viernes, 16 de octubre de 2015

Europa debe colapsar. Entrevista a Giorgio Agamben por Iris Radisch.

He aquí una entrevista hecha por Iris Radisch a Giorgio Agamben, traducida por Luis Ignacio García. Fue publicada el 27 de agosto de 2015 en el periódico alemán Die Zeit, con el título “Europa muss kollabieren”:



Bansky, “La Unión Europea” (2015). 


ENTREVISTA.

DIE ZEIT: Se le ha tomado a mal que usted haya criticado a Europa como una asociación puramente económica. Mientras tanto parece que usted ha tenido razón: en la crisis griega sólo se habló de dinero. ¿Cómo evalúa el drama griego? ¿Europa se va a romper en dos mitades?

Giorgio Agamben: Una Europa tal como yo la desearía recién podría darse cuando la “Europa” realmente existente colapsara. Por ello Grecia podría jugar un rol decisivo –aún cuando sea amargamente decepcionada por sus dirigentes. Usted ha hablado de división: sin embargo si Grecia abandonara de hecho la Unión Europea, Europa estaría en Atenas, no en Bruselas, donde cada decisión es tomada por comisiones compuestas en gran parte por representantes de la gran industria del respectivo sector económico –algo que la mayoría de los europeos parece no saber. Antes que nada hay que oponerse a la mentira de que este pacto entre estados que se hace pasar por constitución sea la única Europa pensable, de que este lobby institucionalizado carente de ideas y de futuro, que ha prescripto ciegamente la más sombría de todas las religiones, la religión del dinero, sea el legítimo heredero del espíritu europeo.

DZ: ¿Tiene para usted un significado simbólico que la crisis suceda precisamente en Atenas? Heidegger habría dicho que en Atenas ha concluido un “camino occidental”. ¿Qué significado más profundo se esconde detrás de la crisis del dinero?

Agamben: No se puede soslayar que el significado de la crisis excede el ámbito económico. Cuando la reducimos a sus aspectos económicos corremos el peligro de perder de vista lo esencial. Pues la auténtica pregunta es: ¿qué se oculta tras el dominio global del paradigma económico? ¿Cuáles son los fundamentos más profundos para la restricción de lo político a través de la economía? Estamos ante un problema que más allá de los intereses particulares de los capitalistas y de los bancos marca un momento decisivo no sólo de la historia europea, sino también del género humano como tal. La debilidad de la tradición marxista consiste en limitarse a un análisis económico. Las fuerzas históricas –política, religión, arte y filosofía–, que han dirigido los destinos de occidente ya no están más en condiciones, al menos desde la primera guerra mundial, de movilizar a los pueblos de Europa por alguna meta determinada. El propio concepto de “pueblo” ha perdido su significado, y las poblaciones que lo han reemplazado no tienen la menor intención de asumir una tarea histórica, como siempre degenerada –y esto quizá está bien que así sea, si se piensa en las tareas que en los siglos XIX y XX les fueron destinadas a los pueblos. Ese es el contexto en el que se sostiene el actual primado de la economía. En la carencia de tareas históricas la vida biológica ha devenido la última misión de occidente. Se muestra entonces que el dominio del paradigma económico va acompañado con lo que usualmente se denomina desde Foucault biopolítica: el cuidado de la vida como tarea eminentemente política. Pero la vida como tal es un concepto general vacío que, como ha mostrado Ivan Illich, puede designar tanto a un espermatozoide como a una persona, a un perro o a una abeja, a un embrión o a una célula. Por lo tanto la economía conduce o bien a ninguna parte, o bien, como muestra la historia del totalitarismo del siglo XX y la ideología actualmente dominante del crecimiento económico ilimitado, a la destrucción de la vida que ha capturado.

DZ: Si es cierto que la economía lleva a la nada y no sirve para nada, ¿se debería preguntar en qué medida la crisis económica tiene su origen en una crisis espiritual y metafísica, al menos una crisis de la cultura europea?

Agamben: No he dicho que la economía no sirve para nada. Todo lo contrario: es absolutamente útil, puro servicio, mera utilidad. Con ella la vida humana ingresa en la esfera de los objetos de uso y de las herramientas. En combinación con la técnica ha remplazado al esclavo, la “herramienta viva” de la antigüedad. Lo que quiero decir es que la economía como tal no puede ni saber ni decidir a qué debería servir. Lo mismo sucede con la crisis, de la que tanto se ha hablado. Recuerdo, no por primera vez, que la palabra griega crisis significa “juicio” o “decisión”. En la tradición médica señala el momento en el que el médico debe decidir si el enfermo va a vivir o a morir; en la tradición teológica indica el momento del juicio final. Hoy la crisis, vuelta cotidiana e indefinida, decide apenas su propia subsistencia, el aplazamiento de cada decisión inapelable. Es como si el siervo, vuelto señor, no supiera para qué podría servir, a no ser para el incremento ilimitado del servicio y de la servidumbre. Es la situación paradójica de una herramienta obligada a decidir para qué debería servir, y que se decide por servirse a sí misma. Walter Benjamin, que habló del capitalismo como religión, ya sabía que en el “servicio” incondicional yace algo religioso. En nombre de este servicio pseudorreligioso se quiere, como ahora mismo en Grecia, prescribir al hombre cómo debe vivir. En este sentido puede decirse que la crisis no es meramente económica. El significado de la filosofía –prefiero esta palabra a “metafísica”– consiste en confrontarse a la humanización del hombre. La antropogénesis, la humanización del animal, no ha sucedido de una vez para siempre en tiempos remotos; es un acontecimiento que acaece constantemente, un proceso no cerrado, en el que se decide si el hombre deviene humano o si permanece no humano, o mejor dicho, si se vuelve otra vez no humano. El pensamiento es antes que nada el recuerdo de este acontecimiento, su repetición. En él se trata de la humanidad o inhumanidad del hombre, algo de lo que los economistas y expertos en finanzas no se hacen ninguna idea.

DZ: ¿Son todos estos presagios de una decadencia inminente, o de una decadente época tardía que pudiera ser el principio del fin del mundo occidental que conocemos?

Agamben: Cuando dije que occidente se encuentra hoy en una situación epocal en la que las fuerzas que han determinado su historia parecen haber alcanzado su fin, no implicaba con ello que estas fuerzas hayan muerto. Las ideas usuales sobre este tema deben ser invertidas. Efectivamente actual y apremiante se vuelve algo justo después de volverse inservible. Pues recién entonces se muestra en su total plenitud y verdad. Puede ser que la política, la religión, el arte y la filosofía hayan llegado al final de su desarrollo histórico, pero en la medida en que nosotros pudiéramos crear nueva vida desde la totalidad de su historia, no están muertos. No vivimos en una época posthistórica, en la que ya nada más pueda o deba acontecer. Más bien vivimos en un tiempo en el que todo puede acontecer, en el que está en juego nada menos que la recapitulación de todas las posibilidades históricas de occidente. La humanidad no ve ante sí sólo un futuro paralizador, que ya no le puede ofrecer nada, sino que puede también volver la mirada a la totalidad de su pasado, lo que le abre la posibilidad de hacer un nuevo uso de lo acontecido o vivir por primera vez lo que en él permanece no vivido. En vista del interés de las fuerzas dominantes por poner a salvo el pasado en museos y por eliminar su herencia espiritual, cada intento de entrar en una relación viva con el pasado es un acto revolucionario. Por esto creo, con Michel Foucault, que la arqueología –a diferencia de la investigación sobre el futuro, que por definición está al servicio del poder– es ante todo una práctica política. El futuro de Europa es su pasado –ciertamente bajo la condición de que esté a su altura.

DZ: La filosofía occidental, esto es, la filosofía que cree en el progreso, siempre quiere superar el pasado. En general nos sentimos superiores a nuestros antepasados porque hemos podido escapar de los horrores del pasado, de la sociedad esclavista, del absolutismo, del racismo, del eurocentrismo, del totalitarismo, del trabajo infantil, de la opresión de la mujer, etc. Así, en siglos anteriores yo habría tenido escasa ocasión de mantener una conversación con usted. ¿En qué tesoros olvidados del pasado piensa usted cuando dice que el futuro de Europa yace en su pasado?

Agamben: Aquí radica un auténtico malentendido. Pues lo que llamo relación viva con el pasado me interesa sólo en la medida en que posibilita un acceso al presente. Michel Foucault dijo una vez que sus investigaciones históricas serían sólo las sombras que su interrogación del presente arroja sobre el pasado. Comparto plenamente este parecer. Nunca llegamos a coger el presente, siempre se nos escapa. Por ello la contemporaneidad es lo más difícil, pues verdaderamente contemporáneo es –como ya Nietzsche sabía– sólo lo intempestivo. Seguramente conocen la tesis de Walter Benjamin de que el presente no se da como un punto aislado en un continuum temporal, sino en una constelación con un momento del pasado. De allí se sigue que la relación con el pasado no representa sólo un problema psicológico individual, sino también político colectivo. Cada decisión sobre el presente, sea en la vida individual o colectiva, implica la relación con un instante concreto del pasado, con el que el presente debe aclararse. Sin esta constelación crítica no hay ningún acceso al presente, que permanece impenetrable, pues es reducido, tal como el discurso del poder constantemente intenta hacernos creer, a una colección de números y hechos, que debería ser aceptado sin discusión. Por eso estoy convencido de que sólo la arqueología nos hace posible el acceso al presente, pues ella busca los orígenes de su curso, y está tras las huellas de las sombras que el presente arroja sobre el pasado.

DZ: Eso suena bastante complicado: el pasado, que habría de reanimarse para nosotros, ¿no existe como tal para nada?

Agamben: Cuando hablo de pasado no me refiero ni a un origen sin tiempo ni a algo que aconteció de manera irrevocable y que representa una sucesión de hechos irrefutables, que vale para ser coleccionado y protegido en un archivo. Entiendo por pasado más bien algo que aún es inminente y que debe ser arrancado a la imagen dominante de la historia para poder acontecer. Cuando me he ocupado de la genealogía del estado de excepción era porque quería comprender lo que sucedía alrededor mío; cuando investigué las reglas monásticas era porque ellas me parecían abrir la posibilidad de una práctica política venidera. Por lo demás debo reconocer que no estoy en absoluto de acuerdo cuando usted dice: “la filosofía occidental, esto es, la que cree en el progreso”. No conozco ningún filósofo digno de mención que se haya considerado progresista. Todo historiador informado sabe que la ideología del progreso no es sino uno de los dos lados –de algún modo la mano izquierda– de la ideología capitalista, cuya agonía hemos presenciado recientemente. Fatalmente se ha desmoronado junto a su más absurda y temible expresión: la idea de un crecimiento inacabable del proceso de producción.

DZ: Podemos concretar la idea de que el futuro de Europa yace en su pasado mediante su ejemplo de la vida monástica. ¿Puede el modo de vida franciscano ser un modelo para la agotada Europa? ¿Hay en el ideal cristiano de pobreza una solución?

Agamben: Para decirlo nuevamente, no se trata de un retorno al ideal franciscano tal como alguna vez existió, sino de utilizarlo de un nuevo modo. Mi interés en el monaquismo surge de la circunstancia de que no pocas veces hombres que pertenecían a las capas más cultas, como era el caso de Basilio el Grande, Benedicto de Nursia, el fundador de la orden benedictina, y más tarde de Francisco, tomaron la decisión de abandonar la sociedad en la que vivieron hasta entonces, para fundar una comunidad de vida radicalmente otra, o, lo que desde mi perspectiva es lo mismo, una política radicalmente otra. Esto comenzó simultáneamente con la decadencia y el ocaso del Imperio Romano. Lo destacable en esto es que esta gente no pensó reformar o mejorar el estado en el que vivían, es decir, tomar el poder para transformarlo. Sencillamente le dieron la espalda.

DZ: Como el pasota de hoy, que se retira al campo y cultiva verduras…

Agamben: Veo aquí una cierta analogía con la situación presente. Estamos acostumbrados a entender la transformación política radical como consecuencia de una revolución más o menos violenta: un nuevo sujeto político, que desde la revolución francesa nombra al poder constituyente, destruye el orden político-jurídico y crea un nuevo poder constituido. Pienso que ha llegado el momento de abandonar este modelo caduco, para orientar nuestro pensamiento hacia algo que podría llamarse “fuerza derogatoria” o “destituyente” –esto es, hacia una fuerza que no puede en absoluto adoptar la forma de un poder constituido. El poder constituyente corresponde a revoluciones, levantamientos y nuevas constituciones, es un poder a través del cual se instituye un nuevo derecho. Para la fuerza destituyente se deben inventar estrategias totalmente distintas, cuya más íntima determinación sea producir una política venidera. Si el poder es revolucionado sólo por el poder constituyente, se desencadena otra vez sin falta a la ininterrumpida dialéctica, sin fin y sin salida, de poder constituyente y poder constituido, poder instaurador de derecho y poder conservador de derecho.

DZ: ¿Sería entonces aconsejable desarrollar una estrategia de retirada y de fuga de lo moderno?

Agamben: De hecho creo que el modelo de la lucha, que la imaginación política de la modernidad ha paralizado, debería ser sustituido por el modelo de la retirada. Esto, me parece, se ha vuelto particularmente claro en Grecia. Syriza tuvo que capitular pues ingresó en una lucha desesperada y rechazó el único camino viable: la salida de Europa. Esto vale por supuesto también para la existencia individual. Kafka lo repitió incansablemente: no busques la lucha, encuentra una salida. Evidentemente el modelo fáustico de la lucha está unido del modo más estrecho al modelo capitalista del incremento de la productividad. Lo que más me interesó del fenómeno del monaquismo fue la aparición de una forma de vida que implicaba una política basada en la fuga y el retiro. El imperio se desmoronó, y el orden monástico permaneció y ha protegido para nosotros la herencia cuya transmisión ya no pueden lograr las instituciones estatales, tanto como en nuestros días las escuelas y universidades europeas, que por cierto fueron masivamente desmontadas. Veo entonces algo acercarse a nosotros. Ciertamente necesita su tiempo. Pero ya hoy este modelo es practicado más o menos frecuentemente por la gente joven. Debe haber más de trescientas comunidades de este tipo sólo en Italia. Ustedes objetarán que lo que posibilitaba el monaquismo era la fe, que ciertamente hoy falta. Esto es lo que Heidegger debe haber querido aludir cuando en la entrevista del Spiegel dijo aquella frase aún incomprendida: “Sólo un Dios puede salvarnos”. ¿Pero qué es la fe? No cabe la menor duda de que hoy ningún hombre inteligente estaría dispuesto a creer en las instituciones, la iglesia incluida, y los valores existentes, reductibles al euro, tal como nosotros en Europa tan bien podemos ver. La palabra griega para “fe”, pistis, que es utilizada en el Nuevo Testamento, significa originariamente “crédito”, y el dinero no es otra cosa que un título de crédito. Pero este crédito se basa –en especial desde que Nixon abandonó el patrón oro del dólar– en la nada. Las democracias europeas, que se dicen laicas, se basan en una forma vacía de la fe. Lo que hoy se nombra con la aparentemente respetable palabra Europa está basado en una nada. Sin embargo, un crédito expedido desde la nada no puede mantenerse eternamente. De los franciscanos me interesó no tanto la pobreza cuanto el modo en que ellos daban al uso más importancia que a la propiedad. El concepto de uso está también en el centro de mi último libro, L’uso dei corpi. Inventar una forma de vida fundada no en la acción y la propiedad sino en el uso: una tal tarea es la que debería asumir una política venidera.

DZ: Hace algunos años usted recomendaba traer a la memoria nuevamente en la vida política europea lo que el filósofo francés Alexandre Kojève llamó “el imperio latino”. Se esconde allí una idea geofilosófica de una humanidad mediterránea y de un pensamiento mediterráneo, que ha inspirado también a Paul Valéry, a Albert Camus y a muchos otros. Lo que usted dice ahora sobre nuevas formas de vida que no estén fundadas en la propiedad, me recuerda la utopía mediterránea en la que la moderación y la humildad figuran en el centro. ¿Es el pensamiento mediterráneo el camino para Europa? ¿O acaso es el intento de retirada de la sociedad de crecimiento sólo un sueño para poetas y para un par de comunidades marginales?

Agamben: Entiendo lo que quiere decir, pero preferiría evitar formulaciones como “pensamiento mediterráneo”, que resultan demasiado vagas. Cuando en la ciencia del lenguaje no se puede aclarar de manera inequívoca una palabra indoeuropea o, como se dice en Alemania, “indogermánica”, se remite regularmente a un “substrato mediterráneo”. También se podría igualmente poner una gran X, pues no se sabe nada de ese lenguaje. Lo que se puede decir –sin tener que caer en vaguedades–, es que por razones históricas complejas pero comprensibles el modo de producción capitalista, que comenzó a imponerse después de la revolución industrial, se encontró con obstáculos y resistencias en los países del ámbito mediterráneo. Aquí estaba aún intacto aquello que Ivan Illich ha llamado el ámbito vernáculo –es decir aquellos bienes que no son comprados en el mercado sino producidos por cada familia. Como es sabido hoy ya no hay nada que no tenga que ser comprado en el mercado. Entonces, para responder su pregunta: la continuidad del ámbito vernáculo presupone la supervivencia de ciertas ideas y convicciones que ciertamente tampoco fueron totalmente eliminadas en los países del norte, pero que en Europa del sur fueron mucho más difundidas. Por lo demás yo prefiero hablar de “formas de vida”, pues contra la opinión común es muy difícil distinguir entre teoría y praxis. Si se quiere dar sentido a las fórmulas “pensamiento mediterráneo” e “imperio latino” se debe elaborar un catálogo de estas ideas y prácticas o “formas de vida”. Es el mérito de Ivan Illich haber puesto en marcha este trabajo de un modo muy inteligente.  Desgraciadamente la tradición de izquierdas ha considerado únicamente abstracciones jurídicas (los derechos del hombre) y económicas (la fuerza de trabajo, la producción) y nunca se ha hecho cargo de las formas de vida. Por ello no sorprende que sea inferior, en todos los terrenos, al capitalismo, con el que comparte los conceptos fundamentales. Esta es la razón por la que junto al concepto de uso haya un segundo concepto de mi último libro: el désouvrement o ausencia de obra. En mi libro hablo de inoperosità. No refiere ni al ocio ni a la serenidad, sino a un tipo de actividad que consiste en desactivar y suspender la obra de la economía, del derecho, de la biología, etc., para abrirla a un nuevo uso. Aristóteles planteó la pregunta más significativa: ¿hay una obra o una actividad propia del hombre, no en tanto zapatero, arquitecto, pintor, etc., sino del hombre como tal? ¿O es el hombre en cuanto tal carente de obra, sin una obra determinada para él? Siempre he tomado seriamente esta pregunta. El hombre es el ser vivo sin obra propia, pues no se le puede atribuir ninguna vocación particular. Por lo tanto es un ser de posibilidad, de la mera potencia. Genuinamente humana es sólo la actividad que abre la obra a través de su suspensión a la posibilidad y a un nuevo uso. Un ejemplo que me parece contundente es la poesía. ¿Qué es la poesía sino una operación lingüística consistente en neutralizar la función informativa y comunicativa del lenguaje para abrirlo a otro uso, aquel uso que se llama poético? Otro ejemplo es la fiesta. Pues la fiesta no se deja reducir, tal como sucede en la sociedad capitalista, a una interrupción del trabajo. La fiesta consiste ante todo en hacer lo que usualmente hacemos, sólo que de otro modo, esto es, estropearlo o hacerlo ineficaz. Cuando se come, no se lo hace para alimentarse; cuando uno se viste, no lo hace para protegerse del frío; cuando se intercambian objetos, no es para comprar o vender. Estoy firmemente convencido de que los distintos modos de ausencia de obra son tan importantes para una sociedad como los distintos modos de producción. Lamentablemente Marx sólo se ocupó de investigar los modos de producción y descuidó totalmente los modos de ausencia de obra. Esta unilateralidad aclara algunas aporías de su pensamiento, en particular cuando se trata de la definición de la actividad humana en la sociedad sin clases. Desde la perspectiva de Marx se podría decir que la sociedad sin clases está ya presente aquí y ahora en la ausencia de obra. Para volver a su pregunta: como usted ve, ya está todo allí, esto es, la pregunta por el centro y las periferias ya está resuelta. El asunto es cómo se comporta cada sociedad ante esta presencia. Lo que la poesía realiza para la capacidad de lenguaje y la fiesta para la productividad, debe ser realizado por la política y la filosofía para la capacidad de acción. En la medida en que suspenden las actividades económicas y biológicas, muestran lo que puede el cuerpo humano, y abren nuevos caminos para hacer uso de él.

DZ: Su filosofía del abandono y de la ausencia de obra ofrece entonces una salida a la crisis actual. Parece que debemos seguir el consejo que nos diera el poeta Rainer Maria Rilke: “Debes cambiar tu vida”. ¿Se trata de una renovación radical de nuestras formas de vida?

Agamben: No se trata simplemente de transformar nuestro modo de vida. Todos los seres vivos obedecen a un modo de vida, pero no todos los modos de vida son, o son siempre, formas de vida. Cuando hablo de forma de vida no me refiero a ninguna vida otra, ninguna vida mejor o más verdadera que aquella que tenemos: la forma de vida es la ausencia de obra que habita toda vida, una tensión que atraviesa esa vida, que desactiva la identidad social y la facticidad jurídica, económica e incluso corporal, para hacer otro uso de ella. Sucede lo mismo que con la vocación: quizás es bueno tener una vocación, de escritor, arquitecto o de lo que se quiera ser. Pero la verdadera vocación es la revocación de toda vocación, es una fuerza que opera en el interior de la vocación, la pone en cuestión y la lleva a una verdadera vocación. En la primera carta a los Corintios, Pablo enuncia este impulso interior en la fórmula del “como-si-no”: “Que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, y los que lloran como si no lloraran, y los que están alegres como si no lo estuvieran…”. Vivir bajo el signo del “como si no” significa deponer toda propiedad jurídica y social sin que esta deposición funde una nueva identidad. En este sentido la forma de vida es aquello que depone todas las condiciones sociales bajo las que se vive, y al hacerlo no se niegan las condiciones sino que se hace uso de ellas. Pablo escribe: si en el momento de la vocación te encuentras esclavizado, no debes afligirte. Aún cuando pudieras liberarte, mejor haz uso de tu servidumbre. Eso vale, creo yo, también para la vida que está a la busca de su forma, una forma de la que ya no pueda ser separada.


* Traducción del alemán al español por Luis Ignacio García. 

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