martes, 22 de octubre de 2019

Gonzalo Díaz Letelier - El tren del progreso y la revuelta de Octubre II.






El tren del progreso y la revuelta de Octubre II: 
Woodbury y la violencia de la comunidad.

Por Gonzalo Díaz Letelier


4.- WOODBURY.  

En todo esto se ha tratado de territorios: que un imperio no vea jamás esconderse el sol sobre sus tierras o bien que una baronía tenga una extensión de cuatro cantones, lo importante es que hay territorio, circunscripción, y por ende obediencia a la autoridad que reina sobre este territorio. La importancia del territorio está en su extensión, claramente, pero esta extensión por sí misma, y los esfuerzos para incrementarla, se valen ante todo, de manera eminente (para retomar un término del derecho antiguo), a su correlación en todos los puntos a una autoridad dada, sea cual sea su origen (mito, conquista, vasallaje, casi siempre todo a la vez). / (…). Ahora bien, simplificando mucho, como es necesario hacer a veces, se puede decir que a la derecha se encontraban aquellos que adherían enteramente al modelo de territorio provisto por su autoridad. La “derecha” ha permanecido hasta ahora fiel a eso que la califica como el “lado honorífico”. / (…). La derecha, sea cual sea su especie, no tiende primeramente al poder y al orden. Ella lo hace porque su pensamiento mismo está estructurado por un orden imponente (natural, religioso, poco importa) que se impone por sí mismo. La derecha no es solamente aquella que quiere el orden, la seguridad y el respeto tanto de las leyes como de las costumbres. (…). Se podría decir: la derecha implica una metafísica –o como se quiera, una mitología, una ideología– de algo dado, absoluta y primordialmente dado respecto a lo cual nada o muy poco puede cambiarse en lo esencial. La izquierda implica lo inverso: que esto puede y debe cambiarse.   

(Jean-Luc Nancy)[8] 

La declaración del estado de excepción sitúa a Piñera como un agente del ensamble entre Estado y capital que repite hoy el gesto del dictador Pinochet, desplegando abiertamente la defensa armada de la propiedad privada de las corporaciones frente a la rebelión popular contra la dominación política y la explotación económica, la conculcación de derechos sociales y la devastación de ambientes y modos de habitar.

Desde la irrupción de la revuelta del 18 de Octubre, en las calles de Santiago –y ahora en diversos lugares a lo largo del país– conviven el encuentro entusiasta y festivo en la rebelión con el horror y la tristeza por quienes han caído desde que se declarara el estado de excepción y salieran los militares a las calles. Pero también ha ocurrido que el gobierno ha incidido en las dinámicas territoriales de la población implementando una vieja táctica de auto-inmunización: situar discursivamente el conflicto entre la “gente de buena voluntad” y los “bandidos”; producir “caos” mediante montajes donde se involucran turbiamente el lumpen mercenario y policías de civil en ataques incendiarios y saqueos; propagar mediáticamente el miedo a la invasión del comunismo internacional, el vandalismo del enemigo interno y el desabastecimiento (el corte de suministros como vieja táctica de “guerra psicológica”), resultando de todo ello un cuadro de “destrucción del país” frente al cual, tras unos días de agobio, la población vería el desate de la acción militar mortífera como una situación límite necesaria para la “salvación del país” y la restauración del orden –legitimando así de paso el trabajo de muerte de los policías y militares que van arrancando a sangre y fuego la maleza del jardín del Edén chilensis.

La ejecución de este conjunto de estrategias devela, una vez más, que el orden en el que vivimos es una obra de muerte que requiere de una base social que lo apoye. El soberano, para ejercer el poder en sentido descendente, requiere del movimiento ascendente de la obediencia de “la parte normal” de la sociedad.[9] Sólo así puede efectivamente criminalizar la protesta social, esa “parte maldita” del cuerpo social, como un ataque irracional de los “violentistas” a “la ciudadanía”. Contra esa enfermedad –la desobediencia como enfermedad del cuerpo social (Hobbes)–, puede el orden del texto soberano inmunitariamente incorporarse y adoptar vida psíquica en la base social de sus “autodefensas” –hoy uniformadas, como toda fuerza de orden, en este caso adoptando la estética de los “chalecos amarillos”. En comunas del sur de Santiago, particularmente en sectores de lo que se da en llamar “clase media emergente”, grupos importantes de vecinos se han uniformado, armado y atrincherado en sus condominios y pasajes cerrados con vallas hechizas para defender a “la comunidad” y su propiedad de los “bandidos” que amenazan con aparecer como hordas en medio de un apocalipsis zombi. Acá por lo menos nunca llegaron, y los vecinos convertidos en policías sólo se dedicaron a fanfarronear entre ellos, vociferando cómo les darían un correctivo a los bandidos con sus bates de béisbol. En cualquier caso esto no es baladí, pues las ovejas del rebaño que se sitúan rectamente, esto es, a la derecha del Dios-Padre, repiten un gesto muy antiguo: Jean-Luc Nancy ha apuntado por ahí a que “(…) el hecho de encontrarse a la derecha de una persona de importancia tiene desde antaño un valor simbólico; desde la Biblia hasta los protocolos de las cenas privadas se puede señalar ese rasgo”.[10] El gobierno de Piñera, al ver tambalear los pilares del orden neoliberal, deja de ser el típico sujeto neoliberal calculador y flexible del capitalismo tardío como religión sin dogma, y retrocede situándose en una posición de derecha prácticamente feudal: en el feudalismo no había “izquierda”, pues quienes no mostraban su fidelidad pasaban a ser considerados inmediatamente como la enfermedad satánica del cuerpo social –desobediencia y soberbia, transgresión del orden divino-natural de las cosas, tendencia al no-ser.     

            Hay una serie norteamericana de televisión llamada «The Walking Dead».[11] Es un filme interesante toda vez que el apocalipsis zombi que inaugura en el relato un tiempo de caos post-estatal da lugar a la formación de diversos y más o menos creativos tipos de comunidades y estrategias de sobrevida. Hay comunidades de hippies que devinieron caníbales, hordas de lumpen nómade, entre muchas otras formas. Pero hay una que quisiera destacar: la comunidad de Woodbury. Se trata de un pequeño pueblo ubicado en el condado de Georgia, que tras el advenimiento de los muertos vivientes se organizó como un refugio seguro para una comunidad dirigida por un benevolente dictador (el “Gobernador”) que provee estabilidad y normalidad a los sobrevivientes que logran llegar hasta ella y se acogen a su orden. La comunidad se rodea por una valla construida con vehículos en desuso, alambres de púa, neumáticos y tablones de madera, custodiada por vecinos-guardias armados que protegen al pueblo de los “mordedores” que se acercan amenazando su seguridad. La comunidad de Woodbury también se despliega ocasionalmente en la forma de la movilización total contra otros grupos de gente asentada en las cercanías del pueblo, autoafirmando al “nosotros” de la comunidad contra los “otros”, definiéndose por contraste con los “otros”, frente a los cuales habría que inmunizarse para mantener la seguridad del territorio y la población. ¿No son tales vallas hechizas y la movilización total contra los otros, bajo la égida de un dictador benevolente y garante de estabilidad y normalidad, todos ellos elementos presentes en las dinámicas de “autodefensa” promovidas frente a la protesta social criminalizada? ¿No es acaso Piñera una suerte de dictadorzuelo que intenta convertir a Chile entero en algo así como Woodbury? ¿No es la democracia neoliberal de Piñera un tinglado espectacular que descansa sobre la lógica dictatorial de una guerra mortíferamente predatoria y mortíferamente “pacificadora” contra el común de los mortales que no se acoge a la norma antropológica de una vida que se autointerpreta como ascendente?

Woodbury está ardiendo. Y el Gobernador, en lugar de devolver los militares a los cuarteles y abrirse a la virtualidad política de este momentum, ha estado sacando más militares a las calles y con más intensidad asesina. El fuego de la imaginación y del coraje popular ha comenzado a destruir el tinglado de la gobernabilidad del orden neoliberal que intentan sostener los “Gobernadores” del hemisferio –Donald Trump, Jair Bolsonaro, Aldo Duque, Lenín Moreno, Sebastián Piñera, Mauricio Macri y todos los avatares que les han precedido y que les sobrevendrán. El fuego de la revuelta no deja de arder. La revuelta como insurrección en las calles, pero asimismo la revuelta de la imaginación como potencia común de hacer mundo, la revuelta del pensamiento como rebelión contra la concepción lineal, monológica, monocrónica, evolutiva y sacrificial de la historia, y contra todo sueño antropológico inseminado teológicamente. En una entrevista con Gerardo Muñoz, Giorgio Agamben invitaba a pensar “la relación comunitaria entre un elemento anómico o anárquico y un elemento nómico e institucional. La posibilidad de una política justa depende de esta dialéctica musical entre estos dos elementos”. Y más adelante sostenía que “nuestras sociedades necesitan un polo destituyente y anómico para contrarrestar la carrera ciega de la burocracia tecnológica hacia el futuro”.[12]

 Mientras el fuego aún arda, quedará por pensar otros modos de poner en juego la revuelta, la vida en común y la relación misma entre vida y forma –quizás éste sea el problema metafísico-político fundamental. Pero no sólo pensando las derivas revolucionarias en sus momentos destituyentes, sino también lo que puedan ser otros modos de poner en práctica la potencia común constituyente y las instituciones.     




[8] Jean-Luc Nancy, opus cit., s/p.
[9] Georges Bataille, «El Estado y el problema del fascismo», traducción del francés al español por Pilar Guillem, Editorial Pre-Textos / Universidad de Murcia, Valencia, 11993.
[10] Jean-Luc Nancy, opus cit., s/p.
[11] «The Walking Dead», producida y transmitida por la cadena norteamericana AMC desde 2010.
[12] Giorgio Agamben, “Los modos están en Dios”, entrevista con Gerardo Muñoz, en Revista Papel Máquina, n° 12 (diciembre 2018), pp. 112-113.

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