiento heideggeriano.
* * * * *
En efecto, Schürmann propone lectura en reversa de Heidegger, que es totalmente consistente con su
lectura de la tradición filosófica en general. Pero no
solo consistente, ella es una característica distintiva de su operación. De
hecho, se podría organizar una lectura de Schürmann equivalente, y más de
alguno de sus colegas ya lo ha hecho, considerando Des hégémonies brisées como el resultado más acabado de su
pensamiento. Eso no importa ahora. Lo que si importa es lo que yo llamaría una lecturaprismática de su trabajo, una
lectura articulada en tres ejes o círculos desde los cuales éste se disemina
hacia todos lados: 1) su interpretación de Ser
y tiempo (On Heidegger’s Being and Time).
2) Su lectura de la oeuvre Heidegger
(Heidegger. On Being and Acting). 3)
Su lectura heideggeriana de la metafísica occidental (Wondering Joy, Broken Hegemonies). Ya sea que uno se mueva desde los
contenidos generales a los específicos, o desde el alcance puntual hacia sus
elaboraciones generales, lo cierto es que los círculos se yuxtaponen
permanentemente. Al mismo tiempo, debemos estar atentos a las decisiones que
posibilitan tal lectura, pues Schürmann no es ni un exégeta ni un historiador
de la filosofía. En este sentido, él hace posible una nueva relación con la
tradición (desde Aristóteles hasta Hannah Arendt), una relación expurgada de
narrativas lineales y depurada de la idea de progreso. En atención al carácter
introductorio de estas notas me concentraré solo en tres aspectos de su lectura
de Heidegger. Sin embargo, es claro que cuando Schürmann interroga la tradición
de la filosofía occidental no solo la lee en reversa, sino que la hace comparecer,
toda ella, a un plano en el cual la concepción convencional o “vulgar” de la
temporalidad está en suspenso. Leer a Heidegger de esa manera es leer la
condición acontecimental del pensamiento una vez que este pensamiento “aparece”
desarticulado o “reactivado” más allá del interdicto nómico de la historia de
la filosofía profesional, en un tiempo distinto al tiempo de la metafísica.
He usado este término, reactivación, intencionalmente
para referir al quiebre enfático de nuestro autor con la fenomenología
trascendental y con las tareas infinitas de una subjetividad racional que es capaz de descifrar el sentido del mundo.
Esta es la distinción insuperable entre su lectura de Heidegger y aquella
realizada por Simon Critchley (On
Heidegger’s Being and Time). Para él, Heidegger se distancia de Edmund
Husserl ya con la publicación de Ser y
tiempo, y así, su analítica existencial, más que una continuación de la
fenomenología husserliana es, en cambio, una reorientación de la filosofía. Se
trata de una reorientación que va desde la investigación fenomenológica hacia
lo que él llama una ontología fundamental –fundamental en el sentido de los
principios fundantes de la economía metafísica y no en relación a la cuestión
clásica del fundamento. De esta manera, es este desplazamiento desde las tareas
infinitas de la subjetividad transcendental –que Schürmann localiza en la finitud heideggeriana-, el que nos
posibilita desplazarnos desde la pregunta por el ser hacia la pregunta por el
sentido (por la verdad) del ser, donde el sentido del ser, su verdad, ya no
está alojado en el horizonte de las capacidades
críticas de la subjetividad moderna. En este punto, él introduce la idea de
una ontología constituida por una modalidad histórica, una modalidad de la
presencia (sin metafísica) que no puede ser reducida a las operaciones propias
de una síntesis subjetiva transcendental. Obviamente, lo que hace posible leer Ser y tiempo de esta forma es su énfasis
en el giro (die Kehre) y en la
reorganización del trabajo de Heidegger después de dicho libro. En
otras palabras, su lectura de una u otra forma des-enfatiza la influencia que
Husserl, Dilthey, el neokantismo y el historicismo tuvieron en el Heidegger de
los años veinte.
Gracias a todo esto, Ser
y tiempo ya no aparece como un fallido intento para acabar con la
metafísica, un intento, se dice, que el mismo Heidegger abandonaría más tarde
en nombre de el poema del ser. Por el
contrario, esta lectura idiosincrática permite comprender la condición de ese
libro seminal no de acuerdo con la lógica del desarrollo y la evolución, sino
como un libro articulado por una interrogación que nunca abandonará el trabajo
de Heidegger. Por supuesto, lo que está en juego acá es el estatuto del sentido
de la existencia del Dasein, no el
sentido en sí, sino su estatuto, que ya no proviene de los resultados de la
infinita labor fenomenológica, sino que proviene de la confrontación mundana
del Dasein con las condiciones
históricas que definen su propia existencia.
En tal caso, la tradición metafísica aparece como un
intento permanente de reducir la historicidad radical del ser desde un
interdicto normativo emanado desde los principios que organizan las épocas de su
historia. Pero a la vez, se trata de una historia subsumida a un proceso
permanente de espacialización de la temporalidad que habría alcanzado su
realización en la época moderna en cuanto época
de la imagen del mundo. Lo que esta realización implica es precisamente
aquí lo delicado, en la medida en que la plena espacialización de la
temporalidad es también el momento en el cual la economía principial que
organiza la metafísica parece disolverse. La época de la realización de la metafísica,
la época de la imagen del mundo, no es la época de su superación en un sentido ingenuo,
como en la promesa de la filosofía analítica, sino que es la época en la cual
la misma epocalidad entra en una crisis radical, una disyunción demónica de la
naturalizada relación moderna entre teoría y práctica. En efecto, la crisis demónica es anárquica, y esta
anarquía no es un “estado” que ocurre al final de la metafísica, sino algo que
le ocurre a la historia del ser en su totalidad, trayéndolo a la presencia, sin
metafísica de la presencia.
Por supuesto, estamos hablando de una presencia que no
coincide ni con la aspiración de plenitud, ni con el encuadre de la ontología
atributiva clásica y sus variaciones modernas (comunidad, clase, identidad),
una presencia para la cual el mundo, el ser en el mundo, acaece sin razón, sin
un por qué. De la misma manera, esta crisis demónica, este interregnum, no apunta ni se orienta hacia una nueva economía
principial, una forma más sofisticada de hegemonía, o, incluso, hacia una
reconfiguración a tono con el poema del ser; por el contrario, esta crisis demónica
es la suspensión de la lógica
transicional que organiza la historia del ser de acuerdo con un proceso
evolutivo (liberacionismo, desarrollismo, progreso). La condición demónica de
la historia aparece así como una topología radicalmente inmanente donde no hay
ni Dios ni salvación.
Este es ciertamente un momento delicado, pues como ya ha
se ha dicho, Schürmann introduce aquí una versión historizada de la diferencia
ontológica, una versión en la cual el estatuto ontológico de la anarquía no
parece suficientemente decantado para pensar la política. ¿Está Schürmann
proponiendo una anarquía política o incluso una política anárquica? ¿Cuál es la
condición o naturaleza de la disyunción auto-nómica en el fin de la metafísica?
Permítanme decir que no me interesa
demandar de su trabajo lo que ha sido infinitamente demandado de Heidegger, una
ética capaz de regular el ser en el mundo. Mi interés apunta a la forma en que
esta anarquía óntico-ontológica, esta disolución de los principios, incluso,
este agotamiento de la filosofía de la historia, permite una concepción no
normativa de la política, en la que se juega la tensión entre autonomía y
heteronomía, entre soberanía y hetero-afección. Pienso en lo que Alberto
Moreiras ha denominado una democracia posthegemónica, o en lo que siguiendo la
línea que va desde Claude Lefort hasta Miguel Abensour conocemos como
democracia salvaje, sin olvidar el carácter instituyente de la imaginación en
el pensamiento de Cornelius Castoriadis. Solo agregaría que aquí radica la
relevancia de Aristóteles y del énfasis que Schürmann coloca en la Física sobre La metafísica. Se trata precisamente de una confrontación con la
relación entre filosofía y nomos, más allá de sus pretensiones de autonomía,
desde una heteronomía radical, que es también una problematización del double bind de la soberanía. Precisamente
porque este double-bind implica que
la soberanía es siempre algo más que su formulación institucional o jurídica y,
así, que la deconstrucción de la soberanía no es una tarea acotada, puntual,
como si pudiésemos dejarla de lado, definitivamente, y aspirar,
paradójicamente, a un espacio (soberano) más allá de la soberanía. La
suspensión de la soberanía no es el resultado de una acción deliberada o
voluntaria, una acertada operación metodológica, del infinito trabajo de la
crítica. Estamos viviendo, de seguro, una suspensión factual de la soberanía en
la configuración de un orden mundial postsoberano,
que oblitera las instituciones y los discursos modernos soberanos, pero la
soberanía es siempre algo más que esos discursos e instituciones. En tal caso, la suspensión de la suspensión fáctica de la
soberanía, su interrupción, nos permite acceder a su double-bind y así problematizar políticamente la disyunción entre
teoría y práctica, cuando la misma filosofía de la historia del capital se
marchita en su inmanencia rizomática, abriendo el presente a una contingencia
radical, una contingencia que ya no es la inversión categorial de la necesidad,
sino una relación diferente entre ser y tiempo, cuestión que implica también una
relación diferente al mundo (diferente de la geopolítica moderna).
* * * * *
Finalmente, me gustaría concluir estas notas
introductorias con una problematización de la relación entre el “nosotros” que
ejerce e introduce la lectura acá presentada, y la ocasión de lectura que
marcaría la pertinencia del trabajo de Schürmann. No quisiera reducir esta
pertinencia a una cuestión disciplinaria, como si su utilidad se agotara en la
crítica de una cierta filosofía profesional (con sus demandas de experticia y
acceso garantizado al sentido último de una “obra”), ni menos quisiera pensar
que este trabajo se reduce a poner en evidencia el carácter universitario, esto
es, técnico-disciplinario, de los campos de saber. Schürmann descree de una
condición histórica de la filosofía, y no de la filosofía en general, es decir,
su crítica sigue siendo, fundamentalmente, una lectura filosófica de la
tradición y, particularmente, de la oeuvre
Heidegger. Pero, esta lectura desobra
(si se nos permite este blanchotismo)
a la misma demanda infinita que la filosofía, convertida en discurso
universitario, impone sobre el pensamiento. No se trata de leer la tradición
como trabajo infinito de clarificación, desde una deuda con el sentido que nos
detiene de la confrontación con el mundo. La cuestión más decisiva de su
trabajo es precisamente la cuestión del marchitamiento de la economía
principial de la metafísica qua
historia epocal del ser, cuestión que nos remite a una relación trágica con la
inmanencia del ser. En esa inmanencia, la tragedia no aparece como una
dificultad o un obstáculo a superar en alguna reconciliación definitiva, sino
como la promesa del fin de la metafísica en cuanto disyunción demónica. Es esa
disyunción la que muestra toda conversión de la singularidad de lo que es en la
particularidad del “caso”, y desactiva dicha conversión haciendo flotar al ser
como constelación de una presencia sin metafísica de la presencia (resto,
origen, arché). La constelación y la
inmanencia, entonces, son figuras que desactivan la economía principial y su
fuerza adjudicativa, que consiste en traer a presencia según una temporalidad
caída a la conciencia, esto es, a la metafísica del sujeto.
Pero, más allá de este pequeño “prefacio a la
transgresión”, habría que pensar la suspensión de la soberanía, el
marchitamiento del interdicto, como realización de la metafísica en el
horizonte de la técnica, en cuanto problema fundamental y no en cuanto promesa.
Y es aquí entonces donde el “nosotros” que se cuela en la lectura debe ser problematizado,
porque la apuesta de fondo de Schürmann tiene contenidos relevantes para una
cierta actualidad caracterizada por la disyunción demónica como interregnum abierto con el agotamiento
de la filosofía de la historia y con la desarticulación de la relación
naturalizada entre teoría y práctica. Así, los capítulos que siguen se encargan
de problematizar las ramificación de esa disyunción a partir de los siguientes
ejes temáticos:
· * La disyunción de
teoría y práctica como agotamiento de la geopolítica nómica moderna. Desde ahí,
hay que comprender el pathos
universitario latinoamericano como manifestación específica de una forma de criollismo tardío abocado a las figuras
de la “autenticidad” y al “logocentrismo sustituto” de su interrogación de la
poesía como “nuestra” filosofía. En el fin de la metafísica, la interrogación
de la técnica no solo se muestra como una cuestión central, sino como la
posibilidad de vincular la problemática del habitar y del pensar. Si Bernard
Stiegler le ha devuelto la “dignidad” a la cuestión de la técnica, trayendo la
pregunta heideggeriana a nuestra actualidad, todavía necesitamos preguntar si
esta actualidad (que ya no sería reducible a una categoría propia de la
filosofía de la historia) no complejiza de suyo la misma cuestión de la
finalidad de la metafísica, su realización o agotamiento, en términos de una
plasticidad sobre la que los cortes de la historia ejercen un impacto sin
memoria.
· * La convergencia
entre lethe, rizoma y disyunción,
cuestión que permite no solo cuestionar la marca heideggeriana del pensamiento
de Schürmann, sino abrir el problema de la inmanencia y de la axiomática desde
el pensamiento deleuziano, precisamente ajeno a la cuestión del ser y de la
epocalidad. Si ya hemos advertido la tensión entre la crítica de la economía
principial de la hegemonía llevada a cabo por Schürmann y la deconstrucción
derridiana, habría ahora que advertir la convergencia (sin copertenencia) entre
la disyunción como realización técnica aprincipial de la metafísica y la
cuestión deleuziana de la inmanencia absoluta y la virtualidad. No se trata de
un problema menor, pues en él está en juego el principio mismo de equivalencia
y la relación entre nihilismo y epocalidad. Si el agotamiento de la economía
principial de la metafísica se expresa como disolución de la epocalidad, ¿cómo
pensar la relación de valor en ese horizonte, más allá del nihilismo y su
lógica equivalencial? ¿Cómo pensar la realización de la metafísica sin
precipitar en el diagrama de una imagen del pensamiento?
· * El cuestionamiento
del estatuto de la anarquía desde la problemática de la diferencia ontológica
nos llevará a poner en tensión no solo la relación entre Schürmann, Arendt y
Castoriadis, sino a interrogar la condición misma de la post-hegemonía en
diálogo con el pensamiento infrapolítico. Si la infrapolítica es una reflexión
que se orienta a problematizar la reducción biopolítica de la vida a mera
facticidad, también se resiste a la reducción de la política a la cuestión de
la intencionalidad y, por tanto, del sujeto. La serenidad como posibilidad de
una convivencia trágica con el mundo (sin olvidar la singularidad de lo que
es), la Gelassenheit, no es un
misticismo ingenuo, sino una interrupción del mismo principio de razón como
estructura hegemónica y principial de la metafísica y, así, es una interrupción
de la “voluntad de poder” como clave de la politicidad moderna. El carácter
post-hegemónico de la democracia radical postulada por la infrapolítica pasa,
entonces, por la destrucción (Abbau) de los principios estructurantes de la
metafísica, entre ellos, aquel que reduce toda política a una disputa por el
poder, a una cuestión de voluntad.
·
Pero, una
destrucción de los principios estructurantes de la metafísica no estaría bien
perfilada si no se confrontara con la espacialización de la temporalidad en
términos anfibológicos, pues es en esa anfibología donde el excepcionalismo
jurídico y el excepcionalismo acontecimental siguen siendo las dos caras de una
misma articulación metafísica de la temporalidad. Se trata de pensar la
relación entre inmanencia y serialidad, más allá del horizonte teológico-político
moderno y de su inversión revolucionaria, pues con ellos se alude a un schmittianismo
jurídico en el primer caso, y a un schmittianismo invertido, en el segundo.
Pensar la relación entre ser y tiempo más allá del interdicto nómico y
principial de la filosofía política como forma de la politicidad metafísica
moderna, es entonces revisar el arsenal conceptual con el que la modernidad
pensó al tiempo (progreso, ruptura, evolución, evento, revolución, fundación,
novedad, etc.) y recuperar una forma no teológica del acaecer, una forma
radicalmente indeterminada del acontecer, de la inscripción y de la repetición.
· * Eso nos lleva a
nuestro último capítulo. La disyunción de la relación entre teoría y práctica
es también el agotamiento de la filosofía de la historia, y ese agotamiento se
expresa en la crisis de un determinado orden del mundo asociado con las
instituciones y los discursos de la soberanía. La crisis de la soberanía no
apunta a su superación soberana sino al interregnum,
desde donde la geo-filosofía y la geopolítica moderna quedan des-fundamentadas.
Intentamos ahí, en ese interregnum,
leer la problemática derridiana de la justicia como reformulación del
cosmopolitismo moderno-ilustrado más allá de las limitaciones heliopolíticas de su primera formulación.
Derrida y la historia universal en
sentido cosmopolita no debe ser leído como una apropiación del corpus derridiano (sobre el que se
congrega una manada hambrienta de hermeneutas), sino como una postulación
tentativa sobre la relación entre filosofía, historia, política y pensamiento,
en el contexto del agotamiento de la geopolítica hegeliano-kojèviana moderna.
Al final, no se promete ni postula un saber acotado y práctico, sino la
posibilidad de habitar y ahondar la reflexión sobre el agotamiento de la
economía principial y su efecto hegemónico y epocal sobre el ser, cuestión que
solo repite la pregunta por su historicidad radical.