Escribo esto a propósito de una intervención de Rodrigo Karmy y
Gerardo Muñoz, el pasado 23 de junio,[1]
con un texto que trata de una cuestión que ha hecho saltar, hasta hace poco,
una serie de inquisiciones, posicionamientos y partisanismos universitarios –a
propósito de las intervenciones de Giorgio Agamben, pero no sólo de él. Es sólo
un comentario inclinado por mi percepción de lo que ocurre en Chile por estos
días. Me parece que lo que Muñoz y Karmy acogen del pensamiento de Agamben, en
ese texto, es la noción de “vida desnuda” (homo
sacer, vida separada de su forma, materia pasiva de un poder principial):
la acogen precisamente como índice de un presupuesto metafísico de la
comprensión y ejercicio del poder. No de una comprensión cualquiera, sino de la
que se pone en juego en esa racionalidad, de contextura (necro)biopolítica, que
se autoafirma historicistamente como la civilización de Occidente. Lo que me
parece interesante es que Karmy y Muñoz apuntan a la noción de “vida desnuda”,
pero lo hacen no como pajes de alguna capilla profesoril, ni para insistir
teóricamente en el espectro pálido y atemporal del presupuesto metafísico como
condicionante lógico de la fantasía histórica, sino más bien para pensar la materialidad de las
maquinaciones hoy en curso. Pues hoy asistiríamos a una reconfiguración de
los discursos y las prácticas gubernamentales del capital –discursos y
prácticas con una genealogía decisiva en las formas del poder pastoral occidental,
y que hoy consumarían la metafísica ontoteológica como cibernética. El acomodo
estratégico iría así: el “dominio económico neoliberal” (polo económico) se
ensamblaría con un “progresismo compensatorio” que recurre tácticamente a la
medicalización de los cuerpos (polo médico). Frente al polo económico que pone
al capital sobre la vida, el polo médico viene a poner ante todo “la vida” –incluso
antes de sus formas, vita abstracta,
“desnuda”, plástica y dócil. Maquinación económica sacrificial y, a la par,
compensación biomédica que reduce la vida precisamente a la forma negativa de
su “conservación” (Thomas Hobbes), como “sobrevivencia” y “optimización”
gubernamental, pública o privada, de su “salud” –término teológico (“salvación”)
biomédicamente secularizado.
Claro está, por todos los santos y las santas, que esto no es
nada contra los médicos. Aunque cada médico podría hallarse, quizás, en una
encrucijada existencial, en medio de este acontecimiento, en relación con la
facticidad del poder y de la pestilencia, como la que asalta no sólo al médico,
sino también a los periodistas y al cura en la novela «La peste», de Albert Camus. Y a cada uno de nosotros –sólo
piénsese en el rol del pedagogismo en
esta coyuntura, como eventual habilitador del capitalismo universitario de
plataformas, o universidad telemática, donde prolifera la norma para asegurar
la reproductibilidad técnica.[2]
Creer que esto es anti-ciencia o aniti-medicina, en el sentido de un hippismo
revenido o de un provincianismo tecnofóbico, es tan poco sutil como pensar que
quien cuestiona la lógica de la industria alimentaria está llamando al ayuno
permanente. El problema, formulado provocativamente por Karmy y Muñoz, es más
bien que “(...) la abstracción de la 'Vida' es lo suficientemente plástica para
ser 'integrada' al ordenamiento general de lo que hoy llamamos el organismo
cibernético, que es la fase superior del dominio del liberalismo moderno”. De
modo que tenemos, por un lado, el control económico de los cuerpos mediante la deuda
de trabajo y financiera (“la economía sobre la vida”, se dice), y por otro el
oportuno control político de los cuerpos en nombre de su “salud” (“la vida
sobre la economía”, se dice).
En este sentido, a propósito de esta maquinita bipolar, la
referencia de Muñoz y Karmy a Jordi Carmona es precisa: se trata tanto de
interrumpir la cibernética de la máquina económica neo-malthusiana, como la
caída en la dinámica “compensatoria” de una deriva político-sanitaria que nos “salve”
del desastre neoliberal. Pues, ¿qué pasa en Chile, por caso? La
conjunción/disyunción entre la revuelta del perro y la sobrevenida del virus
Corona configuró el escenario para asociar gubernamentalmente la medicalización
–más bien espectral– de los cuerpos a la seguridad. El efecto lo vivimos hoy:
un toque de queda político-sanitario
prolongado por meses, con militares en las calles y en los caminos rurales –un ejército de hombres que van armados con
unos fusiles que, como se deja adivinar, tienen nulo rendimiento letal contra
el virus. Y todo esto en un contexto donde la heterodoxa incorporación de lo
no-humano –“el Corona”– a la narrativa humana de la historia y de las tácticas
genera contradicciones en la misma lógica dispositiva del gobierno: si se trata
de trabajar, la razón gubernamental nos quiere afuera (“activando la economía”
o expuestos en el “trabajo esencial”); si se trata de la revuelta, la razón
gubernamental nos quiere adentro (en confinamiento autogestionado con
teletrabajo). En cualquier caso ya no hay calle, sólo circulación. Y hay ya
sólo casa y familia, reino de la oikonomía
y cuerpos amenazados por la enfermedad, el hambre y los militares.
En Chile, hoy el gobierno está utilizando el discurso sanitario
para legitimar la securitización político-militar de la ciudad y el campo, en defensa de
los procesos de acumulación del capital empresarial local y
corporativo-financiero transnacional. Los militares no están ahí ni prestos ni
ocupados en combatir el virus, sino que vigilan que no salga de su dimensión
esotérica la revuelta –la “pandemia social”, como la llaman Piñera y los
muñecos de su opereta. Una revuelta que parece dormida en virtud de una ilusión
óptica: la coincidencia entre la prudencia sanitaria y la orden soberana de
confinamiento, que no es lo mismo que la obediencia al soberano –toda vez que
la transferencia de autoridad se halla radicalmente interrumpida. Pero la
interrupción de la obediencia a la diligente gestión “sanitaria” de las
restricciones políticas tampoco se trata de una insólita coincidencia con “la
agenda libertaria de un neoliberalismo desesperado frente a la desaceleración
de sus procesos de acumulación” (para decirlo con Sergio Villalobos-Ruminott),[3]
pues interrumpir la máquina del biopoder es exceder la protección de “esta vida”
en su instalación fáctica –o la protección de una pretendida “vida desnuda”–,
por supuesto que no para transgredir los cuidados recíprocos de la prudencia
sanitaria, sino para desde ahí abrir la vida posible en común, en la
proliferación anárquica de sus formas, más allá de su captura por las máquinas
soberano-gubernamentales del filo cibernético de la época. En Chile habrá que
ver cuándo y cómo nos van a devolver la calle, una vez que “el Corona”,
indiferente respecto de la historia humana, eventualmente se haya ido.
[1] Rodrigo Karmy y Gerardo
Muñoz, «Contra el
polo médico o el progresismo compensatorio», en Ficción
de la Razón, 23 de junio de 2020. Enlace: https://ficciondelarazon.org/2020/06/23/gerardo-munoz-y-rodrigo-karmy-bolton-contra-el-polo-medico-o-el-progresismo-compensatorio/
[2] Kamal Cumsille y Rodrigo
Karmy, «Contra el pedagogismo», en Revista Bordes, Universidad Nacional de José Paz, 25 de junio de
2020. Enlace: http://revistabordes.unpaz.edu.ar/contra-el-pedagogismo/
[3] Sergio Villalobos-Ruminott,
«El affaire
Agamben», en Ficción de la Razón, 28 de abril de
2020. Enlace: https://ficciondelarazon.org/2020/04/28/sergio-villalobos-ruminott-el-affaire-agamben-expandido/