4.- UNA ESCENA DE LA GUERRA
CAPITALÍSTICA EN AMÉRICA LATINA: COLOMBIA.
Esta
casa de espesas paredes coloniales
y
un patio de azaleas muy decimonónico
hace
varios siglos que se viene abajo.
Como
si nada las personas van y vienen
por
las habitaciones en ruina,
hacen
el amor, bailan, escriben cartas.
A
menudo silban balas o es tal vez el viento
que
silba a través del techo desfondado.
En
esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan
sus costumbres, repiten sus gestos
y
cuando cantan, cantan sus fracasos.
Todo
es ruina en esta casa,
están
en ruina el abrazo y la música,
el
destino, cada mañana, la risa son ruina;
las
lágrimas, el silencio, los sueños.
Las
ventanas muestran paisajes destruidos,
carne
y ceniza se confunden en las caras,
en
las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En
esta casa todos estamos enterrados vivos.[1]
Colombia es quizás uno de los más cruentos escenarios de la historia
contemporánea. La máquina política representacional y militar que se fragua
allí como alianza liberal-conservadora desde fines del siglo XIX, quizás,
podría ser pensada como una versión latinoamericana postcolonial del “americanismo” (Heidegger) que no deja ser a las formas de vida que habitan el territorio, disponiendo de
los vivientes y sus mundos, asegurando su dominio sobre ellos y asegurándose a
sí misma como positividad originaria mediante poderes estatales o
paraestatales, en virtud del derecho o por fuera del derecho. En Colombia la
guerra indefinida se tornó la contextura infernal de un mundo devastado por el
terror, o, dicho de otro modo, la guerra infinita devino un modo de producción
de mundo que procede destruyendo el habitar (in-mundus): la razón se
despliega allí erosivamente en la forma de la guerra capitalística y la
securitización de ciudades y campos, en el intento interminable –pues la vida siempre
se escapa– de instalar una máquina de gobierno total de la vida desde la razón
ontoteológica del sujeto soberano y su disposición total de lo ente, mediante
la administración de la vida y de la muerte como recursos en función del patrón
de acumulación capitalista en su modulación neoliberal.
Si aquí hemos hablado, evocando a Heidegger, de “la
mutación de la guerra en la época técnica”, ello no significa que intentemos trascendentalizar
al neoliberalismo y su violencia específica como el “orden epocal”, sino más
bien apuntar a su constelación como un orden óntico que expresa
paradigmáticamente una consumación y al mismo tiempo un agotamiento tecno-económico
de la metafísica de la presencia y del sujeto occidental a nivel ontológico –es
decir, de precomprensión de ser, tiempo y poder. En cualquier caso, se trata de
una racionalidad hegemónica que hoy se expande colonialmente por el “globo”
como marco metafísico-político y “arte de gobernar” generalizado. Si en el
discurso de Kissinger el principio de un orden geopolítico plural fue una
creación de la Europa moderna temprana y Estados Unidos sería hoy el garante de su
continuidad, a la par de ello su “realismo político” consiste en asumir como su
“misión” –en términos teológico-políticos– una actuación en política
internacional que se funda en la suposición de que alguien tiene que dar un
marco de orden universal a esa pluralidad; y que si no lo hacen los norteamericanos,
entonces lo harán los rusos, los chinos o los árabes. A su vez, frente al
unilateralismo excepcionalista del imperialismo norteamericano de los tiempos
de Trump, los rusos y los chinos abogan hoy por un imperialismo multilateral:
dicen que “América Latina no es el patio trasero de nadie”, pero no en un
sentido no-imperial, sino para decir que América Latina puede ser el patio de
todos, que se lo pueden repartir en términos de una doble o triple presencia
imperial, etc. Quizás podríamos poner el juego, en relación con esta situación
hermenéutica de la geopolítica contemporánea –que tiene a Colombia, como
veremos, como una de sus localizaciones más paradigmáticas–, a Heidegger contra
Kissinger, y a Heidegger con Marx. Si para Kissinger se trata de imponer
los valores democráticos norteamericanos en el mundo tratando de no usar la
violencia bélica o de usarla como último recurso (a mayor orden y gobierno del
mundo, más seguridad y menos terror), para Heidegger se trataría más bien de dejar
ser, de no desplegar la violencia de la racionalización de la totalidad de
lo ente en los términos de la metafísica del sujeto y la presencia –teo-onto-antropología–
(a mayor ordenamiento gubernamental del mundo, es decir, a mayor aseguramiento
de lo ente, más terror). Y si para Heidegger tal racionalización violenta es el
dispositivo tecno-económico como último sucedáneo nihilista de la metafísica
occidental que está destruyendo todo habitar y sumergiéndonos en el terror,
para Marx es la lógica dispositiva y colonizadora del capitalismo la que lo
atraviesa todo difundiendo la guerra predatoria y securitaria, además de la nihilización
equivalencial de su proceso de valorización.
En este horizonte, preguntar por Colombia y su
inscripción geopolítica actual implica tener en cuenta su historia y su proceso
político colonial y postcolonial, su actual inscripción en el bloque imperial
liderado por Estados Unidos[2] y
su relación con el resto de América Latina –con los países alineados y no
alineados con tal bloque imperial. Implica considerar las estrategias necropolíticas
del ensamble Estado/Capital (terror estatal y paramilitar), tanto a nivel de
las dinámicas puestas en obra entre Estado nacional y capital transnacional –¿cuánto
capital transnacional hay invertido en Colombia y en qué se halla invertido?–[3]
como a nivel de aquellas que se dan entre el Estado nacional y el capital local
de las oligarquías colombianas,[4]
pues estas estrategias necropolíticas se efectivizan en las operaciones de
contrainsurgencia (anticomunismo) y securitización empujadas por las
oligarquías colombianas apoyadas por Estados Unidos, al hilo del combate a las
guerrillas y la paralela aniquilación sistemática de líderes sociales (urbanos,
rurales e indígenas) y defensores de la naturaleza (ecologistas). Implica
también considerar las estrategias biopolíticas de producción de
subjetividades, tanto en términos de subjetivación capitalística de la
población (capital humano, cultura empresarial y sociedad del consumo, racismo,
clasismo y machismo, funcionarios estatales corruptos y una variedad de
mercenarios del capital) como en términos de subjetivaciones resistentes
urbanas (estudiantes y activistas), campesinas e indígenas (guerrillas
marxistas-leninistas, autodefensas comunitarias, etc.). Esta constelación
necro-biopolítica ha conllevado la naturalización de una historia de violencia
en Colombia, cuyo intento de cierre durante los últimos años en virtud de un
“Proceso de Paz” ha fracasado en la medida en que en sus términos no elimina las
causas básicas del conflicto: la exclusión política y la cuestión de la tierra.
La violencia en la América Latina postcolonial ha pasado
por algunas fases distintivas. En el caso de Colombia, tales fases corresponden
a la violencia política estatal e interestatal durante los siglos XIX y XX –el
largo expediente de las “pacificaciones”[5]
rurales y urbanas; la cuestión de las fronteras entre Estados–, y desde la
segunda mitad del siglo XX y pasando al XXI la fase caracterizada por el
surgimiento de las guerrillas enfrentadas al ejército estatal y los
paramilitares,[6]
luego por la violencia de los cárteles narcos desde los años setenta[7] y
la sucesiva deriva de la violencia molecular generalizada en el contexto de la
asonada neoliberal –violencia social sobregirada y naturalizada, individualismo
patriarcal, competitivo, hiperconsumista y posesivo, anticomunismo policial,
delincuencia aspiracional,[8]
facciones de guerrillas políticas devenidas máquinas de guerra económicas en
las zonas rurales, etc.
Tras la larga y cruenta historia colonial de invasión
militar, ocupación, clasificación/jerarquización,[9]
explotación y evangelización católica de una región estratégica para el Imperio
Español durante los siglos XVI al XVIII –por la extracción de oro y el dominio
de las costas de los océanos Pacífico y Atlántico–, desde 1780 surge el
independentismo que empuja el inicio de un proceso político (revoluciones
comuneras de Manuela Beltrán y Antonio Galán) que culmina con la creación,
sobre lo que había sido el Virreinato de Nueva Granada, de la república de la
Gran Colombia en 1819, con Simón Bolívar como presidente. El siglo XIX
colombiano estará atravesado por las guerras fronterizas –con Perú (1828),
desintegración de la Gran Colombia en los Estados de Venezuela, Ecuador y Nueva
Granada[10]
(1831), con Ecuador (1832)– y por las guerras civiles entre liberales y
conservadores desde 1837. Será en medio de este proceso bélico intestino
que surgirán los dos partidos políticos tradicionales de Colombia, entre 1848 y
1849: el Partido Conservador y el Partido Liberal. Tras un primer intento de
alianza liberal-conservadora entre 1876 y 1877, con ocasión del apoyo de los
conservadores al liberal Rafael Núñez –que más tarde, en 1886, fundará el
Partido Nacionalista, el mismo año que surge la República de Colombia–, siguen
las guerras civiles, con alternancia de hegemonía entre conservadores y
liberales. Entrando al siglo XX, en 1903 Panamá se independiza de Colombia,
proceso en el que confluyeron la causa nacionalista panameña y el
intervencionismo de Estados Unidos en orden a la ocupación de la zona del Canal
de Panamá –que ocuparon efectivamente desde 1903 hasta 1979. El 1930 termina un
largo período de hegemonía conservadora con el triunfo liberal de Enrique Olaya
y, tras la guerra con Perú por disputas fronterizas (1932-1933), se invierte el
tablero en 1948, cuando termina la hegemonía liberal con el gobierno
conservador de Mariano Ospina Pérez. He aquí un hito importante, pues con
Ospina Pérez se desencadena entre 1948 y 1958 lo que se conoce como el período
de “la Violencia”: el conflicto entre el gobierno conservador y las guerrillas
liberales, más que una guerra civil declarada, toma la forma de una guerra
sucia, con una proliferación de asesinatos y terrorismo que en esa década
deja un saldo de 170.000 muertos y 2.000.000 de despojados y desplazados
forzados en los campos.
En 1958 el período de “la Violencia” culminará con la consolidación de la
alianza liberal-conservadora, un gobierno de coalición que dará forma a la
máquina político-representacional bipolar del Frente Nacional. Será
precisamente la violencia de esta máquina del ensamble entre Estado y Capital
–en función del capitalismo agrario y agroindustrial como modelo de desarrollo
sacrificial– la que redundará en la violencia armada con que irrumpen las
guerrillas populares (insurgencia campesino-indígena), cuyo discurso de
resistencia marxista-leninista pondrá en juego su autointerpretación como
violencia revolucionaria por fuera de la democracia formal capturada por la
máquina liberal-conservadora. Las guerrillas –el Ejército de Liberación
Nacional (ELN), el Movimiento 19 de Abril (M19), el Ejército Popular de
Liberación (EPL), el Ejército Revolucionario Popular (ERP), las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC),[11]
entre otros– serán así la contrapartida que durante los años sesenta
eclosionará, en contexto de Guerra Fría, bajo el influjo de la Unión Soviética,
y serán combatidas por el ensamble entre el ejército estatal colombiano y el
paramilitarismo como brazo armado del capital de las oligarquías locales y transnacionales.
A este cuadro se sumará, a lo largo de los años setenta y ochenta, la irrupción
del narco con los carteles de Cali y Medellín –este último con Pablo Escobar a
la cabeza–, organizaciones de capitalismo ilegal que con su flujo de dinero
tendrán injerencia en la política (relación entre política profesional y
capital narco) y crearán sus propios grupos paramilitares. El cuadro completo –cuya
tela es abastecida por fuerzas armadas estatales y paramilitares, fuerzas
armadas revolucionarias y máquinas de guerra del narco– rendirá desde los años
ochenta la configuración de un conflicto armado que atravesará del siglo XX
hasta el XXI, a pesar de las negociaciones de paz de los ochenta entre gobierno
y guerrillas (en 1982 el gobierno de Belisario Betancourt acuerda la paz con
M19 y EPL) y, desde los años noventa, del debilitamiento de los narcos (en 1993
cae el cartel de Medellín con la muerte de Pablo Escobar; en 1996 cae el cartel
de Cali) y de las guerrillas comunistas tras la caída de la Unión Soviética (en
2007 cae el ERP bajo el gobierno de Álvaro Uribe; en 2016 se acuerda el desarme
de las FARC bajo el gobierno de Juan Manuel Santos, lo que le vale al
presidente el mismo Premio Nobel de la Paz que se le había otorgado en 1973 a
Kissinger). En 2017 resurgen las FARC y el ELN, en combate con las fuerzas
armadas del gobierno de Iván Duque y los paramilitares, proyectando el
conflicto armado colombiano que sólo en las últimas seis décadas ha dejado un
saldo de 220.000 muertos, 25.000 desaparecidos, 7.000.000 de desplazados
internos –la cifra más alta de América Latina y triste registro mundial– y
8.300.000 hectáreas de tierras despojadas a indígenas y campesinos.[12]
Decíamos que las causas básicas del conflicto en su
dimensión política y económica siguen intactas: la exclusión política y la
cuestión de la tierra. Este nudo político se desnuda, mas no se desanuda, con
el resultado del plebiscito del 2 de octubre de 2016 que buscaba refrendar el
“proceso de paz” iniciado unos años antes.[13]
El triunfo del “no”[14] implicó
la renegociación de varios puntos con sus promotores –principalmente no tocar
la propiedad de la tierra: no a la reforma agraria–,[15]
lo que en la práctica significó la continuidad explícita de la guerra en
Colombia, esto es, la proyección indefinida de una economía política de la
guerra.[16]
Una economía cifrada sacrificialmente en el modo de producción capitalista como
modelo de “orden y desarrollo”, cuyo conflicto central se dibuja políticamente
en su narrativa maestra como fractura entre la vida capitalística del progreso
civilizatorio y el comunismo anárquico de “bandoleros”,. “terroristas” y
“narcos”.[17]
El conflicto que se juega en la cruenta imposición de un modelo de desarrollo como
texto soberano –que implica sacrificio de ambientes y poblaciones, y la
correspondiente insurrección popular– despliega todo el espectro del terror
devenido de las dinámicas de la dominación y su aseguramiento. La razón
armada, en su dimensión racional, pone en obra un discurso
transicional y “democratizante” que habla de “acuerdos” para neutralizar la
monstruosidad criminal de la insurgencia y que establece una relación de
sinonimia dura entre legitimidad y legalidad: si la legitimidad descansa
en una democracia nominal en contexto de paz armada (“democracia protegida”),[18]
entonces la legalidad puede operar con carta de “justicia” como
violencia del derecho contra los oprimidos criminalizados (reforzamiento de los
aparatos represivos y securitarios del Estado: policía y ejército), incluso más
allá de la ley (brazo armado del capital: paramilitares)[19]…
he aquí, otra vez, la paradoja de la excepcionalidad soberana, en Colombia
hecha regla de un modo ejemplar.
Si en la dimensión política un factor clave del conflicto
es la instalación de una democracia excluyente de carácter oligárquico desde la
segunda mitad del siglo XX, habría que pensar la contextura de esa máquina.[20]
Tal contextura consta del aparato del Estado y un sistema político bipartidista
que lo administra, además de los aparatos represivos y securitarios y el
control de los medios de comunicación masivos. La continuidad de tal máquina
garantiza la “estabilidad política” para el mantenimiento del orden, es decir,
del sistema económico neoliberal imperante; su contextura tiene el efecto de
indistinción entre democracia y dictadura. Si la fórmula “orden y desarrollo”
funciona como esquematismo de la espacialidad y la temporalidad en el discurso
político dominante,[21] habrá
que pensar en el ensamble de esta máquina en torno su eje conservador y su eje
liberal: autoritarismo político (de matriz colonial, hacendal) y liberalismo
económico (intensificación de las fuerzas de apropiación privada y
modernización del capitalismo). La instalación de un orden funcional al
desarrollo implica contener con violencia estatal –y con otras violencias más
sucias– los procesos políticos que desbordan la democracia nominal del capital.
La genealogía de esta máquina bipolar tiene un hito importante, como antes
señalamos, en la articulación del Frente Nacional (1958-1974). Mientras se
desarrolla el período de “la Violencia”, tras el gobierno conservador de
Mariano Ospina Pérez desde 1951 se instala el gobierno de Laureano Gómez,
conservador radical, filo-nazi y franquista, quien declara el estado de
excepción permanente y asienta la doctrina de que ante el fracaso
político-social de los partidos lo que queda es el binomio Fuerzas Armadas y
Pueblo. Aquejado por problemas de salud que le impiden cumplir a cabalidad sus
funciones gubernamentales, Gómez es depuesto por el golpe militar que inicia la
dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, que se extenderá entre 1953 y 1957
y, entre otras medidas, dicta la proscripción del Partido Comunista Colombiano.
Desde 1958 surgirá el Frente Nacional como máquina de gobierno de coalición y
monopolio de la política representacional en postdictadura, proyectando
históricamente las prácticas de violencia excepcional.
El legalismo ha
servido a veces como una forma de encubrimiento ideológico de exclusiones e
impunidades intolerables, eficaz a la hora de desviar las demandas y luchas
sociales de sus potencialidades verdaderamente transformadoras. (…). En esta
línea, pese a que el Frente Nacional se planteó como un acuerdo paritario para
el ejercicio del poder, capaz de garantizar el retorno a los cauces
institucionales quebrantados por la dictadura de Rojas Pinilla, lo cierto es
que nunca pudo escapar de la excepcionalidad característica de la dictadura y,
en vez de salir definitivamente de ella, optó por institucionalizar algunos de
sus mecanismos. Esa excepcionalidad, sin embargo, no se aplicaba ya para
afrontar los resentimientos de la violencia partidista, sino que fue la base de
una intensa violencia de carácter clasista, contrainsurgente y anticomunista,
atizada por las tensiones geopolíticas del contexto (…). Entre 1949 y 1991
Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir, 17 años, lo cual
representa el 82% del tiempo transcurrido. El hecho de que la excepcionalidad
se convirtiera en la regla durante este período tuvo impactos muy negativos
sobre la justicia, el estado de derecho y la democracia.[22]
La
máquina frente-nacionalista, durante su gobierno en el período de Guillermo
León Valencia (1962-1966), reforzará sus aparatos coercitivos y securitarios
estatales (adoctrinamiento de fuerzas armadas en función “pretoriana” y
anticomunista), creando el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) con
la asistencia del aparato político-militar de Estados Unidos –la CIA y la
Escuela de las Américas, al hilo de la doctrina de seguridad nacional. Se trata
de una estrategia de inmunización del ensamble Estado/Capital contra todo lo
que obstruya su progreso: represión y guerra sucia contra el activismo político
y la protesta social, los estudiantes, la organización sindical y las
guerrillas rurales. La violencia de este ensamble tendrá su eco en la eclosión
de la lucha armada campesina contra la opresión predadora del capital, y
desde 1961 el cuadro se tornará aún más complejo con el auge del paramilitarismo,
consistente en grupos de civiles armados para la protección de la propiedad
privada latifundista, el despojo de campesinos e indígenas y la protección del
“pacto político que monopolizó el poder del Estado”.[23]
Como brazo armado del capital, el paramilitarismo actúa al margen del Estado
(paralelamente al Ejército Nacional), pero con el apoyo político del Estado
controlado por la oligarquía y el soporte técnico de sus fuerzas armadas
regulares –los dotan de armas, entrenamiento y técnicas de contrainsurgencia.
Frente a las guerrillas comunistas revolucionarias, la violencia estatal y
paramilitar tendrá por cometido la contención del avance del comunismo criollo
–el “enemigo interno”– tras la Revolución Cubana de 1959, en sintonía con los
lineamientos geopolíticos y económicos de la Alianza para el Progreso impulsada
por Kennedy desde 1961.
Respecto de la cuestión de la tierra como factor económico clave del
conflicto, hay que destacar que la mayor parte del teatro de operaciones del
conflicto armado colombiano se halla en las zonas rurales. El conflicto rural
hunde sus raíces en la historia colonial y tiene entre sus hitos en la
constelación histórica postcolonial la “fiebre del caucho” en el tránsito del
siglo XIX al XX –guerra capitalística de predación intensiva en la región
amazónica del sur del país, proceso en el cual los empresarios explotan la
selva y masacran a los indígenas (ocainas, huitotes, boras, muinanes) para
apropiar sus territorios–, y el apogeo de la violencia paramilitar entre 1995 y
2005, con masacres de aldeas enteras para despojar a los campesinos de sus
tierras. Se trata de dos hitos que ilustran procesos de intensificación de la
violencia, mas fuera de tales periodos el terror ha sido permanente, en el
formato de una “guerra de baja intensidad y alta frecuencia” –sin masacres ni
enfrentamientos de grupos armados, pero sí con asesinatos selectivos cotidianos
de activistas territoriales y medioambientales. La violencia de la guerra
capitalística rural colombiana se ha desplegado en función del despojo
territorial de campesinos e indígenas, cuyas tierras han pasado a ser propiedad
privada de terratenientes (haciendas con agricultura y ganadería),
agroindustrias (monocultivos), empresas extractivistas y energéticas (minería y
megaproyectos de generación), y narcos (cultivos de marihuana y coca).[24]
En función de este proceso de predación y contra todo intento de democratización
de la tierra (reforma agraria), la necropolítica del capital se ha expresado en
las alianzas entre terratenientes, empresarios, paramilitares y agentes del
Estado –políticos, funcionarios judiciales y administrativos, militares y
policías.[25]
Para finalizar, quisiera aquí abrir una brecha más acá
de los factores políticos (la exclusión política) y económicos (la cuestión de
la tierra) a los que señalan matrices de análisis como la que pone en juego Ana
Bengoa,[26]
una brecha de consideraciones relativas a la deriva molecular y nihilizada de
la guerra en Colombia. En este sentido me ha parecido interesante el trabajo de
Mónica Zuleta en torno a las modalizaciones “crueles” de los procesos de
subjetivación en curso en Colombia:
La hipótesis que
pretendo desarrollar (…) sostiene estas premisas: primero, que fue a través de
acontecimientos de guerra, y del mercadeo de la muerte, así como de cuestiones
mediáticas, en particular la radio y la prensa, que en país se dio el giro de
la coacción a la libertad, giro que conformó una sociedad civil liberal
vinculada a través de decisiones individuales sobre la guerra y la muerte,
basadas en cálculos de costo-beneficio. Segundo, que esa “sociedad civil” hizo
uso de idearios políticos más como pretexto para ser reconocida que como
direccionamiento moral y que entonces, paulatinamente “aceptó” que el ejercicio
de prácticas de amedrentamiento y la conformación de redes de provechos, eran
caminos viables para volverse activa y participar de la racionalidad económica.
Tercero, que la política de desarrollo se fortaleció y propagó a través de esas
redes y como un experimento macabro, estimuló la guerra desordenada y cruel
como manera para empujar flujos económicos. Finalmente, que en la medida en que
la subjetividad liberada favoreció que conjuntos de individuos tomaran
decisiones sobre la vida y la muerte de otros, en función del provecho que
obtenían, las direcciones gubernamentales entraban en contacto con direcciones
económicas modernizadoras. Eso explica que cuando se desataba la guerra
campesina autónoma, junto con acciones cívico-militares de amedrentamiento y
terror estatales, la economía creciera y se multiplicaran conexiones entre
empresarios, gobernantes y sectores populares.[27]
Más
acá de las dinámicas imperiales y soberanas que abastecen la dialéctica entre
opresores activos y oprimidos pasivos y las formas molares tradicionales de la
guerra –la guerra colonial, la guerra interestatal y la guerra civil
intestina–, y pasando por la fase de la “guerra sucia” irregular y tránsfuga
contra el enemigo interno, se trataría de pensar la deriva molecular y
nihilizada de la guerra en Colombia: difusión y nihilización del terror, deriva
de la necropolítica a la necroeconomía, guerra civil global que se libra
a nivel molar y molecular, hasta el nivel del conflicto constitutivo de cada
subjetividad:
Supongo que las
técnicas de gobierno que constituyen este germen neoliberal no actúan sobre
conciencias, ni sobre cuerpos, es decir, no son representacionales ni
disciplinarias, sino que, en aras de propiciar toda suerte de diferencias,
atrapan experiencias. De modo que, los flujos capitalistas provocan que las
multitudes actúen desbocadamente mediante la articulación de distintas
intervenciones puntuales que afectan directamente las pasiones, y no buscan
nada en particular diferente a propiciar desórdenes. Dicho de otra manera,
conforman efectos de multitud.[28]
En virtud de la deriva
necroeconómica del capital (violencia estructural de la relación asimétrica
entre capital y trabajo, terror estatal y paraestatal, mercadeo social de la
muerte en el narcotráfico, la extorsión y el sicariato), y por la vía de la
espectacularización de la violencia y su difusión de pasiones tristes, lo que
ha habido en Colombia es una naturalización de la violencia mortífera en
contexto neoliberal: la producción de subjetividades “activas” –no “pasivas”–
que se sostienen en la decisión individual sobre la productivización de la
violencia en función de cálculos de costo-beneficio. Subjetivación “endriaga”[29]
que hace mímesis de la violencia capitalística, se acoge en su multiplicidad
flexible dentro del marco del homo oeconomicus, marco que opera como
norma antropológica –o dispositivo de la persona–, articulando así la materialidad
del concepto de “sociedad civil”.[30]
La guerra ya no es lo que era.
[1] Carranza, María Mercedes,
«La
patria y otras ruinas: antología»,
Editorial Ayuntamiento de Carmona, Sevilla, 12004, p. 19.
[2] En junio de 2013 el gobierno de Colombia suscribió un acuerdo de
cooperación y acercamiento con la OTAN, con el objetivo de ser un país miembro
asociado a futuro. Esto se dio en medio de un debate acerca de la significación
geopolítica de la OTAN: ¿“brazo armado del imperialismo” o “baluarte de la
civilización occidental”? Tal ingreso como “socio global” (global partner)
se concretó el 31 de mayo de 2018, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos,
convirtiendo a Colombia en el primer país latinoamericano asociado a la
organización transatlántica del norte.
[3] Colombia es la tercera economía que más inversión atrae en la región,
precedida por Brasil y México. Los datos de la Comisión Económica para América
Latina y El Caribe (CEPAL) indican que Brasil concentra 48% del total de la
inversión en la región, seguido por México con un 20%, Colombia con un 8% y
Chile con un 7%. El año 2017 el monto de inversión extranjera directa en el
país alcanzó US$14.518 millones, cifra que representa un incremento de 4,83% en
comparación con 2016, según el Banco de la República. Tradicionalmente el
sector de mayor inversión por parte de multinacionales fue el sector del
extractivismo minero y petrolero, además de la agroindustria, aunque en los
últimos años la inversión se ha diversificado en magnitudes importantes hacia
otros sectores como manufacturas y construcción, y se proyecta un aumento del
destino de las inversiones hacia industrias 4.0, metalmecánica y agroindustria
de monocultivos “con oportunidad de desarrollo de proyectos en las zonas
más afectadas por el conflicto”.
[4] En términos de industria de capital local, los principales sectores
son minería, petrolera, química, textil, agroindustria, ganadería, calzado,
equipos mecánicos y de transporte, armamentística.
[5] Ver Viñas,
David, «Indios,
ejército y frontera», Editorial Siglo XXI,
México D.F., 11982.
[6] Ver Palacios,
Marco, «Violencia
pública en Colombia. 1958-2010», Editorial
F.C.E., México D.F., 12012; y
Velásquez, Edgar, «Historia del paramilitarismo en Colombia», en
Revista de Historia, nº 26, vol. 1, São Paulo, 2007, pp. 134-153.
[7] Vallejos, Virginia, «Amando a
Pablo, odiando a Escobar»,
Editorial Random House Mondadori, Bogotá, 12007.
[8] Chico de 15
años, de una pandilla narco: “prefiero vivir hasta los 20 como un rey que hasta
los 40 como un lacayo”. Para una consideración de los “sujetos endriagos” en
contexto de “capitalismo gore”, ver Valencia,
Sayak, «Capitalismo gore», Editorial
Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12010.
[9] El sistema colonial de
clases sociales en la región implicará una jerarquía que desciende desde los
dominadores españoles, pasando por criollos y mestizos, hasta los indígenas y
los esclavos negros en lo más bajo de la pirámide social.
[10] El Estado de Nueva
Granada abarcaba lo que después de 1903 serán los territorios de Colombia y
Panamá.
[11] Las FARC surgen en 1964,
como resistencia armada a la guerra capitalística instigada desde el Parlamento
de Colombia por políticos como Álvaro Gómez Hurtado (dirigente oligárquico) y
desplegada como “guerra sucia” por el ejército estatal –cuyo adoctrinamiento
contrainsurgente asesorado por el gobierno de Estados Unidos venía desde 1962
con la implementación del plan LASO (Latin American Security Operation),
conocido también como “Plan Lazo de Seguridad” (cfr. Malott, David, «Military
Civic Action in Colombia», tesis
de Maestría en Historia, Universidad de La Florida, Gainesville, 1985, p. 160 y
ss.)– y los paramilitares como
brazo armado de la oligarquía. El período de “la Violencia” que se había dado
por finalizado historiográficamente en 1958 con la consolidación de la alianza
liberal-conservadora, en efecto nunca terminó y más bien se proyectó históricamente,
como una guerra capitalística del ejército estatal (controlado por la máquina
política oligárquica) y los paramilitares (formados por el ejército estatal y
financiados por latifundistas y narcotraficantes) contra campesinos e
indígenas: despojo de tierras mediante la violencia (imposición de compra de
tierras a precios irrisorios o expulsión) y consecuente desplazamiento forzado.
Las FARC irrumpen en este escenario como insurrección armada frente a la
violencia neoliberal –estatal y paraestatal–, frente a la violencia
capitalística contra los pueblos. El discurso de las FARC en relación con el
término de la guerra es: paz con justicia social, sin el terror de Estado que
impone el despojo (lo primero conduciría a un efectivo y justo acuerdo de paz;
lo segundo no sería sino una propuesta de rendición, es decir, una nueva pacificación).
[12] Cfr. Nubia, Martha
(coord.), «¡Basta ya! Colombia: memoria de guerra y dignidad», Centro Nacional de Memoria Histórica, Bogotá,
2013.
[13] El “proceso de paz” consistió
en cuatro años de negociaciones que fueron a dar a la firma de los Acuerdos de
Paz de La Habana el 26 de septiembre de 2016, entre el Estado de Colombia
(gobierno de Juan Manuel Santos) y la guerrilla revolucionaria (FARC-EP). El
acuerdo implicaba el cese definitivo del fuego (no tregua), la conversión de la
insurgencia armada en partido político y, por tanto, su desmovilización
(entrega de armas a la ONU y reincorporación a la vida civil), a cambio de un
proceso gradual de reforma agraria y democratización.
[14] No (50,21 %) v/s Sí
(49,78 %).
[15] La modificación del
acuerdo original se concretó con el Acuerdo del Teatro Colón, en Bogotá el 12
de noviembre de 2016.
[16] Bengoa, Ana, «Colombia. Economía política de la guerra»,
Editorial Pehuén, Santiago, 12017, p. 9.
[17] En 1964, en el periódico
Voz Proletaria, el comandante Richard (Alfonso Castañeda) de las FARC
declaraba: “Eso de bandoleros es una palabra con que se descalifica, se aísla
de la sociedad a las personas que se quiere asesinar, para que no haya protestas
por su muerte. Pero ya está de moda en el ejército obligar a los soldados a
asesinar a campesinos, cambiarles su ropa civil por prendas militares, sus
alpargatas por tenis, ponerle un arma al lado, fotografiarlo y luego publicar
un comunicado oficial en el cual el compañero aparece reseñado como peligroso
bandolero que usaba un apodo repugnante” (citado por Bengoa en opus cit.,
p. 13). En relación con las tácticas de guerra sucia para criminalizar a la
insurgencia –montajes militar-mediáticos, “falsos positivos”–, éstas echan mano
de categorías al uso: desde la primera mitad del siglo XX se hablaba de
“bandoleros”, y desde la segunda mitad hasta hoy de “terroristas” y “narcos”.
[18] Ver Angarita, Pablo, «Seguridad
democrática. Lo invisible de un régimen político y económico», Editorial
Siglo del Hombre, Bogotá, 12011.
[19] Ver Perret, Antoine, «Las
compañías militares y de seguridad privadas en Colombia ¿Una nueva forma de
mercenarismo?», Editorial Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 12009.
[20] Esto es, la máquina
bipolar frente-nacionalista: la que se arma como alianza y alternancia entre
liberales y conservadores, los dos polos de la misma oligarquía que ha
gobernado Colombia desde el siglo XIX.
[21] Recuérdese anteriores
versiones de esta fórmula: August Comte (orden y progreso), Jaime Guzmán
(autoridad y libertad), Henry Kissinger (orden y libertad).
[22] William Ortiz, citado por Bengoa en opus cit., p. 14.
[23] Bengoa, opus cit., p. 16.
El sustento jurídico del paramilitarismo se halla en el Decreto Legislativo n°
3.398 de 1965, que en 1968 pasa a Decreto de Ley, es decir, a legislación
permanente como Ley 48. Tal ley permite al Ejército Nacional organizar y proveer
armas a grupos civiles de zonas rurales, las denominadas “autodefensas”. El
discurso de la derecha colombiana es que el paramilitarismo fue un producto de
la debilidad del Estado, mientras que el discurso del gobierno de Estados
Unidos ha acentuado la necesidad de una democracia protegida en Colombia,
mediante el fortalecimiento de la función coercitiva del Estado y su
transnacionalización –establecimiento de bases militares norteamericanas en la
región y asistencia en materias de seguridad.
[24] En 1949 el gobierno de Mariano Ospina Pérez recibe a Lauchlin Currie,
un “misionero económico” enviado por el Banco Mundial. Los economistas son los
teólogos de nuestro tiempo. El diagnóstico de Currie fue que en Colombia había
un “exceso de población rural” y que el desarrollismo, la nueva fe, podía
prescindir de la reforma agraria para modernizar el capitalismo agrario. En
lugar de ello, una política económica exitosa no debía buscar mejorar la
situación económica de los campesinos, y ni siquiera intentar educarlos, sino
enviarlos a las ciudades: urbanizarlos y proletarizarlos en las fábricas de la
revolución industrial.
[25] Ver Bengoa, Ana, «Sobre
guerra y paz. Reflexiones frente a la necro-economía política del capitalismo
agrario», en Revista Latinoamericana de Sociología de la Guerra Cuadernos
de Marte, n° 14, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2018, p. 205 y ss.
[26] Bengoa, «Colombia. Economía política
de la guerra», p. 11 y ss.
[27] Zuleta, Mónica, «El reconocimiento cruel como
técnica de subjetividad», en Fuentes, Antonio (ed.), “Necropolítica,
violencia y excepción en América Latina”, Editorial Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla, Puebla, 12012, p. 98.
[28] Ibidem, p. 97.
[29] Valencia, Sayak,
«Capitalismo gore», Editorial
Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12010.
[30] Foucault: “El homo
oeconomicus y la sociedad civil son dos elementos indisociables. El homo
oeconomicus es el punto abstracto, ideal y puramente económico que puebla
la realidad densa, plena y compleja de la sociedad civil. O bien: la sociedad
civil es el conjunto concreto dentro del cual es preciso resituar esos puntos
ideales que constituyen los hombres económicos, para poder administrarlos de
manera conveniente, Por lo tanto, homo oeconomicus y sociedad civil
forman parte del mismo conjunto, el conjunto de la tecnología de la
gubernamentalidad liberal” (Foucault, Michel, «Nacimiento de la biopolítica», traducción del francés al español por
Horacio Pons, Editorial F.C.E., México, 12007, p. 336). Ver también Díaz Letelier, Gonzalo, «Bajo el peso de la noche, parte I. El dispositivo de la persona
chilensis», en sitio electrónico La Raza Cómica (14 de abril de 2018).