El presente artículo de Giorgio
Agamben apareció el 16 de febrero de 2012, publicado en Italia en el periódico
La Repubblica –de donde he tomado el texto italiano que aquí traduzco–, y está
disponible en el siguiente enlace:
Si la feroz religión del dinero devora el futuro
Para captar lo que significa la palabra “futuro”, primero debemos captar lo que significa otra palabra, que no estamos acostumbrados a utilizar fuera de la esfera religiosa: la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, en la medida en que hay futuro sólo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero ¿qué es la fe? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –existe una disciplina con este extraño nombre–, un día estaba trabajando sobre la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para decir “fe”. Ese día se encontraba por casualidad en una plaza de Atenas y en un determinado momento, alzando la mirada, vio escrito en letras grandes frente a él Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y después de unos segundos se dio cuenta de que estaba simplemente frente a un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ahí estaba el sentido de la palabra pistis que había estado tratando de captar durante meses: pistis, “fe”, es simplemente el crédito que tenemos con Dios, y el crédito que la palabra de Dios tiene con nosotros desde el momento en que creemos en ella. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”: es lo que da realidad a lo que no está allí todavía, pero en lo que creemos y confiamos, dando crédito. Algo así como un futuro existe sólo en la medida en que nuestra fe le puede dar sustancia o realidad a nuestras esperanzas.
Para captar lo que significa la palabra “futuro”, primero debemos captar lo que significa otra palabra, que no estamos acostumbrados a utilizar fuera de la esfera religiosa: la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, en la medida en que hay futuro sólo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero ¿qué es la fe? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –existe una disciplina con este extraño nombre–, un día estaba trabajando sobre la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para decir “fe”. Ese día se encontraba por casualidad en una plaza de Atenas y en un determinado momento, alzando la mirada, vio escrito en letras grandes frente a él Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y después de unos segundos se dio cuenta de que estaba simplemente frente a un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ahí estaba el sentido de la palabra pistis que había estado tratando de captar durante meses: pistis, “fe”, es simplemente el crédito que tenemos con Dios, y el crédito que la palabra de Dios tiene con nosotros desde el momento en que creemos en ella. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es la sustancia de las cosas esperadas”: es lo que da realidad a lo que no está allí todavía, pero en lo que creemos y confiamos, dando crédito. Algo así como un futuro existe sólo en la medida en que nuestra fe le puede dar sustancia o realidad a nuestras esperanzas.
Pero
la nuestra, como sabemos, es una época
de escasa fe o, como decía Nicola
Chiaromonte, de mala fe, esa fe mantenida a la fuerza y sin convicción. Es, por tanto, una época sin futuro
y sin esperanza –o
de futuros vacíos y falsas
esperanzas. Pero en esta época
demasiado vieja para creer
verdaderamente en algo y demasiado astuta para estar verdaderamente desesperada,
¿qué es nuestro crédito, qué es nuestro futuro?
Porque, en una inspección más cercana, hay todavía una esfera
de crédito, una esfera a
la que fue a dar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esta esfera es el dinero y los bancos –los pisteos tes trapeza– son sus templos. El dinero no es más que un crédito y sus correspondientes billetes de banco (notas bancarias). La así llamada “crisis” que estamos atravesando –pero lo que se llama “crisis”,
ahora está claro, no es más que la manera normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo–
comenzó con una serie de imprudentes operaciones de crédito. Esto significa, en otras palabras, que el capitalismo financiero –y los bancos que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, es decir, con la fe de los hombres. Pero esto
también significa que la hipótesis de Walter Benjamin,
según la cual el capitalismo es en
verdad una religión y la más feroz e implacable que
ha existido –porque no conoce redención
ni tregua– ha de ser tomada en cuenta
literalmente. El Banco –con sus
funcionarios grises y expertos–
ha tomado el lugar de la Iglesia y sus sacerdotes y, gobernando el crédito, manipula y gestiona la
fe –la escasa e incierta confianza– que nuestro tiempo todavía tiene en sí mismo. Y lo hace en el modo
más irresponsable y carente de escrúpulos, tratando de lucrar ganando dinero a costa de la confianza y de la esperanza de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada
uno puede disfrutar y el precio
que tiene que pagar por ello (incluso
el crédito de los Estados,
que dócilmente han abdicado de su
soberanía). De este modo, gobernando el
crédito, el poder financiero gobierna no sólo el mundo, sino
también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y a
plazo. Y si hoy la política
ya no parece posible, esto es
porque el poder financiero de hecho ha secuestrado
toda la fe y todo el futuro,
todo el tiempo y todas las expectativas. Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica permanezca subordinada a la más oscura e irracional de
las religiones, sería bueno que
cada uno de nosostros vaya recuperando su crédito y su futuro de las
manos de estos tristes y desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y
funcionarios de las diversas agencias del poder financiero. Y quizás lo primero que hay que hacer es dejar de mirar
sólo hacia el futuro, como ellos nos instaron a hacerlo,
para volver a mirar hacia el pasado.
Sólo comprendiendo lo que ha pasado y
sobre todo tratando de captar cómo ha llegado
a ser posible, tal vez, podamos recuperar
la libertad. La arqueología –no la futurología– es
la única vía de acceso al presente.
Traducción del italiano al
español por Gonzalo Díaz Letelier.