He aquí una entrevista hecha por Iris
Radisch a Giorgio Agamben, traducida por Luis Ignacio García. Fue publicada el
27 de agosto de 2015 en el periódico alemán Die Zeit, con el título “Europa muss kollabieren”:
Bansky, “La Unión Europea” (2015).
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ENTREVISTA.
DIE
ZEIT: Se le ha tomado a mal que usted haya criticado a Europa como una
asociación puramente económica. Mientras tanto parece que usted ha tenido
razón: en la crisis griega sólo se habló de dinero. ¿Cómo evalúa el drama
griego? ¿Europa se va a romper en dos mitades?
Giorgio
Agamben:
Una Europa tal como yo la desearía recién podría darse cuando la “Europa” realmente
existente colapsara. Por ello Grecia podría jugar un rol decisivo –aún cuando sea
amargamente decepcionada por sus dirigentes. Usted ha hablado de división: sin
embargo si Grecia abandonara de hecho la Unión Europea, Europa estaría en
Atenas, no en Bruselas, donde cada decisión es tomada por comisiones compuestas
en gran parte por representantes de la gran industria del respectivo sector
económico –algo que la mayoría de los europeos parece no saber. Antes que nada
hay que oponerse a la mentira de que este pacto entre estados que se hace pasar
por constitución sea la única Europa pensable, de que este lobby
institucionalizado carente de ideas y de futuro, que ha prescripto ciegamente
la más sombría de todas las religiones, la religión del dinero, sea el legítimo
heredero del espíritu europeo.
DZ:
¿Tiene para usted un significado simbólico que la crisis suceda precisamente en
Atenas? Heidegger habría dicho que en Atenas ha concluido un “camino
occidental”. ¿Qué significado más profundo se esconde detrás de la crisis del
dinero?
Agamben: No
se puede soslayar que el significado de la crisis excede el ámbito económico.
Cuando la reducimos a sus aspectos económicos corremos el peligro de perder de
vista lo esencial. Pues la auténtica pregunta es: ¿qué se oculta tras el
dominio global del paradigma económico? ¿Cuáles son los fundamentos más
profundos para la restricción de lo político a través de la economía? Estamos
ante un problema que más allá de los intereses particulares de los capitalistas
y de los bancos marca un momento decisivo no sólo de la historia europea, sino
también del género humano como tal. La debilidad de la tradición marxista
consiste en limitarse a un análisis económico. Las fuerzas históricas
–política, religión, arte y filosofía–, que han dirigido los destinos de
occidente ya no están más en condiciones, al menos desde la primera guerra
mundial, de movilizar a los pueblos de Europa por alguna meta determinada. El
propio concepto de “pueblo” ha perdido su significado, y las poblaciones que lo
han reemplazado no tienen la menor intención de asumir una tarea histórica,
como siempre degenerada –y esto quizá está bien que así sea, si se piensa en
las tareas que en los siglos XIX y XX les fueron destinadas a los pueblos. Ese
es el contexto en el que se sostiene el actual primado de la economía. En la
carencia de tareas históricas la vida biológica ha devenido la última misión de
occidente. Se muestra entonces que el dominio del paradigma económico va
acompañado con lo que usualmente se denomina desde Foucault biopolítica: el
cuidado de la vida como tarea eminentemente política. Pero la vida como tal es
un concepto general vacío que, como ha mostrado Ivan Illich, puede designar
tanto a un espermatozoide como a una persona, a un perro o a una abeja, a un
embrión o a una célula. Por lo tanto la economía conduce o bien a ninguna
parte, o bien, como muestra la historia del totalitarismo del siglo XX y la
ideología actualmente dominante del crecimiento económico ilimitado, a la
destrucción de la vida que ha capturado.
DZ:
Si es cierto que la economía lleva a la nada y no sirve para nada, ¿se debería
preguntar en qué medida la crisis económica tiene su origen en una crisis
espiritual y metafísica, al menos una crisis de la cultura europea?
Agamben: No
he dicho que la economía no sirve para nada. Todo lo contrario: es
absolutamente útil, puro servicio, mera utilidad. Con ella la vida humana
ingresa en la esfera de los objetos de uso y de las herramientas. En
combinación con la técnica ha remplazado al esclavo, la “herramienta viva” de
la antigüedad. Lo que quiero decir es que la economía como tal no puede ni
saber ni decidir a qué debería servir. Lo mismo sucede con la crisis, de la que
tanto se ha hablado. Recuerdo, no por primera vez, que la palabra griega crisis significa “juicio” o “decisión”.
En la tradición médica señala el momento en el que el médico debe decidir si el
enfermo va a vivir o a morir; en la tradición teológica indica el momento del
juicio final. Hoy la crisis, vuelta cotidiana e indefinida, decide apenas su
propia subsistencia, el aplazamiento de cada decisión inapelable. Es como si el
siervo, vuelto señor, no supiera para qué podría servir, a no ser para el
incremento ilimitado del servicio y de la servidumbre. Es la situación paradójica
de una herramienta obligada a decidir para qué debería servir, y que se decide
por servirse a sí misma. Walter Benjamin, que habló del capitalismo como
religión, ya sabía que en el “servicio” incondicional yace algo religioso. En
nombre de este servicio pseudorreligioso se quiere, como ahora mismo en Grecia,
prescribir al hombre cómo debe vivir. En este sentido puede decirse que la
crisis no es meramente económica. El significado de la filosofía –prefiero esta
palabra a “metafísica”– consiste en confrontarse a la humanización del hombre.
La antropogénesis, la humanización del animal, no ha sucedido de una vez para
siempre en tiempos remotos; es un acontecimiento que acaece constantemente, un
proceso no cerrado, en el que se decide si el hombre deviene humano o si
permanece no humano, o mejor dicho, si se vuelve otra vez no humano. El
pensamiento es antes que nada el recuerdo de este acontecimiento, su
repetición. En él se trata de la humanidad o inhumanidad del hombre, algo de lo
que los economistas y expertos en finanzas no se hacen ninguna idea.
DZ:
¿Son todos estos presagios de una decadencia inminente, o de una decadente
época tardía que pudiera ser el principio del fin del mundo occidental que
conocemos?
Agamben: Cuando
dije que occidente se encuentra hoy en una situación epocal en la que las
fuerzas que han determinado su historia parecen haber alcanzado su fin, no
implicaba con ello que estas fuerzas hayan muerto. Las ideas usuales sobre este
tema deben ser invertidas. Efectivamente actual y apremiante se vuelve algo
justo después de volverse inservible. Pues recién entonces se muestra en su
total plenitud y verdad. Puede ser que la política, la religión, el arte y la
filosofía hayan llegado al final de su desarrollo histórico, pero en la medida
en que nosotros pudiéramos crear nueva vida desde la totalidad de su historia,
no están muertos. No vivimos en una época posthistórica, en la que ya nada más
pueda o deba acontecer. Más bien vivimos en un tiempo en el que todo puede
acontecer, en el que está en juego nada menos que la recapitulación de todas
las posibilidades históricas de occidente. La humanidad no ve ante sí sólo un
futuro paralizador, que ya no le puede ofrecer nada, sino que puede también
volver la mirada a la totalidad de su pasado, lo que le abre la posibilidad de
hacer un nuevo uso de lo acontecido o vivir por primera vez lo que en él
permanece no vivido. En vista del interés de las fuerzas dominantes por poner a
salvo el pasado en museos y por eliminar su herencia espiritual, cada intento
de entrar en una relación viva con el pasado es un acto revolucionario. Por
esto creo, con Michel Foucault, que la arqueología –a diferencia de la
investigación sobre el futuro, que por definición está al servicio del poder–
es ante todo una práctica política. El futuro de Europa es su pasado
–ciertamente bajo la condición de que esté a su altura.
DZ:
La filosofía occidental, esto es, la filosofía que cree en el progreso, siempre
quiere superar el pasado. En general nos sentimos superiores a nuestros
antepasados porque hemos podido escapar de los horrores del pasado, de la
sociedad esclavista, del absolutismo, del racismo, del eurocentrismo, del
totalitarismo, del trabajo infantil, de la opresión de la mujer, etc. Así, en
siglos anteriores yo habría tenido escasa ocasión de mantener una conversación
con usted. ¿En qué tesoros olvidados del pasado piensa usted cuando dice que el
futuro de Europa yace en su pasado?
Agamben: Aquí
radica un auténtico malentendido. Pues lo que llamo relación viva con el pasado
me interesa sólo en la medida en que posibilita un acceso al presente. Michel
Foucault dijo una vez que sus investigaciones históricas serían sólo las
sombras que su interrogación del presente arroja sobre el pasado. Comparto
plenamente este parecer. Nunca llegamos a coger el presente, siempre se nos
escapa. Por ello la contemporaneidad es lo más difícil, pues verdaderamente
contemporáneo es –como ya Nietzsche sabía– sólo lo intempestivo. Seguramente
conocen la tesis de Walter Benjamin de que el presente no se da como un punto
aislado en un continuum temporal, sino en una constelación con un momento del
pasado. De allí se sigue que la relación con el pasado no representa sólo un
problema psicológico individual, sino también político colectivo. Cada decisión
sobre el presente, sea en la vida individual o colectiva, implica la relación
con un instante concreto del pasado, con el que el presente debe aclararse. Sin
esta constelación crítica no hay ningún acceso al presente, que permanece
impenetrable, pues es reducido, tal como el discurso del poder constantemente
intenta hacernos creer, a una colección de números y hechos, que debería ser
aceptado sin discusión. Por eso estoy convencido de que sólo la arqueología nos
hace posible el acceso al presente, pues ella busca los orígenes de su curso, y
está tras las huellas de las sombras que el presente arroja sobre el pasado.
DZ:
Eso suena bastante complicado: el pasado, que habría de reanimarse para
nosotros, ¿no existe como tal para nada?
Agamben:
Cuando hablo de pasado no me refiero ni a un origen sin tiempo ni a algo que
aconteció de manera irrevocable y que representa una sucesión de hechos
irrefutables, que vale para ser coleccionado y protegido en un archivo.
Entiendo por pasado más bien algo que aún es inminente y que debe ser arrancado
a la imagen dominante de la historia para poder acontecer. Cuando me he ocupado
de la genealogía del estado de excepción era porque quería comprender lo que
sucedía alrededor mío; cuando investigué las reglas monásticas era porque ellas
me parecían abrir la posibilidad de una práctica política venidera. Por lo
demás debo reconocer que no estoy en absoluto de acuerdo cuando usted dice: “la
filosofía occidental, esto es, la que cree en el progreso”. No conozco ningún
filósofo digno de mención que se haya considerado progresista. Todo historiador
informado sabe que la ideología del progreso no es sino uno de los dos lados
–de algún modo la mano izquierda– de la ideología capitalista, cuya agonía
hemos presenciado recientemente. Fatalmente se ha desmoronado junto a su más
absurda y temible expresión: la idea de un crecimiento inacabable del proceso
de producción.
DZ: Podemos
concretar la idea de que el futuro de Europa yace en su pasado mediante su
ejemplo de la vida monástica. ¿Puede el modo de vida franciscano ser un modelo
para la agotada Europa? ¿Hay en el ideal cristiano de pobreza una solución?
Agamben:
Para decirlo nuevamente, no se trata de un retorno al ideal franciscano tal
como alguna vez existió, sino de utilizarlo de un nuevo modo. Mi interés en el
monaquismo surge de la circunstancia de que no pocas veces hombres que
pertenecían a las capas más cultas, como era el caso de Basilio el Grande,
Benedicto de Nursia, el fundador de la orden benedictina, y más tarde de
Francisco, tomaron la decisión de abandonar la sociedad en la que vivieron
hasta entonces, para fundar una comunidad de vida radicalmente otra, o, lo que
desde mi perspectiva es lo mismo, una política radicalmente otra. Esto comenzó
simultáneamente con la decadencia y el ocaso del Imperio Romano. Lo destacable
en esto es que esta gente no pensó reformar o mejorar el estado en el que
vivían, es decir, tomar el poder para transformarlo. Sencillamente le dieron la
espalda.
DZ: Como
el pasota de hoy, que se retira al campo y cultiva verduras…
Agamben: Veo
aquí una cierta analogía con la situación presente. Estamos acostumbrados a
entender la transformación política radical como consecuencia de una revolución
más o menos violenta: un nuevo sujeto político, que desde la revolución
francesa nombra al poder constituyente, destruye el orden político-jurídico y
crea un nuevo poder constituido. Pienso que ha llegado el momento de abandonar
este modelo caduco, para orientar nuestro pensamiento hacia algo que podría
llamarse “fuerza derogatoria” o “destituyente” –esto es, hacia una fuerza que
no puede en absoluto adoptar la forma de un poder constituido. El poder
constituyente corresponde a revoluciones, levantamientos y nuevas constituciones,
es un poder a través del cual se instituye un nuevo derecho. Para la fuerza
destituyente se deben inventar estrategias totalmente distintas, cuya más
íntima determinación sea producir una política venidera. Si el poder es
revolucionado sólo por el poder constituyente, se desencadena otra vez sin
falta a la ininterrumpida dialéctica, sin fin y sin salida, de poder
constituyente y poder constituido, poder instaurador de derecho y poder
conservador de derecho.
DZ:
¿Sería entonces aconsejable desarrollar una estrategia de retirada y de fuga de
lo moderno?
Agamben: De
hecho creo que el modelo de la lucha, que la imaginación política de la
modernidad ha paralizado, debería ser sustituido por el modelo de la retirada.
Esto, me parece, se ha vuelto particularmente claro en Grecia. Syriza tuvo que
capitular pues ingresó en una lucha desesperada y rechazó el único camino
viable: la salida de Europa. Esto vale por supuesto también para la existencia
individual. Kafka lo repitió incansablemente: no busques la lucha, encuentra
una salida. Evidentemente el modelo fáustico de la lucha está unido del modo
más estrecho al modelo capitalista del incremento de la productividad. Lo que
más me interesó del fenómeno del monaquismo fue la aparición de una forma de
vida que implicaba una política basada en la fuga y el retiro. El imperio se
desmoronó, y el orden monástico permaneció y ha protegido para nosotros la
herencia cuya transmisión ya no pueden lograr las instituciones estatales,
tanto como en nuestros días las escuelas y universidades europeas, que por
cierto fueron masivamente desmontadas. Veo entonces algo acercarse a nosotros.
Ciertamente necesita su tiempo. Pero ya hoy este modelo es practicado más o
menos frecuentemente por la gente joven. Debe haber más de trescientas
comunidades de este tipo sólo en Italia. Ustedes objetarán que lo que
posibilitaba el monaquismo era la fe, que ciertamente hoy falta. Esto es lo que
Heidegger debe haber querido aludir cuando en la entrevista del Spiegel dijo aquella frase aún
incomprendida: “Sólo un Dios puede salvarnos”. ¿Pero qué es la fe? No cabe la
menor duda de que hoy ningún hombre inteligente estaría dispuesto a creer en
las instituciones, la iglesia incluida, y los valores existentes, reductibles
al euro, tal como nosotros en Europa tan bien podemos ver. La palabra griega
para “fe”, pistis, que es utilizada
en el Nuevo Testamento, significa originariamente “crédito”, y el dinero no es
otra cosa que un título de crédito. Pero este crédito se basa –en especial
desde que Nixon abandonó el patrón oro del dólar– en la nada. Las democracias
europeas, que se dicen laicas, se basan en una forma vacía de la fe. Lo que hoy
se nombra con la aparentemente respetable palabra Europa está basado en una
nada. Sin embargo, un crédito expedido desde la nada no puede mantenerse
eternamente. De los franciscanos me interesó no tanto la pobreza cuanto el modo
en que ellos daban al uso más importancia que a la propiedad. El concepto de
uso está también en el centro de mi último libro, L’uso dei corpi. Inventar una forma de vida fundada no en la acción
y la propiedad sino en el uso: una tal tarea es la que debería asumir una
política venidera.
DZ:
Hace algunos años usted recomendaba traer a la memoria nuevamente en la vida
política europea lo que el filósofo francés Alexandre Kojève llamó “el imperio
latino”. Se esconde allí una idea geofilosófica de una humanidad mediterránea y
de un pensamiento mediterráneo, que ha inspirado también a Paul Valéry, a
Albert Camus y a muchos otros. Lo que usted dice ahora sobre nuevas formas de
vida que no estén fundadas en la propiedad, me recuerda la utopía mediterránea
en la que la moderación y la humildad figuran en el centro. ¿Es el pensamiento
mediterráneo el camino para Europa? ¿O acaso es el intento de retirada de la
sociedad de crecimiento sólo un sueño para poetas y para un par de comunidades
marginales?
Agamben:
Entiendo lo que quiere decir, pero preferiría evitar formulaciones como
“pensamiento mediterráneo”, que resultan demasiado vagas. Cuando en la ciencia
del lenguaje no se puede aclarar de manera inequívoca una palabra indoeuropea
o, como se dice en Alemania, “indogermánica”, se remite regularmente a un
“substrato mediterráneo”. También se podría igualmente poner una gran X, pues
no se sabe nada de ese lenguaje. Lo que se puede decir –sin tener que caer en
vaguedades–, es que por razones históricas complejas pero comprensibles el modo
de producción capitalista, que comenzó a imponerse después de la revolución
industrial, se encontró con obstáculos y resistencias en los países del ámbito
mediterráneo. Aquí estaba aún intacto aquello que Ivan Illich ha llamado el
ámbito vernáculo –es decir aquellos bienes que no son comprados en el mercado
sino producidos por cada familia. Como es sabido hoy ya no hay nada que no
tenga que ser comprado en el mercado. Entonces, para responder su pregunta: la
continuidad del ámbito vernáculo presupone la supervivencia de ciertas ideas y
convicciones que ciertamente tampoco fueron totalmente eliminadas en los países
del norte, pero que en Europa del sur fueron mucho más difundidas. Por lo demás
yo prefiero hablar de “formas de vida”, pues contra la opinión común es muy
difícil distinguir entre teoría y praxis. Si se quiere dar sentido a las
fórmulas “pensamiento mediterráneo” e “imperio latino” se debe elaborar un
catálogo de estas ideas y prácticas o “formas de vida”. Es el mérito de Ivan
Illich haber puesto en marcha este trabajo de un modo muy inteligente. Desgraciadamente la tradición de izquierdas ha
considerado únicamente abstracciones jurídicas (los derechos del hombre) y
económicas (la fuerza de trabajo, la producción) y nunca se ha hecho cargo de
las formas de vida. Por ello no sorprende que sea inferior, en todos los
terrenos, al capitalismo, con el que comparte los conceptos fundamentales. Esta
es la razón por la que junto al concepto de uso haya un segundo concepto de mi
último libro: el désouvrement o
ausencia de obra. En mi libro hablo de inoperosità.
No refiere ni al ocio ni a la serenidad, sino a un tipo de actividad que
consiste en desactivar y suspender la obra de la economía, del derecho, de la
biología, etc., para abrirla a un nuevo uso. Aristóteles planteó la pregunta
más significativa: ¿hay una obra o una actividad propia del hombre, no en tanto
zapatero, arquitecto, pintor, etc., sino del hombre como tal? ¿O es el hombre
en cuanto tal carente de obra, sin una obra determinada para él? Siempre he
tomado seriamente esta pregunta. El hombre es el ser vivo sin obra propia, pues
no se le puede atribuir ninguna vocación particular. Por lo tanto es un ser de
posibilidad, de la mera potencia. Genuinamente humana es sólo la actividad que
abre la obra a través de su suspensión a la posibilidad y a un nuevo uso. Un
ejemplo que me parece contundente es la poesía. ¿Qué es la poesía sino una
operación lingüística consistente en neutralizar la función informativa y
comunicativa del lenguaje para abrirlo a otro uso, aquel uso que se llama
poético? Otro ejemplo es la fiesta. Pues la fiesta no se deja reducir, tal como
sucede en la sociedad capitalista, a una interrupción del trabajo. La fiesta
consiste ante todo en hacer lo que usualmente hacemos, sólo que de otro modo,
esto es, estropearlo o hacerlo ineficaz. Cuando se come, no se lo hace para
alimentarse; cuando uno se viste, no lo hace para protegerse del frío; cuando
se intercambian objetos, no es para comprar o vender. Estoy firmemente
convencido de que los distintos modos de ausencia de obra son tan importantes
para una sociedad como los distintos modos de producción. Lamentablemente Marx
sólo se ocupó de investigar los modos de producción y descuidó totalmente los
modos de ausencia de obra. Esta unilateralidad aclara algunas aporías de su
pensamiento, en particular cuando se trata de la definición de la actividad
humana en la sociedad sin clases. Desde la perspectiva de Marx se podría decir
que la sociedad sin clases está ya presente aquí y ahora en la ausencia de obra.
Para volver a su pregunta: como usted ve, ya está todo allí, esto es, la pregunta
por el centro y las periferias ya está resuelta. El asunto es cómo se comporta
cada sociedad ante esta presencia. Lo que la poesía realiza para la capacidad
de lenguaje y la fiesta para la productividad, debe ser realizado por la
política y la filosofía para la capacidad de acción. En la medida en que
suspenden las actividades económicas y biológicas, muestran lo que puede el
cuerpo humano, y abren nuevos caminos para hacer uso de él.
DZ:
Su filosofía del abandono y de la ausencia de obra ofrece entonces una salida a
la crisis actual. Parece que debemos seguir el consejo que nos diera el poeta
Rainer Maria Rilke: “Debes cambiar tu vida”. ¿Se trata de una renovación
radical de nuestras formas de vida?
Agamben: No
se trata simplemente de transformar nuestro modo de vida. Todos los seres vivos
obedecen a un modo de vida, pero no todos los modos de vida son, o son siempre,
formas de vida. Cuando hablo de forma de vida no me refiero a ninguna vida
otra, ninguna vida mejor o más verdadera que aquella que tenemos: la forma de
vida es la ausencia de obra que habita toda vida, una tensión que atraviesa esa
vida, que desactiva la identidad social y la facticidad jurídica, económica e
incluso corporal, para hacer otro uso de ella. Sucede lo mismo que con la
vocación: quizás es bueno tener una vocación, de escritor, arquitecto o de lo
que se quiera ser. Pero la verdadera vocación es la revocación de toda
vocación, es una fuerza que opera en el interior de la vocación, la pone en
cuestión y la lleva a una verdadera vocación. En la primera carta a los
Corintios, Pablo enuncia este impulso interior en la fórmula del “como-si-no”:
“Que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, y los que lloran como
si no lloraran, y los que están alegres como si no lo estuvieran…”. Vivir bajo
el signo del “como si no” significa deponer toda propiedad jurídica y social
sin que esta deposición funde una nueva identidad. En este sentido la forma de
vida es aquello que depone todas las condiciones sociales bajo las que se vive,
y al hacerlo no se niegan las condiciones sino que se hace uso de ellas. Pablo
escribe: si en el momento de la vocación te encuentras esclavizado, no debes
afligirte. Aún cuando pudieras liberarte, mejor haz uso de tu servidumbre. Eso
vale, creo yo, también para la vida que está a la busca de su forma, una forma
de la que ya no pueda ser separada.
* Traducción del alemán al español por
Luis Ignacio García.