He aquí una
versión de la reseña que Andrea Cavalletti hace del libro de Giorgio Agamben, «El uso de los cuerpos» («L’uso dei corpi», 2014). La traducción
del italiano al español la hice a partir del texto publicado en: Quotidiano
Comunista Il Manifesto, 28 de diciembre de 2014, disponible en el siguiente
enlace:
http://ilmanifesto.info/la-vita-e-forma-e-si-genera-vivendo/
Agamben, la vida es forma y se genera
viviendo.
Cerrando el 2011 con «Altísima
pobreza» (el volumen IV, 1 de la gran obra «Homo sacer»), Giorgio Agamben evidenciaba la grandeza y los límites
de la regla franciscana: una
forma de existencia que situándose
fuera del derecho, rechazando la propiedad
en nombre del uso, definía
todavía el uso en relación al derecho, de una manera únicamente negativa. De
hecho, no había en el franciscanismo “una definición del
uso en sí mismo”, que en definitiva fue concebido por
sus defensores como una serie de
actos de renuncia. Agamben se despedía
así de sus lectores dejando abierta una doble pregunta: “¿Cómo podría verdaderamente un uso
traducirse en un ethos y en una forma de vida?
Y ¿qué ontología y qué ética corresponderían
a una vida que, en el uso, se
constituyera como inseparable de su
forma?” El otro libro de 2011, «Opus Dei» («Homo sacer, II, 5»), una investigación arqueológica del paradigma operativo y el oficio, y, en íntima conexión con
ello, de la voluntad y el comando –o sea, de aquel aparato
conceptual que de Aristóteles a Kant ha informado toda la cultura occidental–, menciona hacia el
final el horizonte próximo de la investigación:
“El problema de la filosofía que viene es pensar una ontología más
allá de de la operatividad y del comando, y una ética y
una política totalmente liberadas de los conceptos de deber y voluntad”. Las
indicaciones de los dos libros fueron,
por lo tanto, estrictamente convergentes:
el ethos finalmente liberado de la voluntad y del deber coincide con la forma de vida, y ésta no es más que el uso, es decir, puede
ser concebida sólo haciendo una ontología de la
no-operatividad. Ya en «Homo sacer, I» (1995),
por otra parte, Agamben usaba guiones
para escribir forma-de-vida, nombrando así un “ser que es sólo su desnuda existencia, una vida que es su forma y permanece inseparable de ella”, y que se podría pensar más
allá de la distinción aristotélica entre potencia y acto, más allá de la partición clásica entre zoè y bios, o más allá del bando soberano que cesura y captura a la nuda vita. La
investigación de veinte años podría
llegar a término coincidiendo con la “definición del uso en sí mismo”.
«El uso de los cuerpos» («Homo sacer, IV, 2») responde
a las expectativas con la fuerza resolutiva de la obra maestra. Este noveno y último volumen es un libro con el que será de ahora en adelante necesario medirse –aunque
no sea fácil–, no sólo porque por su riqueza, erudición y claridad especulativa
se está imponiendo en el panorama filosófico de nuestro tiempo,
sino porque verdaderamente abre una
nueva dimensión del pensamiento mientras restituye –más allá de la “potencia
constituyente”, a saber, de las instituciones y del gobierno– toda la seriedad
de la anarquía (entendida a la vez en sentido filosófico y político).
Esta vida que es sólo su desnuda existencia,
la vida que precisamente el derecho excluye y captura, la vida a-bandonada y sagrada (insacrificabile,
explicada por Agamben yendo más allá de Kerényi,
en el sentido que puede ser matada sin cometer homicidio),
se presenta al inicio de la nueva obra en
una frase de Guy Debord: “cette clandestinité de la vie privée sur
laquelle on ne
possède jamais que des documents dérisoires” [esta clandestinidad de la
vida privada sobre la cual no se puede poseer jamás más que unos documentos
ridículos]. Es la vida del
cuerpo, separada de nosotros como lo está un inmigrante
ilegal, y a la vez inseparable como no se separa de nosotros algo que “comparte
de modo encubierto con nosotros la existencia”.
Ciertamente, respecto del último Foucault que había pensado en nombre del placer la sustracción del cuerpo a los mecanismos de poder de la
sexualidad, Agamben había expresado sus reservas señalando que el cuerpo está para nosotros “ya siempre preso en un
dispositivo (…), es ya siempre cuerpo biopolítico
y vida desnuda”.
Pero el énfasis aquí está
puesto sobre el uso, se trata de aislarlo,
sustrayéndolo de su asimilación al acto, a la producción, a la obra. Ahora, un puro
uso del cuerpo había
sido concebido por la cultura clásica en la figura y la actividad del esclavo que, explica Agamben, no puede ser
interpretado de acuerdo con un concepto
de trabajo tan implícito y obvio para
nosotros como desconocido para los
griegos. El trabajador podrá ser esclavizado, pero el esclavo no es un trabajador. Su cuerpo, decía Aristóteles, es un instrumento, pero no produce
–como el telar– una obra separada
de su uso; es más bien un instrumento práctico,
similar a una túnica o una cama, que sólo se usan.
Improductivo, y casi
desprovisto de virtud, este
hombre-utensilio es por tanto el excluido
de la vida política que hace
posible que los otros sean libres, enteramente políticos, verdaderamente humanos.
Se reconoce aquí el esquema típico
de la exclusión incluyente –o de la “excepción”,
en el sentido que Agamben ha dado a este término. Pero precisamente por esto, según un gesto
teórico también típico
y complementario, “el esclavo representa la captura en el derecho de una figura del
hacer humano que todavía queda por librar”.
La indagación comienza a girar, por lo tanto, en torno
al verbo chresthai: usar (que de
hecho no puede tener acusativo), verbo que indica, en su
significado más propio, no una relación de un sujeto con un objeto exterior, sino la relación que se tiene
con sí mismo. La diferencia con Foucault está señalada ahora
sutilmente: de hecho, es verdad que en una famosa lección
del curso de 1982, «La hermenéutica del
sujeto», la noción platónica e incluso estoica de chresis fue
devuelta a su sentido más amplio y
variado (comportamiento, actitud)
e interpretada como un signo del
“cuidado de sí” y del sujeto: quien cuida de sí,
enseñaba Foucault, se ocupa de sí
mismo como sujeto de la chresis,
esto es, de comportamientos, actitudes,
etc. Pero si ya la chresis, según la aguda distinción de Agamben, es
una “relación consigo”, ella comporta un
cambio esencial más allá de la
dimensión del sujeto. Ya no hay
un sujeto de la chresis del
cual ocuparse, sino sólo uso, sólo relación
consigo y sin sí mismo como sujeto. Aquí Agamben puede parecer cercano a Heidegger, según quien la expresión Selbstsorge (cuidado de sí) –que signa desde la
antigüedad la comprensión preontológica del sujeto– es
sólo una tautología, porque el ser-ahí está ya siempre haciéndose cargo de sí mismo («Ser y tiempo», § 40). Pero nunca su confrontación con el maestro de los seminarios
de Le Thor fue tan crítica y cerrada
como en este libro. Precisamente el modo en que Heidegger
privilegia el cuidado y describe el uso, asimilándolo a la energeia, demuestra según Agamben que él no está fuera del marco aristotélico. “Definir el uso en sí mismo” significa más bien pensar en un uso de la potencia que no sea simplemente pasaje al acto. Significa
trabajar sobre las nociones de hexis, habitus, costumbre: distinguir, más allá de la pareja
potencia/acto, un “uso habitual”. Si Glenn Gould es un pianista incluso
cuando no toca, no lo es en cuanto “titular o dueño de la potencia de tocar, que puede poner o no poner en obra”, sino porque no cesa nunca
de ser el que tiene el uso del piano, “vive habitualmente el uso de sí” como pianista. El uso no es una actividad, sino una forma-de-vida.
Para esto la riquísima segunda parte
del libro se mueve en la dirección que Heidegger había vislumbrado sin poder seguirla: Agamben
primero emprende una aguda arqueología
del “dispositivo aristotélico”, a la vez ontológico y
lingüístico, que aísla al sujeto escindiendo esencia y
existencia, para adentrarse luego en el campo aún inexplorado
de la “ontología modal”. Si
alguna vez el pensamiento moderno ha arribado a este territorio fue
en la correspondencia entre Leibniz
y Des Bosses, y con ese concepto al que Leibniz
ha dado el nombre (“inattendu et énigmatique” [inesperado y enigmático],
dirá Charles Blondel) de vinculum substantiale. Caído –con la notable excepción de Maine
de Biran– en un cono de sombra a lo
largo del siglo XIX, el vinculum, que para Leibniz
combina la multiplicidad rebosante de mónadas en
una substancia, era redescubierto
en 1930 precisamente por Blondel (en
clave anti-kantiana), y luego
por el historiador Alfred Boehm y en tiempos más recientes por Gilles Deleuze, quien le confió un papel clave en la transición desde la ontología clásica hacia
su “filosofía del haber”. La
original estrategia de Agamben apunta
más bien al término “exigencia”: si el vínculo, como decía ya Leibniz,
exige a las mónadas, la exigencia debe sustituir ahora a la substancia como concepto central de la ontología. El ser no se apropia de los modos de ser, sino que los exige, se despliega en ellos, no es más que sus modificaciones. La vida no es más que su forma y
la forma –según la bella
expresión de Vittorino– se genera viviendo.
Todas las oposiciones (existencia/esencia, potencia/acto,
etc.) sobre las que estaba construida la tradición metafísica devienen así revocadas,
y con ellas todas las particiones sobre las cuales, con un proyecto correspondiente, la
filosofía política a lo largo de los siglos ha desarrollado y nutrido
el dispositivo de la soberanía (vida desnuda/poder; oikos/polis; violencia/orden; multitud/pueblo). En la forma-de-vida, en
la vida que se forma o se genera viviendo, zoè y bios no están ya más en una relación de oposición, sino que “se contraen la una
sobre la otra”, entrando en contacto. Agamben retoma
esta palabra de Giorgio Colli en
su significado técnico: el contacto es “un vacío de representación” (donde
representación significa a su vez, para Colli, “una relación simple”). Ahora, «Homo sacer, I» enseñaba que la forma pura de la relación es el bando
soberano. Llegar, en el uso o en el contacto, más allá de la relación, quiere decir así, traspasar verdaderamente
un umbral ontológico-político, pensar a
la vez el ser y la política ya no más como una relación
o representación.
Coherentemente, pues, la última
parte de la búsqueda –que es también una
recapitulación de todo el diseño de
«Homo sacer»– propone una “teoría de la potencia destituyente”. En
efecto, ¿qué es el uso como potencia ya
no subordinada al acto, ya liberada de la energeia?
Sin obra, sin producción, sin trabajo ni paresse [presencia], el uso es la constante desactivación de la máquina ontológica, es
la potencia que revela, expone y neutraliza todas las oposiciones. Y si la filosofía, según el lema de Kojève que a Agamben le
gusta recordar, es aquel discurso que hablando de algo también habla del hecho de que está hablando, esta investigación de veinte
años es destituyente. Con la agudeza del filólogo y la
perspicacia del teórico, el autor de «Homo sacer» no ha hecho más que exhibir
y disolver, durante los últimos veinte años,
las relaciones fundamentales de la ontología política. Y aquí, donde vida y
forma, zoè
y bios,
ser y modos de ser ya no se distinguen, el trabajo llamado «Homo
sacer» coincide con la inoperosidad.
Más allá del sujeto y de los principios del deber y de
la voluntad, más allá del comando, del bando soberano o del vínculo entre
poder constituyente y poder constituido, allí donde no hay más instituciones ni gobiernos, más allá de la bio-política, allí se puede finalmente nombrar
la verdadera anarquía. Modo o forma-de-vida,
ésta sólo “se libera como contacto”: desactivando el dispositivo que la sostiene, es decir, “con
la lúcida exposición” de la misma
anomia o “anarquía interna al poder”.
Traducción del
italiano al español por Gonzalo Díaz Letelier.