domingo, 24 de noviembre de 2019

Gonzalo Díaz Letelier - Capitalismo y guerra III: Colombia, una escena de la guerra capitalística en América Latina..







4.- UNA ESCENA DE LA GUERRA CAPITALÍSTICA EN AMÉRICA LATINA: COLOMBIA.

Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.

A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.

Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.[1]

Colombia es quizás uno de los más cruentos escenarios de la historia contemporánea. La máquina política representacional y militar que se fragua allí como alianza liberal-conservadora desde fines del siglo XIX, quizás, podría ser pensada como una versión latinoamericana postcolonial del “americanismo” (Heidegger) que no deja ser a las formas de vida que habitan el territorio, disponiendo de los vivientes y sus mundos, asegurando su dominio sobre ellos y asegurándose a sí misma como positividad originaria mediante poderes estatales o paraestatales, en virtud del derecho o por fuera del derecho. En Colombia la guerra indefinida se tornó la contextura infernal de un mundo devastado por el terror, o, dicho de otro modo, la guerra infinita devino un modo de producción de mundo que procede destruyendo el habitar (in-mundus): la razón se despliega allí erosivamente en la forma de la guerra capitalística y la securitización de ciudades y campos, en el intento interminable –pues la vida siempre se escapa– de instalar una máquina de gobierno total de la vida desde la razón ontoteológica del sujeto soberano y su disposición total de lo ente, mediante la administración de la vida y de la muerte como recursos en función del patrón de acumulación capitalista en su modulación neoliberal.

            Si aquí hemos hablado, evocando a Heidegger, de “la mutación de la guerra en la época técnica”, ello no significa que intentemos trascendentalizar al neoliberalismo y su violencia específica como el “orden epocal”, sino más bien apuntar a su constelación como un orden óntico que expresa paradigmáticamente una consumación y al mismo tiempo un agotamiento tecno-económico de la metafísica de la presencia y del sujeto occidental a nivel ontológico –es decir, de precomprensión de ser, tiempo y poder. En cualquier caso, se trata de una racionalidad hegemónica que hoy se expande colonialmente por el “globo” como marco metafísico-político y “arte de gobernar” generalizado. Si en el discurso de Kissinger el principio de un orden geopolítico plural fue una creación de la Europa moderna temprana y Estados Unidos sería hoy el garante de su continuidad, a la par de ello su “realismo político” consiste en asumir como su “misión” –en términos teológico-políticos– una actuación en política internacional que se funda en la suposición de que alguien tiene que dar un marco de orden universal a esa pluralidad; y que si no lo hacen los norteamericanos, entonces lo harán los rusos, los chinos o los árabes. A su vez, frente al unilateralismo excepcionalista del imperialismo norteamericano de los tiempos de Trump, los rusos y los chinos abogan hoy por un imperialismo multilateral: dicen que “América Latina no es el patio trasero de nadie”, pero no en un sentido no-imperial, sino para decir que América Latina puede ser el patio de todos, que se lo pueden repartir en términos de una doble o triple presencia imperial, etc. Quizás podríamos poner el juego, en relación con esta situación hermenéutica de la geopolítica contemporánea –que tiene a Colombia, como veremos, como una de sus localizaciones más paradigmáticas–, a Heidegger contra Kissinger, y a Heidegger con Marx. Si para Kissinger se trata de imponer los valores democráticos norteamericanos en el mundo tratando de no usar la violencia bélica o de usarla como último recurso (a mayor orden y gobierno del mundo, más seguridad y menos terror), para Heidegger se trataría más bien de dejar ser, de no desplegar la violencia de la racionalización de la totalidad de lo ente en los términos de la metafísica del sujeto y la presencia –teo-onto-antropología– (a mayor ordenamiento gubernamental del mundo, es decir, a mayor aseguramiento de lo ente, más terror). Y si para Heidegger tal racionalización violenta es el dispositivo tecno-económico como último sucedáneo nihilista de la metafísica occidental que está destruyendo todo habitar y sumergiéndonos en el terror, para Marx es la lógica dispositiva y colonizadora del capitalismo la que lo atraviesa todo difundiendo la guerra predatoria y securitaria, además de la nihilización equivalencial de su proceso de valorización.

            En este horizonte, preguntar por Colombia y su inscripción geopolítica actual implica tener en cuenta su historia y su proceso político colonial y postcolonial, su actual inscripción en el bloque imperial liderado por Estados Unidos[2] y su relación con el resto de América Latina –con los países alineados y no alineados con tal bloque imperial. Implica considerar las estrategias necropolíticas del ensamble Estado/Capital (terror estatal y paramilitar), tanto a nivel de las dinámicas puestas en obra entre Estado nacional y capital transnacional –¿cuánto capital transnacional hay invertido en Colombia y en qué se halla invertido?–[3] como a nivel de aquellas que se dan entre el Estado nacional y el capital local de las oligarquías colombianas,[4] pues estas estrategias necropolíticas se efectivizan en las operaciones de contrainsurgencia (anticomunismo) y securitización empujadas por las oligarquías colombianas apoyadas por Estados Unidos, al hilo del combate a las guerrillas y la paralela aniquilación sistemática de líderes sociales (urbanos, rurales e indígenas) y defensores de la naturaleza (ecologistas). Implica también considerar las estrategias biopolíticas de producción de subjetividades, tanto en términos de subjetivación capitalística de la población (capital humano, cultura empresarial y sociedad del consumo, racismo, clasismo y machismo, funcionarios estatales corruptos y una variedad de mercenarios del capital) como en términos de subjetivaciones resistentes urbanas (estudiantes y activistas), campesinas e indígenas (guerrillas marxistas-leninistas, autodefensas comunitarias, etc.). Esta constelación necro-biopolítica ha conllevado la naturalización de una historia de violencia en Colombia, cuyo intento de cierre durante los últimos años en virtud de un “Proceso de Paz” ha fracasado en la medida en que en sus términos no elimina las causas básicas del conflicto: la exclusión política y la cuestión de la tierra.

            La violencia en la América Latina postcolonial ha pasado por algunas fases distintivas. En el caso de Colombia, tales fases corresponden a la violencia política estatal e interestatal durante los siglos XIX y XX –el largo expediente de las “pacificaciones”[5] rurales y urbanas; la cuestión de las fronteras entre Estados–, y desde la segunda mitad del siglo XX y pasando al XXI la fase caracterizada por el surgimiento de las guerrillas enfrentadas al ejército estatal y los paramilitares,[6] luego por la violencia de los cárteles narcos desde los años setenta[7] y la sucesiva deriva de la violencia molecular generalizada en el contexto de la asonada neoliberal –violencia social sobregirada y naturalizada, individualismo patriarcal, competitivo, hiperconsumista y posesivo, anticomunismo policial, delincuencia aspiracional,[8] facciones de guerrillas políticas devenidas máquinas de guerra económicas en las zonas rurales, etc.       

      Tras la larga y cruenta historia colonial de invasión militar, ocupación, clasificación/jerarquización,[9] explotación y evangelización católica de una región estratégica para el Imperio Español durante los siglos XVI al XVIII –por la extracción de oro y el dominio de las costas de los océanos Pacífico y Atlántico–, desde 1780 surge el independentismo que empuja el inicio de un proceso político (revoluciones comuneras de Manuela Beltrán y Antonio Galán) que culmina con la creación, sobre lo que había sido el Virreinato de Nueva Granada, de la república de la Gran Colombia en 1819, con Simón Bolívar como presidente. El siglo XIX colombiano estará atravesado por las guerras fronterizas –con Perú (1828), desintegración de la Gran Colombia en los Estados de Venezuela, Ecuador y Nueva Granada[10] (1831), con Ecuador (1832)– y por las guerras civiles entre liberales y conservadores desde 1837. Será en medio de este proceso bélico intestino que surgirán los dos partidos políticos tradicionales de Colombia, entre 1848 y 1849: el Partido Conservador y el Partido Liberal. Tras un primer intento de alianza liberal-conservadora entre 1876 y 1877, con ocasión del apoyo de los conservadores al liberal Rafael Núñez –que más tarde, en 1886, fundará el Partido Nacionalista, el mismo año que surge la República de Colombia–, siguen las guerras civiles, con alternancia de hegemonía entre conservadores y liberales. Entrando al siglo XX, en 1903 Panamá se independiza de Colombia, proceso en el que confluyeron la causa nacionalista panameña y el intervencionismo de Estados Unidos en orden a la ocupación de la zona del Canal de Panamá –que ocuparon efectivamente desde 1903 hasta 1979. El 1930 termina un largo período de hegemonía conservadora con el triunfo liberal de Enrique Olaya y, tras la guerra con Perú por disputas fronterizas (1932-1933), se invierte el tablero en 1948, cuando termina la hegemonía liberal con el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. He aquí un hito importante, pues con Ospina Pérez se desencadena entre 1948 y 1958 lo que se conoce como el período de “la Violencia”: el conflicto entre el gobierno conservador y las guerrillas liberales, más que una guerra civil declarada, toma la forma de una guerra sucia, con una proliferación de asesinatos y terrorismo que en esa década deja un saldo de 170.000 muertos y 2.000.000 de despojados y desplazados forzados en los campos.

En 1958 el período de “la Violencia” culminará con la consolidación de la alianza liberal-conservadora, un gobierno de coalición que dará forma a la máquina político-representacional bipolar del Frente Nacional. Será precisamente la violencia de esta máquina del ensamble entre Estado y Capital –en función del capitalismo agrario y agroindustrial como modelo de desarrollo sacrificial– la que redundará en la violencia armada con que irrumpen las guerrillas populares (insurgencia campesino-indígena), cuyo discurso de resistencia marxista-leninista pondrá en juego su autointerpretación como violencia revolucionaria por fuera de la democracia formal capturada por la máquina liberal-conservadora. Las guerrillas –el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Movimiento 19 de Abril (M19), el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Ejército Revolucionario Popular (ERP), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC),[11] entre otros– serán así la contrapartida que durante los años sesenta eclosionará, en contexto de Guerra Fría, bajo el influjo de la Unión Soviética, y serán combatidas por el ensamble entre el ejército estatal colombiano y el paramilitarismo como brazo armado del capital de las oligarquías locales y transnacionales. A este cuadro se sumará, a lo largo de los años setenta y ochenta, la irrupción del narco con los carteles de Cali y Medellín –este último con Pablo Escobar a la cabeza–, organizaciones de capitalismo ilegal que con su flujo de dinero tendrán injerencia en la política (relación entre política profesional y capital narco) y crearán sus propios grupos paramilitares. El cuadro completo –cuya tela es abastecida por fuerzas armadas estatales y paramilitares, fuerzas armadas revolucionarias y máquinas de guerra del narco– rendirá desde los años ochenta la configuración de un conflicto armado que atravesará del siglo XX hasta el XXI, a pesar de las negociaciones de paz de los ochenta entre gobierno y guerrillas (en 1982 el gobierno de Belisario Betancourt acuerda la paz con M19 y EPL) y, desde los años noventa, del debilitamiento de los narcos (en 1993 cae el cartel de Medellín con la muerte de Pablo Escobar; en 1996 cae el cartel de Cali) y de las guerrillas comunistas tras la caída de la Unión Soviética (en 2007 cae el ERP bajo el gobierno de Álvaro Uribe; en 2016 se acuerda el desarme de las FARC bajo el gobierno de Juan Manuel Santos, lo que le vale al presidente el mismo Premio Nobel de la Paz que se le había otorgado en 1973 a Kissinger). En 2017 resurgen las FARC y el ELN, en combate con las fuerzas armadas del gobierno de Iván Duque y los paramilitares, proyectando el conflicto armado colombiano que sólo en las últimas seis décadas ha dejado un saldo de 220.000 muertos, 25.000 desaparecidos, 7.000.000 de desplazados internos –la cifra más alta de América Latina y triste registro mundial– y 8.300.000 hectáreas de tierras despojadas a indígenas y campesinos.[12]      

            Decíamos que las causas básicas del conflicto en su dimensión política y económica siguen intactas: la exclusión política y la cuestión de la tierra. Este nudo político se desnuda, mas no se desanuda, con el resultado del plebiscito del 2 de octubre de 2016 que buscaba refrendar el “proceso de paz” iniciado unos años antes.[13] El triunfo del “no”[14] implicó la renegociación de varios puntos con sus promotores –principalmente no tocar la propiedad de la tierra: no a la reforma agraria–,[15] lo que en la práctica significó la continuidad explícita de la guerra en Colombia, esto es, la proyección indefinida de una economía política de la guerra.[16] Una economía cifrada sacrificialmente en el modo de producción capitalista como modelo de “orden y desarrollo”, cuyo conflicto central se dibuja políticamente en su narrativa maestra como fractura entre la vida capitalística del progreso civilizatorio y el comunismo anárquico de “bandoleros”,. “terroristas” y “narcos”.[17] El conflicto que se juega en la cruenta imposición de un modelo de desarrollo como texto soberano –que implica sacrificio de ambientes y poblaciones, y la correspondiente insurrección popular– despliega todo el espectro del terror devenido de las dinámicas de la dominación y su aseguramiento. La razón armada, en su dimensión racional, pone en obra un discurso transicional y “democratizante” que habla de “acuerdos” para neutralizar la monstruosidad criminal de la insurgencia y que establece una relación de sinonimia dura entre legitimidad y legalidad: si la legitimidad descansa en una democracia nominal en contexto de paz armada (“democracia protegida”),[18] entonces la legalidad puede operar con carta de “justicia” como violencia del derecho contra los oprimidos criminalizados (reforzamiento de los aparatos represivos y securitarios del Estado: policía y ejército), incluso más allá de la ley (brazo armado del capital: paramilitares)[19]… he aquí, otra vez, la paradoja de la excepcionalidad soberana, en Colombia hecha regla de un modo ejemplar.

            Si en la dimensión política un factor clave del conflicto es la instalación de una democracia excluyente de carácter oligárquico desde la segunda mitad del siglo XX, habría que pensar la contextura de esa máquina.[20] Tal contextura consta del aparato del Estado y un sistema político bipartidista que lo administra, además de los aparatos represivos y securitarios y el control de los medios de comunicación masivos. La continuidad de tal máquina garantiza la “estabilidad política” para el mantenimiento del orden, es decir, del sistema económico neoliberal imperante; su contextura tiene el efecto de indistinción entre democracia y dictadura. Si la fórmula “orden y desarrollo” funciona como esquematismo de la espacialidad y la temporalidad en el discurso político dominante,[21] habrá que pensar en el ensamble de esta máquina en torno su eje conservador y su eje liberal: autoritarismo político (de matriz colonial, hacendal) y liberalismo económico (intensificación de las fuerzas de apropiación privada y modernización del capitalismo). La instalación de un orden funcional al desarrollo implica contener con violencia estatal –y con otras violencias más sucias– los procesos políticos que desbordan la democracia nominal del capital. La genealogía de esta máquina bipolar tiene un hito importante, como antes señalamos, en la articulación del Frente Nacional (1958-1974). Mientras se desarrolla el período de “la Violencia”, tras el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez desde 1951 se instala el gobierno de Laureano Gómez, conservador radical, filo-nazi y franquista, quien declara el estado de excepción permanente y asienta la doctrina de que ante el fracaso político-social de los partidos lo que queda es el binomio Fuerzas Armadas y Pueblo. Aquejado por problemas de salud que le impiden cumplir a cabalidad sus funciones gubernamentales, Gómez es depuesto por el golpe militar que inicia la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, que se extenderá entre 1953 y 1957 y, entre otras medidas, dicta la proscripción del Partido Comunista Colombiano. Desde 1958 surgirá el Frente Nacional como máquina de gobierno de coalición y monopolio de la política representacional en postdictadura, proyectando históricamente las prácticas de violencia excepcional.

El legalismo ha servido a veces como una forma de encubrimiento ideológico de exclusiones e impunidades intolerables, eficaz a la hora de desviar las demandas y luchas sociales de sus potencialidades verdaderamente transformadoras. (…). En esta línea, pese a que el Frente Nacional se planteó como un acuerdo paritario para el ejercicio del poder, capaz de garantizar el retorno a los cauces institucionales quebrantados por la dictadura de Rojas Pinilla, lo cierto es que nunca pudo escapar de la excepcionalidad característica de la dictadura y, en vez de salir definitivamente de ella, optó por institucionalizar algunos de sus mecanismos. Esa excepcionalidad, sin embargo, no se aplicaba ya para afrontar los resentimientos de la violencia partidista, sino que fue la base de una intensa violencia de carácter clasista, contrainsurgente y anticomunista, atizada por las tensiones geopolíticas del contexto (…). Entre 1949 y 1991 Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir, 17 años, lo cual representa el 82% del tiempo transcurrido. El hecho de que la excepcionalidad se convirtiera en la regla durante este período tuvo impactos muy negativos sobre la justicia, el estado de derecho y la democracia.[22]

La máquina frente-nacionalista, durante su gobierno en el período de Guillermo León Valencia (1962-1966), reforzará sus aparatos coercitivos y securitarios estatales (adoctrinamiento de fuerzas armadas en función “pretoriana” y anticomunista), creando el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) con la asistencia del aparato político-militar de Estados Unidos –la CIA y la Escuela de las Américas, al hilo de la doctrina de seguridad nacional. Se trata de una estrategia de inmunización del ensamble Estado/Capital contra todo lo que obstruya su progreso: represión y guerra sucia contra el activismo político y la protesta social, los estudiantes, la organización sindical y las guerrillas rurales. La violencia de este ensamble tendrá su eco en la eclosión de la lucha armada campesina contra la opresión predadora del capital, y desde 1961 el cuadro se tornará aún más complejo con el auge del paramilitarismo, consistente en grupos de civiles armados para la protección de la propiedad privada latifundista, el despojo de campesinos e indígenas y la protección del “pacto político que monopolizó el poder del Estado”.[23] Como brazo armado del capital, el paramilitarismo actúa al margen del Estado (paralelamente al Ejército Nacional), pero con el apoyo político del Estado controlado por la oligarquía y el soporte técnico de sus fuerzas armadas regulares –los dotan de armas, entrenamiento y técnicas de contrainsurgencia. Frente a las guerrillas comunistas revolucionarias, la violencia estatal y paramilitar tendrá por cometido la contención del avance del comunismo criollo –el “enemigo interno”– tras la Revolución Cubana de 1959, en sintonía con los lineamientos geopolíticos y económicos de la Alianza para el Progreso impulsada por Kennedy desde 1961.    

Respecto de la cuestión de la tierra como factor económico clave del conflicto, hay que destacar que la mayor parte del teatro de operaciones del conflicto armado colombiano se halla en las zonas rurales. El conflicto rural hunde sus raíces en la historia colonial y tiene entre sus hitos en la constelación histórica postcolonial la “fiebre del caucho” en el tránsito del siglo XIX al XX –guerra capitalística de predación intensiva en la región amazónica del sur del país, proceso en el cual los empresarios explotan la selva y masacran a los indígenas (ocainas, huitotes, boras, muinanes) para apropiar sus territorios–, y el apogeo de la violencia paramilitar entre 1995 y 2005, con masacres de aldeas enteras para despojar a los campesinos de sus tierras. Se trata de dos hitos que ilustran procesos de intensificación de la violencia, mas fuera de tales periodos el terror ha sido permanente, en el formato de una “guerra de baja intensidad y alta frecuencia” –sin masacres ni enfrentamientos de grupos armados, pero sí con asesinatos selectivos cotidianos de activistas territoriales y medioambientales. La violencia de la guerra capitalística rural colombiana se ha desplegado en función del despojo territorial de campesinos e indígenas, cuyas tierras han pasado a ser propiedad privada de terratenientes (haciendas con agricultura y ganadería), agroindustrias (monocultivos), empresas extractivistas y energéticas (minería y megaproyectos de generación), y narcos (cultivos de marihuana y coca).[24] En función de este proceso de predación y contra todo intento de democratización de la tierra (reforma agraria), la necropolítica del capital se ha expresado en las alianzas entre terratenientes, empresarios, paramilitares y agentes del Estado –políticos, funcionarios judiciales y administrativos, militares y policías.[25]  
                            
Para finalizar, quisiera aquí abrir una brecha más acá de los factores políticos (la exclusión política) y económicos (la cuestión de la tierra) a los que señalan matrices de análisis como la que pone en juego Ana Bengoa,[26] una brecha de consideraciones relativas a la deriva molecular y nihilizada de la guerra en Colombia. En este sentido me ha parecido interesante el trabajo de Mónica Zuleta en torno a las modalizaciones “crueles” de los procesos de subjetivación en curso en Colombia:

La hipótesis que pretendo desarrollar (…) sostiene estas premisas: primero, que fue a través de acontecimientos de guerra, y del mercadeo de la muerte, así como de cuestiones mediáticas, en particular la radio y la prensa, que en país se dio el giro de la coacción a la libertad, giro que conformó una sociedad civil liberal vinculada a través de decisiones individuales sobre la guerra y la muerte, basadas en cálculos de costo-beneficio. Segundo, que esa “sociedad civil” hizo uso de idearios políticos más como pretexto para ser reconocida que como direccionamiento moral y que entonces, paulatinamente “aceptó” que el ejercicio de prácticas de amedrentamiento y la conformación de redes de provechos, eran caminos viables para volverse activa y participar de la racionalidad económica. Tercero, que la política de desarrollo se fortaleció y propagó a través de esas redes y como un experimento macabro, estimuló la guerra desordenada y cruel como manera para empujar flujos económicos. Finalmente, que en la medida en que la subjetividad liberada favoreció que conjuntos de individuos tomaran decisiones sobre la vida y la muerte de otros, en función del provecho que obtenían, las direcciones gubernamentales entraban en contacto con direcciones económicas modernizadoras. Eso explica que cuando se desataba la guerra campesina autónoma, junto con acciones cívico-militares de amedrentamiento y terror estatales, la economía creciera y se multiplicaran conexiones entre empresarios, gobernantes y sectores populares.[27]

Más acá de las dinámicas imperiales y soberanas que abastecen la dialéctica entre opresores activos y oprimidos pasivos y las formas molares tradicionales de la guerra –la guerra colonial, la guerra interestatal y la guerra civil intestina–, y pasando por la fase de la “guerra sucia” irregular y tránsfuga contra el enemigo interno, se trataría de pensar la deriva molecular y nihilizada de la guerra en Colombia: difusión y nihilización del terror, deriva de la necropolítica a la necroeconomía, guerra civil global que se libra a nivel molar y molecular, hasta el nivel del conflicto constitutivo de cada subjetividad:

Supongo que las técnicas de gobierno que constituyen este germen neoliberal no actúan sobre conciencias, ni sobre cuerpos, es decir, no son representacionales ni disciplinarias, sino que, en aras de propiciar toda suerte de diferencias, atrapan experiencias. De modo que, los flujos capitalistas provocan que las multitudes actúen desbocadamente mediante la articulación de distintas intervenciones puntuales que afectan directamente las pasiones, y no buscan nada en particular diferente a propiciar desórdenes. Dicho de otra manera, conforman efectos de multitud.[28]

            En virtud de la deriva necroeconómica del capital (violencia estructural de la relación asimétrica entre capital y trabajo, terror estatal y paraestatal, mercadeo social de la muerte en el narcotráfico, la extorsión y el sicariato), y por la vía de la espectacularización de la violencia y su difusión de pasiones tristes, lo que ha habido en Colombia es una naturalización de la violencia mortífera en contexto neoliberal: la producción de subjetividades “activas” –no “pasivas”– que se sostienen en la decisión individual sobre la productivización de la violencia en función de cálculos de costo-beneficio. Subjetivación “endriaga”[29] que hace mímesis de la violencia capitalística, se acoge en su multiplicidad flexible dentro del marco del homo oeconomicus, marco que opera como norma antropológica –o dispositivo de la persona–, articulando así la materialidad del concepto de “sociedad civil”.[30] La guerra ya no es lo que era.     



[1] Carranza, María Mercedes, «La patria y otras ruinas: antología», Editorial Ayuntamiento de Carmona, Sevilla, 12004, p. 19.
[2] En junio de 2013 el gobierno de Colombia suscribió un acuerdo de cooperación y acercamiento con la OTAN, con el objetivo de ser un país miembro asociado a futuro. Esto se dio en medio de un debate acerca de la significación geopolítica de la OTAN: ¿“brazo armado del imperialismo” o “baluarte de la civilización occidental”? Tal ingreso como “socio global” (global partner) se concretó el 31 de mayo de 2018, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos, convirtiendo a Colombia en el primer país latinoamericano asociado a la organización transatlántica del norte.
[3] Colombia es la tercera economía que más inversión atrae en la región, precedida por Brasil y México. Los datos de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL) indican que Brasil concentra 48% del total de la inversión en la región, seguido por México con un 20%, Colombia con un 8% y Chile con un 7%. El año 2017 el monto de inversión extranjera directa en el país alcanzó US$14.518 millones, cifra que representa un incremento de 4,83% en comparación con 2016, según el Banco de la República. Tradicionalmente el sector de mayor inversión por parte de multinacionales fue el sector del extractivismo minero y petrolero, además de la agroindustria, aunque en los últimos años la inversión se ha diversificado en magnitudes importantes hacia otros sectores como manufacturas y construcción, y se proyecta un aumento del destino de las inversiones hacia industrias 4.0, metalmecánica y agroindustria de monocultivos “con oportunidad de desarrollo de proyectos en las zonas más afectadas por el conflicto”.
[4] En términos de industria de capital local, los principales sectores son minería, petrolera, química, textil, agroindustria, ganadería, calzado, equipos mecánicos y de transporte, armamentística.
[5] Ver Viñas, David, «Indios, ejército y frontera», Editorial Siglo XXI, México D.F., 11982.
[6] Ver Palacios, Marco, «Violencia pública en Colombia. 1958-2010», Editorial F.C.E., México D.F., 12012; y Velásquez, Edgar, «Historia del paramilitarismo en Colombia», en Revista de Historia, nº 26, vol. 1, São Paulo, 2007, pp. 134-153.
[7] Vallejos, Virginia, «Amando a Pablo, odiando a Escobar», Editorial Random House Mondadori, Bogotá, 12007.
[8] Chico de 15 años, de una pandilla narco: “prefiero vivir hasta los 20 como un rey que hasta los 40 como un lacayo”. Para una consideración de los “sujetos endriagos” en contexto de “capitalismo gore”, ver Valencia, Sayak, «Capitalismo gore», Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12010.
[9] El sistema colonial de clases sociales en la región implicará una jerarquía que desciende desde los dominadores españoles, pasando por criollos y mestizos, hasta los indígenas y los esclavos negros en lo más bajo de la pirámide social.
[10] El Estado de Nueva Granada abarcaba lo que después de 1903 serán los territorios de Colombia y Panamá.
[11] Las FARC surgen en 1964, como resistencia armada a la guerra capitalística instigada desde el Parlamento de Colombia por políticos como Álvaro Gómez Hurtado (dirigente oligárquico) y desplegada como “guerra sucia” por el ejército estatal –cuyo adoctrinamiento contrainsurgente asesorado por el gobierno de Estados Unidos venía desde 1962 con la implementación del plan LASO (Latin American Security Operation), conocido también como “Plan Lazo de Seguridad” (cfr. Malott, David, «Military Civic Action in Colombia», tesis de Maestría en Historia, Universidad de La Florida, Gainesville, 1985, p. 160 y ss.)– y los paramilitares como brazo armado de la oligarquía. El período de “la Violencia” que se había dado por finalizado historiográficamente en 1958 con la consolidación de la alianza liberal-conservadora, en efecto nunca terminó y más bien se proyectó históricamente, como una guerra capitalística del ejército estatal (controlado por la máquina política oligárquica) y los paramilitares (formados por el ejército estatal y financiados por latifundistas y narcotraficantes) contra campesinos e indígenas: despojo de tierras mediante la violencia (imposición de compra de tierras a precios irrisorios o expulsión) y consecuente desplazamiento forzado. Las FARC irrumpen en este escenario como insurrección armada frente a la violencia neoliberal –estatal y paraestatal–, frente a la violencia capitalística contra los pueblos. El discurso de las FARC en relación con el término de la guerra es: paz con justicia social, sin el terror de Estado que impone el despojo (lo primero conduciría a un efectivo y justo acuerdo de paz; lo segundo no sería sino una propuesta de rendición, es decir, una nueva pacificación).  
[12] Cfr. Nubia, Martha (coord.), «¡Basta ya! Colombia: memoria de guerra y dignidad», Centro Nacional de Memoria Histórica, Bogotá, 2013.
[13] El “proceso de paz” consistió en cuatro años de negociaciones que fueron a dar a la firma de los Acuerdos de Paz de La Habana el 26 de septiembre de 2016, entre el Estado de Colombia (gobierno de Juan Manuel Santos) y la guerrilla revolucionaria (FARC-EP). El acuerdo implicaba el cese definitivo del fuego (no tregua), la conversión de la insurgencia armada en partido político y, por tanto, su desmovilización (entrega de armas a la ONU y reincorporación a la vida civil), a cambio de un proceso gradual de reforma agraria y democratización.
[14] No (50,21 %) v/s Sí (49,78 %).
[15] La modificación del acuerdo original se concretó con el Acuerdo del Teatro Colón, en Bogotá el 12 de noviembre de 2016.
[16] Bengoa, Ana, «Colombia. Economía política de la guerra», Editorial Pehuén, Santiago, 12017, p. 9.
[17] En 1964, en el periódico Voz Proletaria, el comandante Richard (Alfonso Castañeda) de las FARC declaraba: “Eso de bandoleros es una palabra con que se descalifica, se aísla de la sociedad a las personas que se quiere asesinar, para que no haya protestas por su muerte. Pero ya está de moda en el ejército obligar a los soldados a asesinar a campesinos, cambiarles su ropa civil por prendas militares, sus alpargatas por tenis, ponerle un arma al lado, fotografiarlo y luego publicar un comunicado oficial en el cual el compañero aparece reseñado como peligroso bandolero que usaba un apodo repugnante” (citado por Bengoa en opus cit., p. 13). En relación con las tácticas de guerra sucia para criminalizar a la insurgencia –montajes militar-mediáticos, “falsos positivos”–, éstas echan mano de categorías al uso: desde la primera mitad del siglo XX se hablaba de “bandoleros”, y desde la segunda mitad hasta hoy de “terroristas” y “narcos”.
[18] Ver Angarita, Pablo, «Seguridad democrática. Lo invisible de un régimen político y económico», Editorial Siglo del Hombre, Bogotá, 12011. 
[19] Ver Perret, Antoine, «Las compañías militares y de seguridad privadas en Colombia ¿Una nueva forma de mercenarismo?», Editorial Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 12009.
[20] Esto es, la máquina bipolar frente-nacionalista: la que se arma como alianza y alternancia entre liberales y conservadores, los dos polos de la misma oligarquía que ha gobernado Colombia desde el siglo XIX. 
[21] Recuérdese anteriores versiones de esta fórmula: August Comte (orden y progreso), Jaime Guzmán (autoridad y libertad), Henry Kissinger (orden y libertad).
[22] William Ortiz, citado por Bengoa en opus cit., p. 14.
[23] Bengoa, opus cit., p. 16. El sustento jurídico del paramilitarismo se halla en el Decreto Legislativo n° 3.398 de 1965, que en 1968 pasa a Decreto de Ley, es decir, a legislación permanente como Ley 48. Tal ley permite al Ejército Nacional organizar y proveer armas a grupos civiles de zonas rurales, las denominadas “autodefensas”. El discurso de la derecha colombiana es que el paramilitarismo fue un producto de la debilidad del Estado, mientras que el discurso del gobierno de Estados Unidos ha acentuado la necesidad de una democracia protegida en Colombia, mediante el fortalecimiento de la función coercitiva del Estado y su transnacionalización –establecimiento de bases militares norteamericanas en la región y asistencia en materias de seguridad.
[24] En 1949 el gobierno de Mariano Ospina Pérez recibe a Lauchlin Currie, un “misionero económico” enviado por el Banco Mundial. Los economistas son los teólogos de nuestro tiempo. El diagnóstico de Currie fue que en Colombia había un “exceso de población rural” y que el desarrollismo, la nueva fe, podía prescindir de la reforma agraria para modernizar el capitalismo agrario. En lugar de ello, una política económica exitosa no debía buscar mejorar la situación económica de los campesinos, y ni siquiera intentar educarlos, sino enviarlos a las ciudades: urbanizarlos y proletarizarlos en las fábricas de la revolución industrial.
[25] Ver Bengoa, Ana, «Sobre guerra y paz. Reflexiones frente a la necro-economía política del capitalismo agrario», en Revista Latinoamericana de Sociología de la Guerra Cuadernos de Marte, n° 14, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2018, p. 205 y ss.
[26] Bengoa, «Colombia. Economía política de la guerra», p. 11 y ss.
[27] Zuleta, Mónica, «El reconocimiento cruel como técnica de subjetividad», en Fuentes, Antonio (ed.), “Necropolítica, violencia y excepción en América Latina”, Editorial Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 12012, p. 98.
[28] Ibidem, p. 97.
[29] Valencia, Sayak, «Capitalismo gore», Editorial Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 12010.
[30] Foucault: “El homo oeconomicus y la sociedad civil son dos elementos indisociables. El homo oeconomicus es el punto abstracto, ideal y puramente económico que puebla la realidad densa, plena y compleja de la sociedad civil. O bien: la sociedad civil es el conjunto concreto dentro del cual es preciso resituar esos puntos ideales que constituyen los hombres económicos, para poder administrarlos de manera conveniente, Por lo tanto, homo oeconomicus y sociedad civil forman parte del mismo conjunto, el conjunto de la tecnología de la gubernamentalidad liberal” (Foucault, Michel, «Nacimiento de la biopolítica», traducción del francés al español por Horacio Pons, Editorial F.C.E., México, 12007, p. 336). Ver también Díaz Letelier, Gonzalo, «Bajo el peso de la noche, parte I. El dispositivo de la persona chilensis», en sitio electrónico La Raza Cómica (14 de abril de 2018).

martes, 22 de octubre de 2019

Gonzalo Díaz Letelier - El tren del progreso y la revuelta de Octubre II.






El tren del progreso y la revuelta de Octubre II: 
Woodbury y la violencia de la comunidad.

Por Gonzalo Díaz Letelier


4.- WOODBURY.  

En todo esto se ha tratado de territorios: que un imperio no vea jamás esconderse el sol sobre sus tierras o bien que una baronía tenga una extensión de cuatro cantones, lo importante es que hay territorio, circunscripción, y por ende obediencia a la autoridad que reina sobre este territorio. La importancia del territorio está en su extensión, claramente, pero esta extensión por sí misma, y los esfuerzos para incrementarla, se valen ante todo, de manera eminente (para retomar un término del derecho antiguo), a su correlación en todos los puntos a una autoridad dada, sea cual sea su origen (mito, conquista, vasallaje, casi siempre todo a la vez). / (…). Ahora bien, simplificando mucho, como es necesario hacer a veces, se puede decir que a la derecha se encontraban aquellos que adherían enteramente al modelo de territorio provisto por su autoridad. La “derecha” ha permanecido hasta ahora fiel a eso que la califica como el “lado honorífico”. / (…). La derecha, sea cual sea su especie, no tiende primeramente al poder y al orden. Ella lo hace porque su pensamiento mismo está estructurado por un orden imponente (natural, religioso, poco importa) que se impone por sí mismo. La derecha no es solamente aquella que quiere el orden, la seguridad y el respeto tanto de las leyes como de las costumbres. (…). Se podría decir: la derecha implica una metafísica –o como se quiera, una mitología, una ideología– de algo dado, absoluta y primordialmente dado respecto a lo cual nada o muy poco puede cambiarse en lo esencial. La izquierda implica lo inverso: que esto puede y debe cambiarse.   

(Jean-Luc Nancy)[8] 

La declaración del estado de excepción sitúa a Piñera como un agente del ensamble entre Estado y capital que repite hoy el gesto del dictador Pinochet, desplegando abiertamente la defensa armada de la propiedad privada de las corporaciones frente a la rebelión popular contra la dominación política y la explotación económica, la conculcación de derechos sociales y la devastación de ambientes y modos de habitar.

Desde la irrupción de la revuelta del 18 de Octubre, en las calles de Santiago –y ahora en diversos lugares a lo largo del país– conviven el encuentro entusiasta y festivo en la rebelión con el horror y la tristeza por quienes han caído desde que se declarara el estado de excepción y salieran los militares a las calles. Pero también ha ocurrido que el gobierno ha incidido en las dinámicas territoriales de la población implementando una vieja táctica de auto-inmunización: situar discursivamente el conflicto entre la “gente de buena voluntad” y los “bandidos”; producir “caos” mediante montajes donde se involucran turbiamente el lumpen mercenario y policías de civil en ataques incendiarios y saqueos; propagar mediáticamente el miedo a la invasión del comunismo internacional, el vandalismo del enemigo interno y el desabastecimiento (el corte de suministros como vieja táctica de “guerra psicológica”), resultando de todo ello un cuadro de “destrucción del país” frente al cual, tras unos días de agobio, la población vería el desate de la acción militar mortífera como una situación límite necesaria para la “salvación del país” y la restauración del orden –legitimando así de paso el trabajo de muerte de los policías y militares que van arrancando a sangre y fuego la maleza del jardín del Edén chilensis.

La ejecución de este conjunto de estrategias devela, una vez más, que el orden en el que vivimos es una obra de muerte que requiere de una base social que lo apoye. El soberano, para ejercer el poder en sentido descendente, requiere del movimiento ascendente de la obediencia de “la parte normal” de la sociedad.[9] Sólo así puede efectivamente criminalizar la protesta social, esa “parte maldita” del cuerpo social, como un ataque irracional de los “violentistas” a “la ciudadanía”. Contra esa enfermedad –la desobediencia como enfermedad del cuerpo social (Hobbes)–, puede el orden del texto soberano inmunitariamente incorporarse y adoptar vida psíquica en la base social de sus “autodefensas” –hoy uniformadas, como toda fuerza de orden, en este caso adoptando la estética de los “chalecos amarillos”. En comunas del sur de Santiago, particularmente en sectores de lo que se da en llamar “clase media emergente”, grupos importantes de vecinos se han uniformado, armado y atrincherado en sus condominios y pasajes cerrados con vallas hechizas para defender a “la comunidad” y su propiedad de los “bandidos” que amenazan con aparecer como hordas en medio de un apocalipsis zombi. Acá por lo menos nunca llegaron, y los vecinos convertidos en policías sólo se dedicaron a fanfarronear entre ellos, vociferando cómo les darían un correctivo a los bandidos con sus bates de béisbol. En cualquier caso esto no es baladí, pues las ovejas del rebaño que se sitúan rectamente, esto es, a la derecha del Dios-Padre, repiten un gesto muy antiguo: Jean-Luc Nancy ha apuntado por ahí a que “(…) el hecho de encontrarse a la derecha de una persona de importancia tiene desde antaño un valor simbólico; desde la Biblia hasta los protocolos de las cenas privadas se puede señalar ese rasgo”.[10] El gobierno de Piñera, al ver tambalear los pilares del orden neoliberal, deja de ser el típico sujeto neoliberal calculador y flexible del capitalismo tardío como religión sin dogma, y retrocede situándose en una posición de derecha prácticamente feudal: en el feudalismo no había “izquierda”, pues quienes no mostraban su fidelidad pasaban a ser considerados inmediatamente como la enfermedad satánica del cuerpo social –desobediencia y soberbia, transgresión del orden divino-natural de las cosas, tendencia al no-ser.     

            Hay una serie norteamericana de televisión llamada «The Walking Dead».[11] Es un filme interesante toda vez que el apocalipsis zombi que inaugura en el relato un tiempo de caos post-estatal da lugar a la formación de diversos y más o menos creativos tipos de comunidades y estrategias de sobrevida. Hay comunidades de hippies que devinieron caníbales, hordas de lumpen nómade, entre muchas otras formas. Pero hay una que quisiera destacar: la comunidad de Woodbury. Se trata de un pequeño pueblo ubicado en el condado de Georgia, que tras el advenimiento de los muertos vivientes se organizó como un refugio seguro para una comunidad dirigida por un benevolente dictador (el “Gobernador”) que provee estabilidad y normalidad a los sobrevivientes que logran llegar hasta ella y se acogen a su orden. La comunidad se rodea por una valla construida con vehículos en desuso, alambres de púa, neumáticos y tablones de madera, custodiada por vecinos-guardias armados que protegen al pueblo de los “mordedores” que se acercan amenazando su seguridad. La comunidad de Woodbury también se despliega ocasionalmente en la forma de la movilización total contra otros grupos de gente asentada en las cercanías del pueblo, autoafirmando al “nosotros” de la comunidad contra los “otros”, definiéndose por contraste con los “otros”, frente a los cuales habría que inmunizarse para mantener la seguridad del territorio y la población. ¿No son tales vallas hechizas y la movilización total contra los otros, bajo la égida de un dictador benevolente y garante de estabilidad y normalidad, todos ellos elementos presentes en las dinámicas de “autodefensa” promovidas frente a la protesta social criminalizada? ¿No es acaso Piñera una suerte de dictadorzuelo que intenta convertir a Chile entero en algo así como Woodbury? ¿No es la democracia neoliberal de Piñera un tinglado espectacular que descansa sobre la lógica dictatorial de una guerra mortíferamente predatoria y mortíferamente “pacificadora” contra el común de los mortales que no se acoge a la norma antropológica de una vida que se autointerpreta como ascendente?

Woodbury está ardiendo. Y el Gobernador, en lugar de devolver los militares a los cuarteles y abrirse a la virtualidad política de este momentum, ha estado sacando más militares a las calles y con más intensidad asesina. El fuego de la imaginación y del coraje popular ha comenzado a destruir el tinglado de la gobernabilidad del orden neoliberal que intentan sostener los “Gobernadores” del hemisferio –Donald Trump, Jair Bolsonaro, Aldo Duque, Lenín Moreno, Sebastián Piñera, Mauricio Macri y todos los avatares que les han precedido y que les sobrevendrán. El fuego de la revuelta no deja de arder. La revuelta como insurrección en las calles, pero asimismo la revuelta de la imaginación como potencia común de hacer mundo, la revuelta del pensamiento como rebelión contra la concepción lineal, monológica, monocrónica, evolutiva y sacrificial de la historia, y contra todo sueño antropológico inseminado teológicamente. En una entrevista con Gerardo Muñoz, Giorgio Agamben invitaba a pensar “la relación comunitaria entre un elemento anómico o anárquico y un elemento nómico e institucional. La posibilidad de una política justa depende de esta dialéctica musical entre estos dos elementos”. Y más adelante sostenía que “nuestras sociedades necesitan un polo destituyente y anómico para contrarrestar la carrera ciega de la burocracia tecnológica hacia el futuro”.[12]

 Mientras el fuego aún arda, quedará por pensar otros modos de poner en juego la revuelta, la vida en común y la relación misma entre vida y forma –quizás éste sea el problema metafísico-político fundamental. Pero no sólo pensando las derivas revolucionarias en sus momentos destituyentes, sino también lo que puedan ser otros modos de poner en práctica la potencia común constituyente y las instituciones.     




[8] Jean-Luc Nancy, opus cit., s/p.
[9] Georges Bataille, «El Estado y el problema del fascismo», traducción del francés al español por Pilar Guillem, Editorial Pre-Textos / Universidad de Murcia, Valencia, 11993.
[10] Jean-Luc Nancy, opus cit., s/p.
[11] «The Walking Dead», producida y transmitida por la cadena norteamericana AMC desde 2010.
[12] Giorgio Agamben, “Los modos están en Dios”, entrevista con Gerardo Muñoz, en Revista Papel Máquina, n° 12 (diciembre 2018), pp. 112-113.